Por Julio María Sanguinetti |
La elección de Francia es bastante más que un episodio nacional. Fue una cita con el destino en un mundo que vive una mutación del proceso de globalización universal, que ha revelado la debilidad militar de Europa y la dependencia de una Rusia que agrede la institucionalidad internacional. Un triunfo de la señora Le Pen por cierto hubiera sido un peligroso vuelco francés a la derecha, pero mucho más que un rumbo político nacional, significaba poner en crisis la construcción europea, regalarle a Putin el triunfo de una admiradora y profundizar la crisis de la democracia representativa que venimos ya adoleciendo con alarmantes relámpagos.
El presidente Macron ratificó su mandato y no es poca cosa luego de un período con guerra, pandemia y ese confuso malestar ciudadano que expresaron en la calle, durante meses, los “chalecos amarillos”. Con todo, ya no obtuvo en esta segunda vuelta el 66,1% de 2017, sino el 58,5% y la derecha profunda subió del 33,9% al 41,5%, su mayor guarismo histórico. Detrás de ese resultado se esconden, además, tres realidades alarmantes: una abstención, especialmente juvenil, del 27%; un porcentaje, en la primera vuelta, del 45% de corrientes populistas de izquierda y derecha y el derrumbe de los dos partidos tradicionales de la Quinta República, el republicanismo de De Gaulle y el socialismo de Mitterrand, que sumados no llegan a la décima parte del electorado.
Es un resultado aun mucho peor que el de la fragmentación española, porque si Vox y Podemos jaquean a las dos fuerzas tradicionales, éstas aún resisten con mayorías relativas que mantienen una gobernabilidad operativa.
Son dos países referentes para nuestra realidad, por influencia cultural y proximidad de idiosincrasia. Con lo que se ratifica que la enfermedad populista no es solo latinoamericana sino que afecta al vasto espacio de la democracia occidental, donde el autoritarismo de Putin ha generado simpatías de derecha y una inexplicable complicidad de la izquierda, ignorante no solo de la pérdida de libertades sino de la instauración de un capitalismo salvaje y prebendario, que exhiben con grosería los millonarios rusos que se pasean por Europa.
Chile, en nuestro ámbito, es un ejemplo cumplido de las dificultades de un país con tradición democrática. Está en marcha una Constituyente que es un archipiélago de islotes variopintos de la opinión y un gobierno sin mayoría parlamentaria, elegido más por temor que por adhesión a su propia causa. No demasiado distinto a lo de Francia, entonces.
Todo ello nos reitera la preocupación institucional que hace años venimos denunciando y tratando de interpretar bajo el amplio titular de “crisis de la representación”. Figuras tan destacadas como Felipe González, en el ámbito político, o Natalio Botana, en el académico, han ahondado en ese debate, intentando abrir una brecha de racionalidad en una opinión pública progresivamente orientada por “influencers” más que por líderes, por redes más que por periodismo y por movimientos de minorías disconformes más que por reales partidos políticos.
Como si fuera poco una pandemia, ahora también una incierta guerra... La inesperada, abusiva y cruel invasión a Ucrania, retorna a Rusia al alejamiento de Occidente que luego de la caída de la Unión Soviética parecía impensable. En el orden de la cultura, a nuestra generación le provoca una profunda nostalgia, pensando en lo que fue Rusia para nuestra formación, con sus genios del 900. Si pensamos en la música, vivimos el deslumbramiento de Stravinsky, continuador de Rimski-Korsakov o el del romanticismo insuperable de Rachmaninov y Tchaikovsky. Ni hablar de la literatura, en que Dostoievski, Tolstoi y Chejov, luego continuados por Gorki (que conviviría con el nuevo régimen), eran nuestro santoral, que recién comenzaba a competir con Faulkner y los norteamericanos, Sartre y Camus entre los franceses.
Hace pocos días se levantó en París una exposición fantástica de la Colección Morosov, dos hermanos industriales que introdujeron a Rusia todos los grandes del arte moderno occidentales, desde Cézanne hasta Monet, desde Degas hasta Bonnard, que le decoró la casa. Otro gran coleccionista ruso de la época, Sergeï Chtchoukine, formó un impresionante conjunto de los modernos, cincuenta y cuatro obras de Picasso y treinta de Matisse, entre otros. Estos burgueses cultos, luego expropiados por la revolución, convivieron con la vanguardia cumbre del arte moderno, justamente nacida en Rusia, con Kandinsky, Malevitch, El Lissitzki, Chagall y mujeres geniales como la Popova y la Goncharova. Por cierto, nos quedamos cortos en este pantallazo, que simplemente viene a cuento de lo que fue el retraso que significó el comunismo en Rusia, en cuanto a libertades y creación y de qué modo, cuando ahora aleteaba una reincorporación a nuestro mundo, se abre este desgajamiento tremendo.
Entre tanto dolor, tantas vidas perdidas, no es reflexión menor el pensar lo que costaron y cuestan los autoritarismos rusos –los comunistas antes y los neozaristas de ahora– al mundo superior de la creación. Porque aquellos tiempos luminosos se desvanecieron luego de 1918 entre las sombras del realismo soviético y la anulación totalitaria de la libertad humana.
Como “aún guarda la esperanza la Caja de Pandora”, dijera Darío, soñemos –en medio de lágrimas– que la pesadilla pasará.
© La Nación
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