Por Jorge Fernández Díaz |
“Estos cambios audaces, este pasarse osadamente en pleno día al campo contrario, estas fugas en pos del vencedor, son el secreto de Fouché en la lucha –anota su genial biógrafo–. Ha hecho juego doble.
Según sople el viento, puede sacar del bolsillo derecho una prueba de inflexibilidad y del izquierdo una prueba de humanidad; puede presentarse lo mismo como verdugo que como salvador de Lyon”.
De este modo describe Stefan Zweig a Joseph Fouché, ubicuo y camaleónico político que aduló y complotó contra Robespierre y Bonaparte, y que sobrevivió con su pragmatismo resbaloso y su notable talento para el giro y el engaño, a las peligrosas mutaciones del poder durante la Revolución Francesa, el imperio napoleónico y la Restauración borbónica. En el prólogo de su obra maestra, Zweig lo califica como brillante, intrigante, traicionero, escurridizo y “tránsfuga profesional”. El Diccionario de la Lengua Española despeja toda duda acerca de este vocablo: “Tránsfuga: persona que abandona una organización política, empresarial o de otro género, para pasarse a otra generalmente contraria”. No se puede comparar, naturalmente, al inminente “superministro” Sergio Massa con el gran Fouché, cuya perversa inteligencia superior quedó inscripta en la historia universal, ni tampoco desvincular al peronismo troncal de esas prácticas asombrosamente acomodaticias y sin escrúpulos ideológicos, pero la lujosa crónica a que aludo –acaso el más interesante tratado de política que se haya escrito– asaltó a este articulista en pleno reseteo del cuarto y menguante gobierno kirchnerista. El pequeño Fouché del condado de Tigre pasó por todas las estaciones: fue fervoroso militante de Alsogaray, menemista de la primera hora, devoto de Duhalde, entusiasta de Néstor, soldado de Cristina, y luego antikirchnerista vehemente, impulsor de causas penales contra su antigua jefa, duro objetor de La Cámpora, acompañante terapéutico del macrismo, conspirador de piedras contra Cambiemos, súbito aliado de sus referentes peronistas más odiados, factótum de la resurrección política de la arquitecta egipcia, testigo a favor en uno de sus juicios por corrupción, nuevo amigo íntimo de los camporistas, y así hasta el infinito. Un opositor que lo conoce en su labor parlamentaria revela: “Cuando Sergio te llama a tomar unos mates siempre tenés que llevar un testigo, porque después se desdice. Y tenés que calcular de entrada que el 50% de lo que te va a explicar es exagerado o mentiroso y, a la salida, chequear sí o sí qué hay realmente de cierto en el 50% restante”. Múltiples encuestas reproducen lo que el mundo de la política sabe: no se puede confiar en Sergio Massa. Y sin embargo, éste es el “hombre providencial” que ha sido elegido para lograr la confianza de los mercados.
Hace 24 días, cuando parecía que “Fouché” copaba el gabinete nacional, Alberto Fernández ofreció agónicamente un tapón: Batakis. Cristina Kirchner aceptó la propuesta y ambos acordaron que ni soñando le entregarían con moño el gobierno al señor Massa. Un opositor que se cruzó con el Maquiavelo de cabotaje lo chanceó en un pasillo: “Sergio, ¡te dejaron afuera de todo!”. Sin pestañear, el nigromante respondió: “Dejá que pasen dos semanas y ya vas a ver cómo me vienen a buscar”. Tenía razón. ¿Qué ocurrió en el ínterin, y por qué ahora es un hecho lo que hace apenas tres semanas era inadmisible? Porque todo se desmadró en la Argentina, las llamas se aceleraron y alcanzaron el techo de la república, y en el propio Instituto Patria temieron que estuviéramos a semanas de las reservas cero y del comienzo de una hiperinflación. Los gobernadores del palo se encontraron barajando, con asombro y terror, la inconcebible posibilidad de que un presidente peronista se viera por primera vez forzado a abandonar anticipadamente su sitial en furtivo helicóptero. Una imagen que pulverizaría dos mitos del peronismo: su garantía de gobernabilidad y su presunta pericia en emergencias. Este abismo habilitó que Batakis volara de raje a Estados Unidos y prometiera un ajuste severo, y que pudiera declarar todo el tiempo sin ser desmentida que contaba con el respaldo de la Pasionaria del Calafate. Es el mismo respaldo resignado que obtiene ahora el “superministro” para una delicada operación de rescate con las fórmulas de la ortodoxia, aunque todavía no se sabe a ciencia cierta si el susodicho ejecutará recortes –si se meterá por ejemplo con el 90% del déficit fiscal que se explica por los subsidios energéticos y del transporte–, o recurrirá a otros saqueos impensados o a esoterismos de coyuntura. De este punto dependerá su éxito o su rápido fracaso. Aseguran que negocia día a día las medidas con la reina de la calle Juncal: mala fariña. La doctora ha demonizado cualquier política de austeridad –como si las izquierdas no las hubieran practicado a lo largo de su profusa historia– y ha criado en consecuencia un cardumen de peces atontados por esa superstición: intenta transmitirles en estas horas que ella no está conforme con este “giro a la derecha”, pero que debe permitirlo porque la alternativa es el infierno. Ahora hay que abrazar el massismo leninismo, compañeros, aunque es necesario también vigilar que el audaz no pase de ser un bombero de ocasión: no sea cosa que consiga buenos resultados y nos clave un puñal. Es por eso que giraba en estos días el rumor de que ella también pretendía en la Jefatura de Gabinete al inefable Jorge Milton Capitanich, bolivariano y señor feudal que encanta a la tropa y, a la vez, comando eficaz y entrenado para evitar cualquier atisbo de deslealtad y matricidio político. Coqui quedó provisoriamente afuera, pero la realidad es muy dinámica.
Enviciada de protagonismo, Cristina filtra a la prensa el madrinazgo de la nueva criatura –aupada y operada por un grupo de empresarios massistas– y, en paralelo, les reclama a sus fans que la sigan amando pese a todo porque este “neomenemismo” en ciernes a ella no le gusta nada. Volteó a Guzmán por “neoliberal”, habilitó en silencio a Batakis para que ofreciera el mismo programa y ahora impulsa a Massa para que redoble el torniquete y se amigue con el campo. Desde la decapitación del heredero de Stiglitz, el kirchnerismo no ha parado de “derechizarse”, en una sucesión de torpezas y malentendidos que dejaron con la boca abierta al mundo. El FMI y Wall Street recibieron con sorpresa la caída de Sarasa, conocieron a la Griega (impulsora del mismo programa de Guzmán), intercambiaron con ella teléfonos y buenos augurios, se anoticiaron de que había sido despedida antes de tocar Ezeiza y que la reemplazaba no un economista de porte sino un abogado, y que Alberto Fernández informaba a continuación un contacto apócrifo con Kristalina Giorgeva. La Argentina dejó de ser un país bananero para ser un republiqueta surrealista.
Un cierto clima de contenida alegría recorrió el viernes, sin embargo, las oficinas de algunos hombres de negocios. Una sociedad moldeada por el peronismo adora la viveza criolla y desdeña el valor de la palabra, y el establishment no es ajeno a estas creencias: apostaron mayoritariamente por Scioli en 2015 y por Alberto Moderado en 2019, y tienden siempre a confundir a un pícaro con un diligente; prefieren además un significante vacío a uno relleno de convicciones, sean estas chavistas o republicanas. Con Massa en el centro del ring, regresa el peronismo hueco y pierde el dogmático. No hubiera disgustado a Stefan Zweig la famosa definición de Borges, que parece calzarle como un traje a medida al Fouché bonaerense: “Los peronistas son gente que se hace pasar por peronista para sacar ventaja”. Ventajita.
© La Nación
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