Por Carmen Posadas |
Siempre he sido anglófila. De joven creía en las virtudes de la cultura anglosajona con las fe del carbonero y también con la admiración esnob de quien piensa que alguna vez será aceptada en el selecto club del “one of us” (uno de los nuestros). Pero eso fue hace muchos años, cuando estaba interna en Oxford. No tardé demasiado en darme cuenta de que un inglés jamás consideraría a una medio sudaca-medio hispana como yo uno de los suyos. No me importó. Para entonces ya había logrado comprender que lo que yo admiraba de los hijos de la Gran Bretaña no era lo que son en realidad, sino la idea de sí mismos que han logrado vender al mundo.
A diferencia de los españoles, que siempre nos hemos especializado en ser nuestros peores propagandistas, los ingleses han logrado convencer al mundo de que son como ellos dicen que son: los campeones del fair play, de la honorabilidad, de la rectitud y de la palabra dada. Esto tiene más de espejismo que de realidad, potenciado además por un defecto que yo, por cierto, siempre he considerado una gran virtud. Hablo de la hipocresía. Como creo haberles comentado en alguna ocasión, soy de la escuela de La Rochefoucauld, y pienso que la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud. Dicho de otro modo, facilita las relaciones humanas (¿se imaginan que fuéramos por ahí diciendo lo que de verdad pensamos? El mundo sería un lugar invivible).
Pero la hipocresía tiene otra ventaja adicional. Consigue que personas poco virtuosas, para parecerlo, acaben comportándose de modo positivo. Un inmisericorde tiburón de los negocios, por ejemplo, se convierte en mecenas de las artes o de la ciencia, un egoísta redomado juega a espléndido y da millones a Cáritas, y un frívolo insustancial mejora su imagen haciendo algo por la sociedad. Santos hay pocos en esta vida pero no está mal que los que no lo son jueguen a buenos. Dicho esto, la hipocresía tiene sus reglas, sobre todo en Inglaterra. Allí se sabe que pueden coexistir en una misma persona virtudes públicas y vicios privados, y no pasa nada mientras los segundos no trasciendan. Pero ay del hipócrita si sus pecadillos salen a la luz Entonces no hay perdón y menos aún si recurre a la mentira. De ser así se convierte en un paria, en un cadáver político, porque faltar a la verdad en el mundo anglosajón es -o al menos era- la más grave de las faltas. Si me he ido por las ramas hablando de mi anglofilia, de mi admiración por cómo ellos manejan los vicios privados y las virtudes públicas, es porque me tiene estupefacta lo que está ocurriendo con Boris Johnson. Por supuesto no me sorprende nada que diera fiestas en Downing Street durante la pandemia, tampoco que infrinja sus propias disposiciones y órdenes (los niños de colegios elitistas siempre piensan que la reglas no van con ellos) Ni siquiera me escandaliza que mienta en el Parlamento y que se niegue a dimitir; de un tramposo redomado qué se puede esperar.
El dato nuevo (y muy inquietante) es que se le tolere este tipo de conducta. Que Scotland Yard le haya puesto una sanción leve; que La Cámara de los Comunes tomase medidas más severas contra él; que su propio partido no diga ni mu y que solo el 7 por ciento de los británicos crea que el asunto le costará el cargo. ¿Qué pasó con el fair play británico? ¿Qué fue de esa regla no escrita según la cual miramos para otro lado hasta que nos pillan pero si nos pillan no hay perdón, porque la sociedad necesita protegerse? Ya sé que la actitud de Johnson de ponerse de perfil, aguantar el chaparrón y esperar que escampe da buenos réditos (que se lo digan si no a Sánchez, que la practica a diario con todo tipo de tropelías). Lo que me preocupa es el hecho de que actualmente salgan gratis este tipo actitudes. Que haya desparecido, no solo en España y en Inglaterra, en el mundo entero, la condena social. Puede parecer una hipocresía más pero la condena de la opinión pública es un mecanismo fundamental y un gran logro de la civilización. En las autarquías no existe o es irrelevante, los sátrapas pueden hacer lo que les dé la gana. Pero en las sociedades democráticas es el freno natural a los abusos de poder. La Rochefoucauld lo explicaba de otra manera. Según él el vicio solo triunfa en la medida que se lo permiten los demás.
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