El tipo entra a un bar roñoso, medio oscuro, con olor a empanadas fritas y a algún vino tinto medio fuerte de color, debido quizás, al exceso de tanino en su hechura.
Hay algún jolgorio en dos mesas juntadas para que no quede fuera de la ronda ninguno de esos viandantes que, cada tanto, se sientan a descansar la noche y a gozar los viejos sánguches de miga o aquellas entrañables empanadas.
Cada tanto, uno de voz medio ronca, mete la mano en el bolsillo de un saco bastante lustroso por el uso, y saca un papel y, con su estentórea ronquera, dispara un buen par de versos. Aplauden por allí y por aquí. Otro, más veteranos, casi elegante en su saco de corderoy oscuro, se pone de pie ante el silencio del resto de los comensales y, con voz también oscura, lenta y como eligiendo lo que va a decir, se dirige al lanzador de versos y le apunta: “Me gusta, me gusta bastante, pero...” Dicho este “pero”, todo el mundo dirige sus sentidos al que habla, esperando la resolución del conflicto que, seguro, surgiría tras el casi doctoral “pero”. “Yo te diría -continúa el hombre- que le saqués ese adverbio al último verso y ahí, sí, te va a quedar justito, nomás...”.
Todas las miradas confluyen ahora hacia el autor de los versos, esperando, posiblemente, una respuesta medio airada: “¿Sí? ¿A vos te parece?” Silencio. Y de pronto: “¡Ya lo saco...y gracias, cumpa!”, contesta, ante la explosión de algarabía generalizada que se contagia a los otros concurrentes. Los de la mesa original se muestran, luego, papeles con poemas y le alcanzan algunos al que corrigió, tomando, cómo no, unos buenos vasos de vino, de esos vasos de vidrio grueso que si se caían al suelo, no se rompían ni por casualidad. Salvo, claro, que como decían algunos: “Si cae boca abajo, ya vas a ver cómo revienta”, algo que nunca supe si era verdad con ese tipo de vajilla.
Escenas como estas conocí hace muchos años en la Salta que hoy ya no existe. La situación solía repetirse en confiterías y bares mas elegantones que, casi nunca, cerraban sus puertas durante la noche y crecían en aquellos sitios (los venidos a menos y los elegantones), miles y miles de poemas por día, cuando no canciones que después harían famosos (o no) a quienes las componían o a quienes las cantaban.
Y uno iba de un lado a otro. Porque la cosa era que todo comenzaba muy temprano, a veces. No todo era pura nocturnidad, aunque se prefería, claro. Pero había medias mañanas, mediodías, y hasta alguna tardecita que se colaba de tanto en tanto.
Yo, supe así, de un Manuel J. Castilla en un bar de la calle Balcarce. Yo lo admiraba de lejos nomás, y escuchaba sus ingeniosas salidas así como los “chuzazos” que de tanto en tanto le propinaba Luis Andolfi. Y allí, con Andolfi, quizás comenzó una larga historia donde los amigos extraños, locos, ingeniosos y geniales comenzaron a acariciarme el lomo de la vida. Con Andolfi, lleno de asombroso ingenio, además, compañero de trabajo en el diario El Intransigente, apareció Hugo Ovalle, renegón, intolerante con la estupidez, peleador por sus convicciones, vehemente, irremediable gran poeta y, con el tiempo, mi hermano.
Andolfi (“Luchín”) me entregó, generosamente y después de varios años, los prólogos de mis dos primeros libros de poemas. Con Hugo sacudíamos las noches de un lado a otro y pergeñábamos proyectos de los cuales era él el ideólogo y yo lo secundaba sin cuestionamientos. Proyectos amplios, impresionantes, generosos y de los que participaron y se acogieron casi todos los miembros de la comunidad artística salteña. También, claro, conocí a la compañera de Ovalle, Chicha, y a su hijo Esteban que aún me llama casi en forma cotidiana diciéndome “Flaquito”, aunque yo ya no lo sea tanto.
Llegaron también, casi de la mano, Raúl Rojas, “Rojitas”, eterno “poeta joven”, siempre presto a la mano hermana, y otro grande como el “Negro” Benjamín Toro. Ambos entrañables también. Y Walter Adet, Antonio Nella Castro, Hicho Vaca, Melania Pérez (a que había conocido muy jovencita en Orán), Miguel Ángel Pérez, “Perecito”, Osvaldo Juane y mi recordado Jesús Ramón Vera, editor y constructor de mi primer libro de poemas y nocturnal visitante de mi casa.
Hace un par de años, una llamada telefónica me trasladó justamente, a ese Orán donde había conocido a Melania cuando ella se alejó de “Las Voces Blancas”: era la voz inconfundible de un compañero de luchas y parrandas al que hacía 50 años que no veía, Pedro Horacio Carrizo, quién a su vez sirvió como puente mágico hacia otro amigo del alma pero esta vez en el querido Jujuy de mi nacimiento: Ricardo René Martínez, conocidos de adolescentes en la brava estudiantina jujeña del Colegio Nacional y la Escuela de Comercio. Con Ricardo volví a encontrarme, muchos años después en Jujuy, los dos como periodistas, los dos como creadores. Un tipo de una exquisita brillantez. Y también, gracias a Pedro, volví a recibir la simpatía y bonhomía de Julio Coronel, firme operador de radio cuando yo inauguraba mi fe en el oficio de periodista. Fue (y es) un gran compañero. De esos de antes y, además, buen cantor.
Más acá, en los años que sobrevinieron, en el canal de televisión jujeño en el que me desempeñé casi seis años, tuve el acompañamiento y la férrea voluntad de trabajo de Jorge Berrondo y el querido Oscar Gómez con quienes transcurrían mis jornadas de laburante esforzado para desembocar, al filo de la medianoche, en el restorán “Manos Jujeñas”, de Carlos Joaquín, un amigazo de siempre.
Por supuesto, llegaron muchos más que me hicieron entender el valor de los tiempos, de las palabras y de los afectos. Unos con poesía y con canto, otros, con el trabajo y el sustento del hambre y otros, solamente estando, nomás.
No quiero concluir sin mencionar a dos afectos imprescindibles en mi vida. Néstor Salvador Quintana y Rodolfo Echenique. El primero, al que conocí cuando yo tenía apenas 16 años, fue el que acompañó mis caminos, en cada trecho, en cada rincón escabroso, en cada momento llano. Con él hicimos todo lo que, como colegas y amigos podíamos hacer: desde dirigir medios de comunicación a escribir libros y hacer entrevistas y reportajes a granel.
En cuanto a Echenique, supe de él la ternura del hombre del campo, sus silencios, sus empeños, sus dolores y su mano siempre extendida, siempre, sin grupos ni zonceras, realmente puesta en el otro, como si fuera en él la obligación de alguna extraña unción religiosa. Con los años, se convirtió en mi suegro.
No es esta una nota enjundiosa. Es, simplemente, una nota que consideré insoslayable. Insoslayable para mí y, también, para estos amigos a los que tengo el deber de hacerles saber que, en este punto de mi vida, fueron tan necesarios para poder seguir, para no detenerme, para no caminar distraído por vaya uno a saber qué senderos (muchos o pocos) que nos vayan quedando por andar, aún. Muchos de ellos no están ya, pero algo, alguien, debe mensajearles el alma con este recuerdo mío.
Espero que reciban ésta, mi sangre, con el mismo espíritu con que todavía anda en mis venas, en lo que soy.
A todos ellos, gracias, amigos...
© Agensur.info
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