Por Arturo Pérez-Reverte |
Más o menos desde mediados del siglo III después de que naciera Jesucristo, el Imperio Romano se iba al carajo. El siglo IV ya sería luego la pera limonera, pero todavía estábamos en el otro, cuando el cadáver aún se descomponía despacio. Lo bueno (o lo malo) que tienen los imperios es que tardan en caer del todo, y mientras caen ocurren muchas cosas. En cualquier caso, para la antes omnipotente Roma todo el pescado estaba vendido, o casi. El imperio era la descojonación de Espronceda: se fragmentaba en parcelas locales medio autónomas y cada cual iba a su bola.
La ciudad de Roma, teóricamente caput mundi, era cabeza nominal de un mundo cada vez menos romano. Los emperadores, que ni siquiera vivían todos en ella, compartían poder con otros emperadores, repartiéndose las zonas hasta el punto de que hubo varios al mismo tiempo. De esa época data un hecho importante: la creación en el año 285 de un mando doble sobre la zona occidental y la oriental del imperio, con dos emperadores (augustos) y dos ayudantes (césares). A eso se llamó tetrarquía, o gobierno de cuatro (si Octavio Augusto o Tiberio hubieran levantado la cabeza y visto eso, les habría dado un derrame cerebral). El caso es que entre el siglo III y el IV, además de dividirse administrativamente en dos, el imperio ya era una confederación de ciudades autónomas y amuralladas, cada una por su cuenta, mientras los bárbaros apretaban en el limes. Y tal era la presión de germanos, sármatas y otros inmigrantes por las bravas, que se cambió la táctica defensiva rígida y atrincherada por otra elástica, con legiones retiradas de las fronteras y situadas en el interior, dispuestas a intervenir donde se las requería. De aquellos legionarios y sus jefes, pocos nacían en la península itálica y muchos eran reclutados entre los mismos bárbaros. Para tenerlos contentos, pues eran el auténtico poder, a los soldados se les permitía dormir fuera del cuartel y organizarse como en sindicatos, con lo que la disciplina se relajaba mucho. Los emperadores eran militares profesionales de oscuro origen que ni siquiera tenían que hacer política en la capital: salían elegidos por la cara, directamente de la tropa. Nombrados por sus legiones, se enfrentaban a otros emperadores y algunos duraron tan poco que la Historia apenas retuvo sus nombres. Los hubo que reinaron tres semanas, y uno (escándalo para la época) era hijo de un esclavo liberto. Por lo demás, el imperio se tambaleaba tanto por la presión exterior como por la anarquía interior. Con el derrumbe de las estructuras estatales, todo era un sindiós difícil de administrar y la economía iba al desastre (El tiempo se nos escapa sin remedio, habría escrito otra vez Virgilio, de ver aquello). Exhausta la plata de las minas hispanas, sin riquezas que saquear mediante nuevas conquistas, con una feroz competencia de los imperios que en Oriente crecían ajenos al romano (Persia, la India), la forma de ingresar viruta eran los impuestos, abusivos y con multas escalofriantes a quien el Estado trincaba en sus fauces; hasta el punto de que bajo el dálmata Diocleciano (uno de los pocos emperadores competentes de esa época, quien retrasó veinte años la decadencia) se dieron los primeros casos documentados de evasión fiscal: ciudadanos romanos, tanto millonetis como gente modesta, cruzaron la frontera para instalarse en tierras bárbaras. La clase media fue machacada y el campo se despobló entre campesinos arruinados, desertores, bandoleros y recaudadores de impuestos más malos que el sheriff de Nottingham. La palabra democracia era ya pretérito pluscuamperfecto. La distancia social entre los emperatas y el pueblo fue tan enorme que empezó a darse un curioso fenómeno de igualdad por abajo, entre gentes hermanadas en la pobreza. Junto a la falta de confianza en la vida terrenal, eso favoreció la extensión del cristianismo, que aparte de perdonar culpas y dar de comer, que no era ninguna tontería (las comunidades cristianas practicaban la asistencia social), prometía una feliz vida eterna (lo que tampoco era moco de pavo). Y así, entre pitos y flautas, llegaron un momento y un personaje decisivos. El momento fue a comienzos del siglo IV, cuando el imperio tenía siete emperadores que andaban puteándose y asesinándose entre sí. Y uno de ellos, proclamado emperador en Britania y la Galia, iba a dar un toque decisivo a la historia de Roma y la futura Europa. El fulano se llamaba Flavio Valerio Constantino (Constantino para los amigos). Y el 28 de octubre de 312 derrotó a su rival más poderoso, un tal Majencio, con tropas que llevaban la cruz cristiana y la consigna In hoc signo vinces (con esta señal vencerás) en los estandartes. Pero eso, señoras y señores, requiere un capítulo aparte.
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