Por Gisela Kozak Rovero (*)
Cuando yo estudiaba Letras en los años ochenta, Mario Vargas Llosa visitó Caracas y ofreció una charla en la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad Central de Venezuela. El auditorio estaba a reventar de gente, especialmente de estudiantes. Años antes, Julio Cortázar había llenado el Aula Magna de la misma casa de estudios, con un aforo de unas tres mil personas. Los escritores eran una suerte de estrellas de rock: convocaban multitudes, se entrevistaban con presidentes, hablaban para la televisión y eran escuchados hasta por la gente que no los había leído.
En los años cuarenta, Rómulo Gallegos se convirtió en el primer jefe de Estado venezolano elegido por votación universal, directa y secreta; su fama de escritor constituyó la mejor carta de presentación. El ciclo novelesco de Gallegos resultaba inaccesible para un gran número de venezolanos analfabetas, pero igual se sabía quién era el autor de Doña Bárbara.Gabriel García Márquez se tuteaba con dictadores como Fidel Castro y era el ídolo del primer mandatario estadounidense Bill Clinton, por no hablar de sus entrevistas a presidentes como Carlos Andrés Pérez y Hugo Chávez. Gabriela Mistral y Pablo Neruda, premios Nobel, contaban con un público popular que recitaba sus versos de memoria. Los funerales de Víctor Hugo en Francia y de Amado Nervo en México convocaron multitudes. Octavio Paz y Carlos Fuentes fueron referencias internacionales, con todos los amores y odios que ello despertaba; también los franceses Jean Paul Sartre, Albert Camus y Simone de Beauvoir.
Que Boris Pasternak no recibiera la autorización de la Rusia soviética para recibir el premio Nobel causó consternación. Pasternak, al igual que Anna Ajmátova, vivieron el acoso del poder, inconforme con su obra. Los seguidores de la poeta memorizaban sus poemas aprendidos de copias manuscritas porque se le prohibió publicar. La importancia concedida a los escritores durante la dictadura de Stalin, quien los definió con la infeliz metáfora de ingenieros del alma, significó paralelamente la ruina personal de muchas voces y su prestigio internacional. No es casualidad que León Trotsky, nada más y nada menos que jefe del ejército rojo en los años veinte del siglo pasado, les concediera un rol preferente en la construcción del socialismo y escribiera sobre el tema. Los afanes de control de las dictaduras de distinto signo señalaban, paradójicamente, su respeto a los efectos de la literatura como práctica cultural. Como bien señala Mercedes Monmany en Sin tiempo para el adiós, el ascenso de Hitler empujó al exilio a lo mejor de la literatura alemana de esa época, con nombres como Thomas Mann o Stefan Zweig; sus textos caerían en el mismo saco en el que cayeron las esculturas y pinturas presentadas en la exposición de arte degenerado, organizada por los propios nazis. Leerlos a escondidas significaba un acto de resistencia.
Instituciones educativas, gobiernos, editoriales, medios de comunicación y público se daban la mano al concederle a la imaginación literaria una comprensión superior del mundo; el arte y la literatura formarían las sensibilidades de los hombres y mujeres de las naciones emergentes y consolidadas, de los países revolucionarios y de las elites intelectuales. Los escritores se convirtieron en faro y guía de la nación y la juventud, maestros de una sabiduría basada en el poder de la letra, depositaria del destino de la cultura. Con la crisis de la esperanza infinita que significó el siglo XX en el mundo y con el auge de los medios de comunicación, la importancia de la literatura y de los escritores disminuyó. Por ejemplo, la revolución bolivariana jamás se interesó en los escritores. Los medios de comunicación, en especial la televisión, copaban su atención, a diferencia de su régimen homólogo cubano, siempre atento a lo dicho y escrito por sus narradores y poetas. Solo los países más absurdamente autoritarios siguen pendientes de estos temas, al estilo del chino o del nicaragüense, capaz de prohibir la última novela de Sergio Ramírez.
Sería muy fácil afirmar que esta pérdida de relevancia cultural se conecta con el cuestionamiento del rol del intelectual en la esfera pública. Tiene relación, pero va más lejos: el culto al genio ha desaparecido. La exaltación de la inteligencia y el talento, propia del ideario romántico decimonónico, que atravesó el siglo veinte en manifestaciones tan distintas como la ciencia, el arte, la literatura y el pensamiento, ya solo se manifiesta en la adoración de las figuras deportivas. El cuerpo es el depositario del talento comprobable, parece decirnos esta época. En otras áreas la legitimación es mucho más relativa, con la excepción de la ciencia, cuya dificultad la deja fuera del alcance de la mayoría. Todos somos artistas, escritores y pensadores: las redes sociales, los blogs y la “fan fiction” desarrollada a partir de obras como las del ciclo de Harry Potter (J.K. Rowling) así lo indica. Cualquier youtuber que escriba un libro tiene mucho más lectores que un escritor o escritora de lo que convencionalmente se considera literatura.
La pulcritud ideológica de izquierda y de derecha exige a los escritores de fama mundial ser comedidos y cuidadosos en sus opiniones. Gente que jamás ha leído a Vargas Llosa lo condena por sus ideas políticas, lo cual me recuerda a algunos comunistas risibles que no leían a Jorge Luis Borges, considerado un hombre de derecha. No importa su genio, porque el genio es visto con desconfianza y la mediocridad es virtud. Por supuesto, sigue existiendo un público literario exigente y con lecturas, respaldado por editoriales interesadas en este tipo de arte verbal; se trata de un circuito minoritario amparado por revistas y suplementos culturales a los que se les van recortando las páginas. Como decía Borges en su ensayo “Los clásicos”, los grandes nombres de la literatura del pasado pueden devenir en páginas muertas. Ya está pasando: ¿acaso James Joyce o Proust, exaltados por su audacia verbal, son leídos en las escuelas de Letras y los postgrados de literatura? Crear un nuevo mundo con la palabra es ahora prerrogativa, como dije en el primer artículo de esta serie “La literatura no es lo que era”, de los escritores arraigados en los mitos del pasado, estilo George R. R. Martin (Canción de hielo y fuego).
No hay nostalgia ni crítica en mi comentario, solo constatación. Se trata del fin de una épica del artista y del escritor, propia de una época histórica que creyó en el poder de la innovación simbólica tanto como creyó en el poder de la política para reconstruir un mundo a la medida de los deseos de los hombres y mujeres comunes.
(*) Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México
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