La bomba nuclear lanzada por Estados Unidos sobre Hiroshima, produjo
80 mil muertos en un solo segundo. (Foto/Europa Press)
Por Alberto Amato
En un segundo, Hiroshima había muerto. A las ocho y cuarto de la mañana del 6 de agosto de 1945, la hora y el día en los que el mundo entró en la era atómica, una bomba lanzada por un avión B-29 del Grupo Mixto 509, 313 Brigada Aérea de la Agrupación Táctica de Bombardeo del XX Cuerpo Aéreo, detonó el equivalente a quince toneladas de TNT sobre la ciudad, fundada en 1589 sobre la costa del mar interior de Seto y sobre el delta del río Ota, con siete brazos que dividían a la ciudad en seis islas, como una gigantesca mano extendida.
En un segundo, pero un segundo de tiempo real, en la zona cero del estallido, la temperatura alcanzó un millón de grados centígrados. Ochenta mil personas murieron en el acto: entre el treinta y el cuarenta por ciento de los habitantes. Muchas de ellas se evaporaron. Se disolvieron. Algunas dejaron su halo de vida impreso en la pared en la que se apoyaban, o en el banco de piedra en el que estaban sentadas, como el siniestro negativo de una fotografía.
La explosión atómica creó, entre muchos otros, un efecto extraño: incendió el aire, creó una bola de fuego de doscientos cincuenta y seis metros de diámetro que, en el primer segundo que siguió al estallido, ya había recorrido doscientos setenta y cuatro metros cuadrados. El aire hecho fuego dio origen a miles de incendios espontáneos que también arrasaron la ciudad y sus alrededores hasta más de once kilómetros a la redonda. Además de los muertos, otras treinta y cinco mil personas quedaron heridas, con espantosas quemaduras, muchas murieron días después. Para fin de año, otros sesenta mil habitantes de Hiroshima habían muerto por sus lacerantes heridas, o por envenenamiento radiactivo.
Horror, destrucción y muerte quedaron luego de la explosión de la primera bomba
nuclear en la ciudad japonesa de Hiroshima.
De los noventa mil edificios de Hiroshima, la bomba dejó en pie sólo a veintiocho mil, muchos de ellos dañados porque el estallido, que se escuchó a sesenta
kilómetros, rompió vidrios y cristales en dieciséis kilómetros a la redonda. En total, el sesenta y nueve por ciento de los edificios de Hiroshima fue destruido o deñado. Los análisis
posteriores, fríos y distantes, dijeron que a trescientos sesenta metros del punto cero, había quedado destruida toda forma de vida; a cuatro kilómetros y medio a la redonda, la mitad de quienes habían
sobrevivido a la explosión murieron luego por la radiación; a once kilómetros a la redonda, decenas de miles de personas sufrieron quemaduras de tercer grado a causa de la radiación térmica;
a ocho kilómetros setecientos metros alrededor del punto cero los edificios o habían caído o estaban severamente dañados. Media hora después del estallido cayó sobre la ciudad
una extraña lluvia negra, cargada de suciedad, polvo hollín y partículas radiactivas, que provocó una contaminación mayor y en zonas más alejadas.
En medio de la devastación, yacía otro drama: de los doscientos médicos registrados en Hiroshima, habían sobrevivido sólo veinte. Y de las mil setecientas ochenta enfermeras que podrían haber ayudado a las decenas de miles de heridos, sólo habían sobrevivido ciento cincuenta. De todos modos, eran poco lo que podían hacer: la mayor parte de los hospitales, clínicas y centros médicos, con todos sus equipamientos, estaban destruidos; casi como un símbolo, la bomba, destinada a estallar a seiscientos metros de altura sobre la ciudad y sobre el puente Aioi, alcanzó esa altura determinada para su explosión cincuenta y cinco segundos después de ser lanzada por el B-29, pero los vientos laterales la desviaron casi doscientos cuarenta y cuatro metros y estalló sobre la Clínica Quirúrgica Shima. En Hiroshima, no quedaba un solo sitio en pie en el que fuese posible socorrer a los heridos.
Además, era casi imposible velar por los sobrevivientes: médicos y enfermeras no tenían idea de los efectos que provocaba la radiación, ni sabían cómo tratar a las personas que acudían a ellos con espantosas quemaduras, ni conocían la importancia que tenía la calidad y la cantidad de radiación recibida por cada ser humano, ni cuáles serían sus efectos tardíos. Ese espanto, era nuevo. Dos días después, los desolados locutores de Radio Tokio informaban sobre Hiroshima: “Prácticamente todas las cosas vivas, humanas y animales, se quemaron hasta la muerte”.
A casi diez mil metros de altura, el B-29 que había lanzado la bomba, a la que llamaban “Little Boy”, intentaba escapar del horror. Era el Enola Gay, el avión insignia del Grupo Mixto 509, al que su comandante, el coronel Paul W. Tibetts, había bautizado hacía tiempo de esa forma en honor a su madre. Toda la tripulación del Enola Gay ignoraba qué tipo de bomba iba a lanzar. Les habían dicho que era un arma especial, pero nada más. El Grupo Mixto 509 había estado ligado siempre a “Little Boy” y al estallido nuclear, pero sin saberlo.
En la primavera boreal de 1945, setenta y cinco pilotos elegidos por sus habilidades y conocimientos técnicos, por su experiencia en combate y, acaso, por su sangre fría, recibieron órdenes de viajar a Wendover, Utah, donde se integraron al Grupo Mixto 509, que dependía de la XX Cuerpo Aéreo. Todos eran voluntarios, pero cuando quisieron saber para qué los habían convocado, recibieron como toda respuesta: “Se les va a encomendar algo distinto”. No falta hacía que se los dijeran. Lo habían descubierto, o intuido con certeza, por las maniobras de entrenamiento que les ordenaban: simular un ataque aéreo a gran altura, mientras otros dos bombarderos ensayaban estudiar eventuales cambios en la atmósfera; los B-29 del Grupo Mixto, llamados “súper fortalezas volantes”, no estaban equipados con un poderoso arsenal de bombas, sino por un artefacto de forma rara, pesado y armado con explosivos comunes. Ignoraban qué era ese cacharro raro, que era una copia fiel de la bomba atómica que se ultimaba en Los Álamos, a miles de kilómetros de Utah. Otra cosa que sí habían deducido los pilotos era que, lo que fuere que se iba a lanzar, sería contra Japón: la guerra en Europa había terminado a inicios de mayo de ese año.
Confirmaron que el blanco sería Japón cuando todo el grupo fue destinado a la isla de Tinian, en las Islas Marianas del Norte: desde allí, Tokio entraba en el radio de acción de los B-29. Pero los pilotos del Grupo Mixto siguieron con sus extraños vuelos de entrenamiento, alejados del combate: despegaban para hacer maniobras y ponían rumbo a Japón, pero regresaban horas después, sin haber disparado un solo tiro, ni descargado una sola bomba. Les habían pedido, eso sí, que usaran en vuelo unas antiparras protectoras, como las que usan los soldadores, y les habían recomendado que, cuando les tocara hacerlo, nunca miraran al blanco una vez descargada la misteriosa bomba.
La falta de acción frustraba a los pilotos, pero el resto de la Brigada Aérea 313, en cambio, había tomado al Grupo Mixto 509 para el disparate. Habían escrito una canción muy simpática pero cargada de feroz ironía que, en traducción libre, decía más o menos: “El secreto se alza hacia el espacio / adónde van, nadie lo sabe / Mañana volverán / Nunca sabremos donde han estado / No preguntes nada sobre sus misiones / pero hacéle caso a alguien que sabe / El 509 está ganando la guerra”.
Bromas aparte, el 509 empezó a ganar la guerra contra Japón cuando la bomba, lista para ser disparada, llegó a Tinian. Era de color negro, tenía apariencia de ballena y estaba muy bien torneada. Era la muerte, pero con un toque de distinción. Medía setenta centímetros de diámetro y tres metros de largo. Pesaba cuatro mil ochenta y dos kilos, la mayor parte, puro lastre. Tenía dos núcleos de uranio, U-235: uno pesaba ocho kilos y el otro dos. El de dos kilos iba a hacer las veces de detonador del otro núcleo. Pero había que blindarlos a uno del otro para evitar un estallido anticipado por causa de algunos neutrones acelerados y caprichosos. Si eso sucedía, el Grupo 509 hubiera volado por los aires. Y la isla de Tinian también.
En Nuevo México, Robert Oppenheimer, el científico a cargo del Proyecto Manhattan que así se llamó en secreto el desarrollo de la bomba atómica, había buscada una sustancia resistente a los neutrones, un material de alta densidad para fabricar lo que llamaban “la envoltura”, el blindaje entre los dos núcleos de uranio. El oro pudo ser uno de esos metales y Oppenheimer consideró con seriedad la posibilidad de colocar una “envoltura” de ese metal para evitar infortunios. Dieron con otra aleación que daba iguales resultados, aunque nada era seguro. Revistieron a los dos hemisferios de U-235 y rellenaron el exterior, capa tras capa, con cascos de metralla, que de eso había de sobra, hasta que “Little Boy”, que tenía poco de “little” y nada de “boy”, quedó encajada en el compartimento de bombas de un B-29. Así viajó a Japón.
La bomba era el resultado de una prueba exitosa hecha en el desierto de Nuevo México, cerca de Alamogordo el 16 de julio de ese año por el equipo de Oppenheimer, que consistió en fusionar dos núcleos de uranio instalados en una torre de hierro, que se disolvió con el estallido. Así nació el telegrama que llegó a las manos del presidente Harry Truman y que decía: “El niño ha nacido bien”. Truman estaba en Potsdam, junto a Winston Churchill y a José Stalin, para ultimar los detalles de la capitulación de Japón, que se negó a aceptar su rendición incondicional. El 2 de agosto, en el crucero de guerra Augusta, que lo llevaba de regreso a Estados Unidos, Truman ordenó usar la bomba atómica.
El domingo 5 de agosto, “Little Boy” ya estaba instalada en el compartimento del Enola Gay. Instalada, pero no montada. Recién entonces la tripulación supo que por fin, tenía una misión: dejar caer ese artefacto en uno de los cinco o seis blancos designados para el ataque. Siguieron sin saber con exactitud de qué se trataba. El que explicó qué era en verdad aquel trasto con forma de ballena fue el general Thomas Farrell, segundo del general Leslie Groves, director militar del Proyecto Manhattan que encabezaba Oppenheimer en Nuevo México. Le reveló el secreto a una sola persona, el capitán William Parsons, experto en armamento de la armada americana; le sugirió que el Enola Gay hiciera una brusca maniobra evasiva para no quedar expuesto a la onda expansiva de la bomba, y le anticipó que se iba a producir una gran nube de humo denso con forma de hongo.
Parsons tenía una duda, un pequeño interrogante para el que no había respuesta, a menos una respuesta lógica. ¿Qué sucedía si, con la bomba montada y los dos núcleos de uranio ya sin “envoltura”, el B29 se estrellaba al despegar? “Volamos todos –dijo Farrell– Hay que rezar para que eso no pase”. Parsons entonces propuso trepar al Enola Gay en su viaje a territorio japonés y armar la bomba en vuelo. Farrell quiso saber si Parsons había ensamblado alguna vez algo semejante. “Nunca –respondió el marino– pero tengo toda la tarde para aprender”.
A la una cuarenta y cinco de la mañana del 6 de agosto, tres B-29 despegaron de Tinian hacia Japón Tenían como misión estudiar la meteorología de las zonas pasibles de ser blanco de la todavía misteriosa bomba. Una hora después despegó una segunda terna de súper fortalezas volantes, encargada de abrir camino al Enola Gay. Recién después despegó el Enola Gay. Dos aviones escolta se le unirían en la vertical de la isla de Iwo Jima, a las cinco cincuenta y dos, que fue cuando Parsons armó la bomba en pleno vuelo. El copiloto del avión de Paul Tibbetts, capitán Robert Lewis, escribió en su bitácora, con letra nerviosa y de difícil lectura: “El capitán Parsons está terminando de armar la bomba. Ahora vamos cargados. La bomba está dispuesta. Es una sensación bastante extraña eso de saber que la tenés justo a tu espalda. Hemos puesto el automático. Volamos a la altura adecuada. Muchachos, eso está al caer”.
A seis mil quinientos metros de altura sobre Hiroshima, Tibbetts soltó a “Little Boy” e hizo que su B-29 plateado girara de modo brusco hacia la izquierda, para alejarse lo más posible y lo más rápido de la onda expansiva que iba a desatar aquel trasto misterioso. Cuando estalló la bomba, un minuto después, el Enola Gay estaba a veinticinco kilómetros del epicentro y alejándose, y a unos seis mil metros de altura, pero igual fue sacudido, estremecido por el efecto del estallido. Tras sus gafas protectoras, lo primero que vieron sus tripulantes, que sí giraron la vista hacia el blanco, fue un puntito de fuego rojo púrpura que en milésimas de segundos se expandió y formó una bola de fuego de colores cárdenos y de ochocientos metros de ancho. El fuego ascendió en grandes anillos de humo gris hasta llegar a los tres mil metros de masa hirviente que tomó la forma de un hongo.
El copiloto Lewis dijo: “¡Dios mío! ¿Qué hemos hecho?” No podían ni imaginarlo. El sargento George Caron, desde su puesto de artillero de cola del Enola Gay describió así lo que vio: “Una columna de humo asciende rápidamente. Su centro muestra un terrible color rojo. Es una masa burbujeante gris violácea, con un núcleo rojo. Todo es pura turbulencia. Los incendios se extienden por todas partes como llamas que surgiesen de un enorme lecho de brasas. Comienzo a contar los incendios. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis... catorce, quince... es imposible. Son demasiados para poder contarlos. Aquí llega la forma de hongo de la que nos habló el capitán Parsons. Viene hacia aquí. Es como una masa de líquido viscoso y burbujeante. El hongo se extiende. Puede que tenga mil quinientos o quizá tres mil metros de anchura y unos ochocientos de altura. Crece más y más. Está casi a nuestro nivel y sigue ascendiendo. Es muy negro, pero muestra cierto tinte violáceo muy extraño. La base del hongo se parece a una densa niebla atravesada con un lanzallamas. La ciudad debe estar abajo de todo eso. Las llamas y el humo se están hinchando y se arremolinan alrededor de las estribaciones. Las colinas están desapareciendo bajo el humo. Todo cuanto veo ahora de la ciudad es el muelle principal y lo que parece ser un campo de aviación”.
No era verdad, como se pensó, o se dijo, que Hiroshima no tenía interés militar. En la ciudad estaba acuartelado el Segundo Ejército japonés. La mayor parte de sus tropas hacía ejercicios de guerra en un amplio campo de entrenamiento, mientras otra de sus unidades hacía ejercicios gimnásticos en un predio vecino. La bomba no dejó huella alguna de aquellos militares.
Dieciséis horas después del ataque, el presidente Truman anunció desde Washington que Estados Unidos había usado una bomba atómica. Truman era un hombre un poco tosco, acaso inexperto en diplomacia, que había heredado la Casa Blanca y el final de la guerra tras la muerte de Franklin D. Roosevelt, y que estaba un poco harto de la intransigencia suicida de Japón y del accionar de Stalin en la Europa del Este, sobre la que el ruso hacía flamear sus aires de conquistador. En los últimos meses, Truman había tenido un encuentro duro con el canciller de la URSS, Viascheslav Molotov, que tampoco había egresado de una universidad de buenos modales. Truman, a su modo y con su verba encendida de Missouri, su estado natal, le había reprochado con dureza algunos puntos no cumplidos del acuerdo de Yalta entre la URSS, Estados Unidos y Gran Bretaña. Molotov le contestó, indignado: “¡Es la primera vez en mi vida que me hablan de ese modo!”. Y Truman: “Cumpla con lo pactado y nadie volverá a hablarle así.”.
Esa fue la impronta con la que Truman se dirigió a los estadounidenses para decirles: “Hace dieciséis horas un avión americano arrojó una bomba sobre Hiroshima. Consiste en el aprovechamiento de las fuerzas elementales del Universo. La fuerza de la que el Sol deriva su energía ha sido liberada contra aquellos que provocaron la guerra en el Lejano Oriente. (...) Los japoneses comenzaron la guerra desde el aire en Pearl Harbor. Ahora les hemos devuelto el golpe multiplicado. Con esta bomba hemos añadido un nuevo y revolucionario incremento de destrucción, a fin de aumentar el creciente poder de nuestras fuerzas armadas. Estamos produciendo estas e incluso están en desarrollo otras más potentes. (…) Ahora estamos preparados para arrasar más rápida y completamente toda la fuerza productiva japonesa que se encuentre en cualquier ciudad. Vamos a destruir sus muelles, sus fábricas y sus comunicaciones. No nos engañemos, vamos a destruir completamente el poder de Japón para hacer la guerra (…) El 26 de julio elaboramos en Potsdam un ultimátum para evitar la destrucción total del pueblo japonés. Sus dirigentes rechazaron el ultimátum inmediatamente. Si no aceptan nuestras condiciones, pueden esperar una lluvia de destrucción desde el aire como la que nunca se ha visto en esta tierra”.
Tres días después, Estados Unidos hizo estallar otra bomba atómica sobra la ciudad de Nagasaki que provocó un desastre similar al de Hiroshima. Japón aceptó la rendición incondicional el 15 de agosto y la firmó el 2 de septiembre. La Guerra en el Pacífico, la última llama de la Segunda Guerra Mundial, se apagó para siempre.
En medio de la destrucción, en Hiroshima quedó en pie, casi un milagro porque está a sólo ciento cincuenta metros de la zona cero, el edificio conocido como Cúpula Genbaku, o Cúpula de la Bomba Atómica. Esas ruinas fueron renombradas como Monumento de la Paz de Hiroshima. Fue declarado Patrimonio de la Humanidad por Naciones Unidas en 1996, con la objeción de Estados Unidos y China.
© Infobae
0 comments :
Publicar un comentario