Por Guillermo Piro |
Cuando yo era chico en mi casa no se leía mucho. No había una biblioteca, o mejor dicho había, pero era un mueble donde entraban objetos de la más variada especie y que, entre esas cosas, permitía alojar una gruesa Enciclopedia Salvat, El médico en casa y la inefable Lo sé todo, que todavía atesoro. Esto significa que cuando los libros comenzaron a abrirse camino en la casa fue primero de la mano de mi hermana y luego de la mía.
Y esto significa que la entrada en la mansión Piro de cualquier libro de otra procedencia llamaba mucho la atención. Así fue como a comienzos de los 80 mi padre introdujo en el circuito un libro que solo él podía haber traído: El principio de Peter, del Dr. Laurence J. Peter.
Solo debido a su entrada por la vía lateral el pequeño libro llamó de inmediato mi atención (y la de mi hermana), y debo confesar que su lectura me deparó una serie de sorpresas a las que aún, ocasionalmente, me sigo refiriendo. El principio de Peter, como todo buen principio, era simple, y creo que tuvo su influencia en las normas posteriores relacionadas con la gestión de recursos humanos en los Estados Unidos. Básicamente lo que Peter decía era que uno, en el mundo laboral, asciende hasta su nivel de incompetencia. Si un cadete es bueno, lo ascienden a aspirante a auxiliar. Si como aspirante a auxiliar es bueno, lo ascienden a auxiliar. Si como auxiliar es bueno, lo ascienden a jefe. Si como jefe es malo, se queda ahí.
Lo que sigue no tiene nada que ver con el principio de Peter, pero viene a mi mente cada vez que creo necesario mirar las cosas desde otro ángulo. O mejor, aristotélicamente hablando: desde afuera. Cuando se habla de lenguaje inclusivo (cuando se discute más bien: ya nadie habla) se salta, a mi entender, algo fundamental, esto es, la necesidad imperiosa de ser aceptado por el Estado, como si ello, referido a la lengua, tuviera alguna importancia. En todos los años que llevo de vida propuse y vi proponer cambios, articulaciones, motes, apodos, heterónimos y apelativos de todo tipo, pero nunca a nadie se le había ocurrido esperar que algo de aquello fuera aceptado no digo ya por el Estado, sino ni siquiera por la RAE. Más bien al revés: su razón de ser residía (en realidad sigue residiendo, hablo en pasado por pura concordancia) en deambular por fuera del lenguaje, por colectora, se podría decir, por la vía viva de la lengua, la del hablante que no debe rendir cuentas a nadie ni aceptar explicaciones de nadie. De algún modo, eso hacía del lenguaje el único terreno donde se podía ser irremediablemente libre: en cualquier momento, a lo sumo en voz baja pero en cualquier momento, uno puede decir lo que quiera (y reírse de lo que quiera, y mofarse de lo que quiera) sin esperar por eso la bendición del Estado protector (ni siquiera un Estado protector al estilo escandinavo: un Estado protector latinoamericano, algo contradictorio como la inteligencia militar).
Algo volvió al hablante sumiso y esclavo, necesitado de protección, aceptación, amante de los controles y los informes, de los prontuarios, los formularios y las declaraciones oficiales, al punto de aspirar a aparecer en ellos. Algo lo volvió un burócrata. Y al punto de darle una importancia vital a la aceptación de cuatro o cinco palabras en el plan educativo de la niñez de una ciudad. Es algo que ni siquiera aspira al rango de tontería: se trata de algo mucho más subalterno y exterior, algo que anula todos los esfuerzos del pasado, desde los más progresistas hasta los más terroríficamente reaccionarios. Como cuando Hugo Wast implantó la enseñanza de la religión católica en todas las escuelas del país. Al lado de la aspiración de los hablantes inclusivos Hugo Wast era progresista: la enseñanza de la religión cristiana no era obligatoria. En otras palabras, como diría Laurence Peter: la ineficacia y la irresponsabilidad circula por arriba. El lenguaje, libremente, se mueve debajo.
© Perfil.com
0 comments :
Publicar un comentario