Por Guillermo Piro |
Luego de los eventos de Chautauqua que dejaron como saldo un Salman Rushdie disminuido, probablemente tuerto y con problemas de movilidad, no se dejaron esperar las voces solidarias que condenaron el ataque del fundamentalista literal, así como las otras voces, provenientes de ese lugar lejano llamado Irán libre, que felicitaba la actuación de Hadi Matar. Hasta ahí todo previsible. Yo –permítanme que use esa palabra por primera vez– estoy más sorprendido con que el atentado se haya hecho esperar 33 años que por el ataque en sí. Pero ese asunto no interesa a nadie: mis preocupaciones son mías.
Lo que sí me preocupa un poco más es la propuesta del filósofo francés Bernard Henri-Lévy, que se puso a recolectar firmas para proponerle a la Academia Sueca que el próximo Nobel de Literatura le sea concedido a Rushdie, solo porque no imagina a otro escritor que sea más merecedor del galardón que él. Naturalmente, es de presumir que muchos colegas firmen el pedido, porque a fin de cuentas la gente firma cualquier cosa. Yo me imagino a los académicos suecos primero riéndose a carcajadas, y luego escribiéndole una misiva a Bernard Henri-Lévy preguntándole por qué no le dan a Rushdie un Goncourt en Francia, así los que se ponen en contra a 1.500 millones de musulmanes son ellos.
Se trata de un error bífido: pensar que el destinatario del Premio Nobel de Literatura tiene necesariamente que ser para alguien que se lo “merezca”, y creer, por otra parte, que los de afuera pueden tener alguna injerencia en las decisiones de la Academia Sueca o del Comité Noruego –nadie se siente autorizado para proponer un Premio Nobel de Economía o de Física, pero sí uno de Literatura o de la Paz–. Ya fue risible cuando en la Argentina se proponía para el Premio Nobel a las Abuelas de Plaza de Mayo, como si alguien necesitara de ese “reconocimiento”. O como resulta risible cualquier otra recomendación al Nobel de Literatura, ya se trate de Alejandro Roemmers, propuesto por la SADE, Noé Jitrik, el candidato de sus admiradores y amigos, o César Aira, el elegido del pueblo.
Creo que se confunden –como en otros ámbitos, por otra parte– las aspiraciones con la concreción de esas aspiraciones, o mejor, el azar con la necesidad. Dicho de otro modo: Ladbrokes, empresa británica dedicada a los juegos de azar y a las apuestas deportivas, todos los años abre un ítem donde quien quiera puede apostar a quien se le ocurra como destinatario del Premio Nobel; pero apostar por alguien, sin importar quién sea, no hace a ese quién posible destinatario “verdadero” del Premio Nobel: es solo una apuesta. Hace unos años, a algún delirante se le ocurrió apostar por César Aira, y César Aira mágicamente entró en la rueda de los premiables.
En cuanto al resto, no hay nada más antipático que decirles a los demás lo que tienen que hacer. El Premio Nobel nació para expiar una culpa, la de Alfred Nobel, el inventor de la dinamita. Los que deben lavar su culpa son los suecos –me refiero a “esa” culpa: todos tenemos culpas que lavar–. Procurar que alguien lave nuestras culpas es algo demasiado pretencioso, como cuando alguien nos dice qué tenemos que hacer con nuestro dinero o nuestro tiempo. Podemos prestarles atención, podemos considerar sus recomendaciones, e incluso acatarlas, pero si somos personas absolutamente normales seguramente las ignoraremos.
En cuanto a la propuesta de Bernard Henri-Lévy, no puedo no recordar aquel amable intercambio entre Churchill y De Gaulle, cuando el francés le recriminó al inglés: “Ustedes los ingleses solamente luchan por el dinero, deberían aprender de nosotros, los franceses, que luchamos por el honor y la dignidad”, a lo que Churchill respondió: “Bueno, cada uno lucha por lo que no tiene”.
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