Por Jorge Fernández Díaz |
En pleno fragor, justo cuando los argentinos contemplen con el aliento cortado los primeros resultados de las urnas y piensen con angustia en su destino fatal, se cumplirán exactamente veinte años de aquella admonición. La formuló José Nun durante una larga y espinosa entrevista que publicamos en este diario, y cuando el matrimonio gobernante la leyó de punta a punta no dudó en convocarlo de urgencia a Balcarce 50 para que ampliase sus teorías, para otorgarle enseguida un estatus de ideólogo y para ofrecerle finalmente un cargo en el gabinete nacional.
El brillante politólogo –discípulo de Alain Touraine, amigo de Eric Hobsbawm y jefe de Ernesto Laclau– se hizo algunas ilusiones, pero salió profundamente descorazonado de esa experiencia al advertir que la pareja santacruceña tendía a destrozar el sistema republicano y a crear un “despotismo electivo”. En los inicios de ese ciclo, Nun advirtió que el flamante presidente debía “reparar un barco en alta mar”. Que no tenía la oportunidad de meterlo en un astillero, y que toda esa operación a cielo abierto era muy delicada, puesto que el barco en cuestión estaba rodeado de buques enemigos y navegaba en un océano infestado de tiburones; tenía saboteadores dentro de su propia tripulación y había que cambiar el rumbo sin equivocar ningún detalle: no había derecho a fallar; cualquier mínimo error podía hundirlo. Teniendo en cuenta que a los Kirchner les quedaban todavía intactas las fuertes inversiones en estructura que la convertibilidad les había legado y que la administración duhaldista les había ahorrado las crudas correcciones de 2001 y sus postrimerías, no parece a la distancia un momento tan dramático, aunque tal vez efectivamente lo era dado que permanecían muy frescas las convulsiones de aquella debacle. Lo cierto es que Pepe Nun describía allí las riesgosas maniobras náuticas y prevenía los peligros de un probable naufragio. Hoy la pregunta más apremiante sería: ¿cómo hará la próxima administración republicana, si tiene la oportunidad de acceder al poder, para reparar ese mismo barco, pero bajo condiciones objetivas aún mucho más adversas? Porque ahora no solo hay enemigos externos y saboteadores internos, olas gigantescas, tiburones y escasa tolerancia a la mala praxis, sino que además el motor está fundido y el casco seriamente dañado, y se cierne sobre la nave un tifón que haría palidecer a Conrad. A los niveles de pobreza, indigencia e inflación, la escasez de dólares, la bomba de pesos, las deudas pendientes, el cepo a todo, la devastación de la industria y la educación, y el enorme daño reputacional, se agregan un Estado vasto, inepto y copado por militantes en violenta resistencia, la balcanización de las organizaciones sociales y la reinstalación plena del narco. Un huracán que reduce la pesadísima herencia de 2015 –inicio de todos estos problemas– a una mera tormenta tropical.
Los principales dirigentes del frente opositor son conscientes de la necesidad imperiosa de un programa económico; en eso trabajan especialistas de las cuatro fundaciones. Pero una cosa es contar con una hoja de ruta y otra muy distinta consensuar un plan político que la haga sustentable y también una narrativa persuasiva que compre tiempo y atempere los dolores de parto, que no serán pocos, para una población que ya cree haber sufrido lo máximo y no tiene espacio psicológico ni operativo para nuevos disgustos, aunque sea necesario meterla todavía en el quirófano para salvarle la vida. En esas condiciones, este “republicanismo sin plata” más que un relato deberá pensar un alegato. Porque será nuevamente culpable hasta que demuestre lo contrario, porque los electorados de hoy son cortoplacistas y más impacientes que nunca, y porque nada será posible sin una argumentación convincente y un líder emocional. En Historia de Sarmiento, Lugones describe a su héroe como “un esgrimista de tinta y papel”, pero cuando va a la esencia de su praxis asevera que el autor de Facundo era un “maestro de esta gran lección espiritualista: la patria y la civilización, son ideas. Y él demostraría con hechos, que son ideas materializadas, la determinación trascendente de la patria por la libertad. Tales fueron su doctrina y su lucha”. Ideas, y no meramente números en una planilla. Ideas defendidas con pasión, la única acción que enamora y contagia.
Nun, por su parte, les explicaba a los Kirchner el “factor Primo Levi”, que aplicado a nuestro país podría traducirse así: “Sería ingenuo imaginar que los procesos de deterioro social y moral que atravesó la Argentina han santificado a sus víctimas. Por el contrario, han degradado a muchas de ellas, y vuelve más necesario que nunca el debate público informado”. En aquella clase magistral que tanto impresionó a los Kirchner durante el comienzo de su era, el politólogo les aconsejaba articular “explicaciones accesibles y de fondo, que le permitan al pueblo entender” lo que estaba sucediendo; también la reconstrucción de una “identidad” argentina y una firme vocación por convocar a la “unidad nacional”. Néstor y Cristina, claro está, tradujeron todas estas propuestas conceptuales a su visión feudal: activaron un relato ficticio, utilizaron el setentismo y las organizaciones de derechos humanos para blindarse e inventarse una épica, se presentaron como la reencarnación misma de la patria y acentuaron una enconada división social: proponían una “unidad nacional” pero bajo a su mando, y los que discrepaban con el proyecto eran directamente cipayos, idiotas o “destituyentes”.
También Nun les sugirió que Felipe González y por lo tanto la socialdemocracia europea se deslizaban hacia el neoliberalismo –argumento del que luego se arrepentiría pero que los kirchneristas utilizaron a mansalva–, y les ofreció a un economista ignoto que acababa de ganar el Nobel y cuyas temerarias meditaciones sobre la Argentina les venían como anillo al dedo: Stiglitz, el padre putativo de Guzmán, afirmaba ya entonces que “la reducción del gasto público y el aumento del superávit fiscal los condenarían al desastre”. Entregarle en bandeja este bocado a un populista de manual equivale a darle a un ebrio las llaves de la bodega. Y practicar keynesianismo bobo sin preocupación por el ordenamiento macroeconómico ni como fenómeno de coyuntura; a tiempo completo, como dogma, y con indolencia frente a la superinflación y el deterioro de la moneda y el aparato productivo, un suicidio social y político del que aún no nos hemos rescatado. Famosamente, Santa Teresa afirmaba que se derramaban más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas. Las plegarias de Pepe Nun se atendieron en la Casa Rosada y de la peor manera, y le horrorizaban en los años finales de su vida, cuando se volvió un duro objetor de la “década ganada”. Lo curioso es que aquella pieza periodística que tanta influencia ejerció sobre la matriz del nuevo kirchnerismo contenía también un diagnóstico inquietante: el Estado debía ser reconstruido porque sin él no había capitalismo posible, y porque su devastación iba “acompañada del ascenso de las mafias”. Nun me explicaba allí: “Las mafias surgen en cualquier parte, y requieren un caldo de cultivo. ¿Cuál es el bien que ofrecen? Protección. La protección que no da la ley te la venden a vos las mafias”. Casi veinte años después, la ley no se cumple; el Estado se mostró negligente y las mafias han ascendido y, de forma directa o indirecta, lo han hecho bajo su arbitrio y amparo. Los republicanos deberían reflexionar largamente sobre esta condensación de ideas y paradojas, si es que pretenden clausurar una era decadente que se volvió muy oscura.
© La Nación
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