Por Nicolás Lucca
Más de una vez me he preguntado qué es lo que nos da sentido de pertenencia. ¿Qué nos define como parte de este todo al que llamamos Argentina? Somos un país hasta con una receta de empanada distinta por provincia. Nuestra forma de hablar cambia en tan solo unos pocos kilómetros. Contrariamente a quienes critican la individualidad de las personas, 47 millones de individuos pueden sentirse pertenecientes a algo sin perder un ápice de su forma de ser. Entonces, repito: ¿Qué nos hace argentinos?
De chicos nos enseñaron que existieron civilizaciones que desaparecieron. A medida que fui devorando libros he encontrado que ninguna civilización desapareció sino que se transformó en otra cosa, una mixtura por invasión, una diáspora o tan solo el fin de un régimen de administración. Luego llegaron los libros de fascinación, esos de países increíbles y sus eras doradas, los mundos de caballeros, damiselas, monjes y mercaderes. Hasta que una ficha cayó y de la fascinación pasé al pánico: son todos países que existieron. Así, en pretérito. No existen más.
Su gente no desapareció. De hecho, gracias al ADN podemos saber que hay más descendientes de normandos en el sur de Italia que en el norte de Francia y que ambos provienen de un asentamiento vikingo. Lo mismo ha ocurrido en todas partes y aún persiste. Cualquier inmigrante puede decir de qué país viene, pero todos somos Tom Hanks en La Terminal cuando nos damos cuenta de que esos países no existían hasta hace muy poco tiempo.
Sin ir más lejos, uno de mis abuelos nació en un Reino desaparecido. Y eso que todos creen que Italia siempre estuvo ahí. Su abuelo había nacido en otro reino sin que la familia se mudara nunca: Dos Sicilias. Y el abuelo de este, sin moverse medio kilómetro, había llegado al mundo en un país que duró ocho siglos llamado Reino di Napoli.
Una vez dije que me sentía italiano en la Argentina y argentino por el mundo. Fue algo más que un juego de palabras. La italianidad que he mamado en casa le ha ganado al costado francés de mi linaje de pobres bajados del barco. Y esa italianidad es la que genera dos cosas absolutamente contrapuestas, como si se tratara de una mentalidad bipolar.
Por un lado, una falta de sentido de arraigo casi sin igual. Al provenir del sur de Italia, mis antepasados llegaron para algo más que hacerse la América. Fueron expulsados por siglos de guerras, hambrunas y mishiadura en un territorio sin un gobierno central que los representara, que los hiciera sentir italianos. Por otra parte, al haber conocido a mis inmigrantes, queda el sentido “de acá no me muevo”, brindado por un país que garantiza comer varias veces a diario y no tener que ir a ninguna guerra cada cinco minutos.
Acá no vengo a hablar de razones para emigrar o quedarse, sino de algo mucho más grave: ¿Qué sentís cuando te preguntan tu nacionalidad? Salí de lo burocrático, del papel que dice “Argentina”. ¿Qué sentís? ¿Cuál es tu raíz? ¿Qué emociones te genera esa raíz?
Lo más irónico del asunto es, tal vez, que damos por sentado que este país es eterno, como cualquier otro. Y nunca ha existido un país eterno. Jamás.
La Serenìsima Repùblega de Venèsia existió durante un milenio enterito. ¿Podés dimensionarlo? Mil años. Diez siglos. Fue el país más próspero en cuanto a la riqueza de sus ciudadanos. Hoy solo perdura en el recuerdo por el turismo romanticón. Lo mismo duró Lucca y un poquito menos Firenze. No hablo de ducados o de feudos, hablo de repúblicas. ¿Sabías que existió un país llamado República de Ancona? Duró cuatro siglos. El doble que nosotros.
Los ejemplos se multiplican al infinito entre los 2.500 años del Imperio Persa, los más de tres milenios del Imperio Egipcio y un listado que no termina nunca. Ni siquiera hay que irse tan lejos en el tiempo y basta con prestar atención a los mundiales de fútbol: Yugoslavia en 1990, Croacia por un lado, Serbia y Montenegro por el otro en 1998, 2002 y 2006; Serbia a secas desde 2010.
“Lo nuevo reemplaza a lo viejo” es, en términos históricos, siempre de forma traumática.
Nada está comprado y si no vayamos a ver el trauma social de los españoles europeos al comenzar a desangrarse el Imperio en el siglo XIX.
En nuestra educación por lograr una argentinidad nos centramos en otros eventos y olvidamos el mayor milagro de la Ley 1.420: que este país hable castellano cuando solo tres de cada diez inmigrantes llegaron desde España. Nos educaron tan mal que todavía tengo que escuchar muy a menudo que nos equivocamos al expulsar a los ingleses en vez de a los españoles. Como si fuéramos todos descendientes de los porteños de principios del siglo XIX. Como si hubiera existido la Argentina en 1806. Y como si hubieran sido los Argentinos quienes expulsaron a los británicos y no los habitantes de la España de Ultramar. De hecho era tan grande la bronca entre el Imperio Británico y el Español que fue el gobierno británico el tercero en reconocer la independencia de nuestra Argentina.
Somos un experimento en términos históricos y, lejos de aumentar nuestros puntos en común, estamos cada vez más distanciados en cosas tan elementales cómo qué tipo de país queremos. ¿Se entiende a dónde quiero ir? Espero que sí porque no puedo ni mencionar que el chiste de la Chetoslovaquia deja de causar gracia cuando nos damos cuenta de que todos seríamos felices aquí sin la mitad de la población. No importa la ideología de a quién le preguntemos.
Entre las largas décadas de guerra civil de nuestro país, uno de los períodos estuvo dado por la secesión de Buenos Aires. Al igual que en Estados Unidos contra los Confederados sureños, existió entre los vencedores un espíritu de pelear por la unión. Hoy, en Estados Unidos, pocos de la costa noreste y California moverían un dedo por mantener dentro de la Unión a quienes consideran unos burros ultrarreligiosos tramontanos.
En 2021 una encuesta arrojó que el 35% de los mendocinos podría prescindir del gentilicio argentino sin mayores problemas. No fue en joda. Y nadie se anima a realizar la misma encuesta en el resto de las provincias, aunque estaría muy bueno que alguna consultora lo haga.
Básicamente es el resultado de sentir que se contribuye al sostenimiento de un país pero que éste, en vez de agradecerte, sigue viviendo para el conurbano bonaerense, territorialmente dentro de una provincia agropecuaria pero que decide gobernador y presidente por todos los argentinos.
¿Cuánto más podría tirar un país en el que el 68% está en edad de trabajar pero sólo lo hace el 43%? ¿Cuánto aguanta un país en el que 7 de cada 10 pesos que gasta el Estado se va en seguridad social? ¿Cómo resiste un país con 28 millones de trabajadores para un sistema en el que hay 7 millones de jubilados y 20 millones de personas que perciben un cheque del Estado en forma de alguno de los 144 planes sociales distintos que existen en la actualidad? ¿Cómo hacemos antes de matarnos entre nosotros en los Juegos del Hambre?
¿Cuánto más puede tirar si los encargados de educarnos tienen sus propios intereses? El que no tiene plata deja a sus hijos a merced de tener un buen o mal docente, mientras que el que tiene plata garantiza para sus hijos la mejor educación que pueda pagar. Esa misma educación que los hará partir. ¿En qué se basa esa predicción? En algo muy sencillo: saber que esto no es normal.
A principios de este eterno 2022, la consultora Zulán Córdoba publicó un monitoreo de esos que miden imagen y aprobación de gobierno. Pero le mecharon unas preguntas hermosas. El 62,1% de los encuestados dijo no estar satisfecho con la democracia argentina. Dos tercios de ellos con bronca. A mí me dio miedito. Luego preguntaron de quién es la culpa de que la democracia no funcione: el 75% sostuvo que es de los políticos.
El resto fue de mal en peor. El 68% afirma que el gobierno no escucha a la ciudadanía, la mitad cree que la democracia no soluciona sus problemas. El 76% culpa a la democracia de no hacer un choto por la pobreza, el 70% por el desastre económico y el 65% por la pauperización del sistema educativo.
Muchos vieron con alivio el rotundo rechazo a la pregunta “estaría de acuerdo con un gobierno no democrático si solucionara los problemas”. Fue un mayoritario “no”. A simple vista pareciera que los encuestados son bipolares. Pero a mí me preocupó por una razón sencilla: la mayoría cree que el argentino vota mal. El que vota mal es el otro, no yo. O sea: la democracia argentina no nos gusta. Es todo un tema porque, hasta hace unos años, yo me reía de la grieta al decir que en otros países, a los contrapuntos de ideas, le llaman democracia. Hoy no hay un solo punto de encuentro ni puede haberlo por razones más que evidentes. Así como no se puede estar casi muerto, es muy difícil una idea en común con quien quiere todo lo contrario a lo que vos querés.
Faltó preguntar cuánto nos queda antes de que los portazos no sean para irnos del país sino para irnos con país y todo. Porque si creemos que somos eternos en estas condiciones estamos más equivocados que el último emperador de Roma Occidental al suponer que la población defendería al gobierno decadente de la invasión de Godofredo.
Todo país vive un período de gestación, consolidación, apogeo y decadencia antes de dar paso a otra cosa. Muchas veces con las mismas fronteras y la misma gente, pero otra cosa. Quizá la tecnología aceleró también esos tiempos, quizá los países multiétnicos tienden a la atomización, quizá nunca estuvimos preparados para una democracia que recién fue universal y estable en 1983.
Esto no es una predicción, porque sería como decir que alguna vez el Sol colapsará: pasará, eventualmente. En nuestro caso, me pregunto hasta cuándo miraremos para otro lado con lo que nos toca.
Sí, nuestra responsabilidad y no me refiero a votar como el ojete. Me refiero a mantener el silencio cuando alguien defiende una barbaridad.
Sí, hay análisis filosóficos que afirman que la Pandemia potenció el rechazo de la gente entre sí por algo tan básico como que el otro es el enemigo que nos puede contagiar. Pero lo nuestro viene de mucho antes. De muchísimo antes. Y creo, a la distancia, que la Argentina ha sobrevivido a todas sus luchas intestinas porque se dieron a fuerza de sangre. Cuando cobrás una trompada te vas a defender, sin pensar en si vale la pena.
Hoy nos estamos disgregando más rápido de lo que percibimos porque ya no nos importa. ¿Cuánta gente viste en situación de pobreza esta semana? Ya ni los registramos por cuestiones elementales de supervivencia. ¿Existen homeless en todo el mundo? Sí, pero para nosotros es un fenómeno relativamente nuevo. Cuando yo era chico, el tipo en situación de calle era el linyera del barrio, un anarquista o un loco. Nuestro punto de comparación debe ser con nosotros mismos. Si no me creen, preguntenlé a cualquier inmigrante latinoamericano sobre la inseguridad: para ellos esto es un páramo, para nosotros es insufrible porque conocimos otra cosa.
No te calles. Si alguien no piensa en tu susceptibilidad al decirte lo que cree sin que se lo preguntes, ¿por qué deberías dejarlo pasar? Te lo dijo a vos en un taxi, en un comercio, en un bar, no lo tiró en Twitter sin arrobar a nadie. No te calles, decí lo que pensás de la realidad que te rodea. No preguntes a quién votó el que se queja: preguntale si al menos fue a votar. Los niveles de abstención electoral argentinos son alarmantes para un país donde rige la obligatoriedad.
Evangelizá el respeto: respetá y hacete respetar. Huí del psicópata, no te rías del que votó desde la ignorancia o la coerción. Para reirte ya tenés a los ultraeducados que se comen los piojos sin la teta eterna del Estado y, así y todo, tienen que militar la miseria porque tienen miedo de dejar de tener cámara, de alejarse del calorcito del Poder.
Cuestioná a todos, incluso tu esquema de valores. Un país no es una Iglesia e incluso en el catolicismo hay miles de interpretaciones entre congregaciones, corrientes y órdenes. No hay dogma en la organización social más que el respeto a la vida, la libertad y la propiedad ajena. Y para garantizar cada uno de ellos hay que educar y predicar. Exijamos educación cívica. Para todos. En todos lados.
Esta probado que personas que sufrieron algún tipo de abuso infantil -violencia física, psicológica y/o abandono- tienden a votar a líderes mesiánicos fálicos y de tendencias autócratas, protectoras y violentas. Es curioso que la mayoría de los ejemplos de esta clase de líderes también incluya infancias de mierda.
Seamos amables con nuestros hijos y con cualquier niño que nos crucemos. Y reclamemos educación de calidad con la misma fuerza con la que exigimos una economía ordenada. Para todos, para cualquier edad. No es normal que, donde solo hay un hecho judicial, casi todos vean venganza: unos festejan sin conocer la causa, otros denuncian persecución sin conocer la causa.
Si no lo hacemos por solidaridad, que al menos sea por egoísmo: alguien tendrá que pagar nuestras jubilaciones. Y si no sabemos cuántos podrán pagar, imaginen el bardo de tener los aportes en un país que dejó de existir. Sí, ya sé que la Constitución impide la secesión de provincias. Pero hay tantas cosas que prohibe y nadie le da bola, que no entiendo cómo alguien puede argumentar con la Constitución bajo el brazo cuando siempre la tomamos solo como un listado de sugerencias.
De hecho, cada provincia podría ser independiente sin ningún tipo de secesión. Es más, debería cada provincia poder auto sustentarse, porque ese fue el primer nombre que tuvimos: Provincias Unidas. Pero, claro, también lo olvidamos.
Hoy nuestra bandera es sinónimo de protesta. Solo la vemos en marchas, por si no lo notaron. Hay que meterle garra antes de que también olvidemos que somos argentinos. No todo está perdido. Todavía.
En fin… ¿En qué estaba? Ah, sí: ¿Qué es lo que te hace ser argentino?
(Va por vos. Como todos. Felices Quince.)
© Relato del Presente
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