Por Pablo Mendelevich |
Es una verdadera novedad histórica lo que está pasando a nivel político institucional. Hay un presidente débil y un desencanto social mayúsculo, pero sin que se escuche –afortunadamente- al golpismo rugir, no al menos de la manera tradicional, esto es, que hubiera interesados en tomar precipitadamente el poder -detestable atajo- para hacer algo distinto de lo que está haciendo el presidente Alberto Fernández (que no es mucho). ¿Falta absoluta de ideas alternativas acerca de qué hacer con el país? ¿Madurez cívica?
Desestabilización sobra. Abunda, sobre todo, el chuceo. No es que Fernández no sea hostigado cada día, y no por terceros sino por sus propios socios kirchneristas bajo la eficiente conducción obstruccionista de la vicepresidenta. Lo que no se advierte es que ése u otros sectores políticos estén interesados en sustituirlo, tradicionalmente dos cosas que iban de la mano, ya avisaba Maquiavelo, la desestabilización y el propósito ulterior de hacerse del poder. Lo cual plantea una situación inédita difícil de entender con los viejos manuales, sencillamente porque la nueva lógica todavía no termina de revelar su sentido, en el supuesto de que tuviera alguno.
La oposición oficialista de Cristina Kirchner desgasta al gobierno que ella integra y que ella misma inventó, pero no hay indicios claros, por ahora, de que la erosión sistemática siga una hoja de ruta cuyo puerto de llegada sea de manera nítida la caída del Presidente. Puede pensarse que las cosas nunca se habían planteado de esta manera debido a que en el siglo XX se aquerenció el golpismo clásico protagonizado por el partido militar, autor de seis derrocamientos, hoy felizmente extinguido. Pero no debería olvidarse la añeja inestabilidad presidencial de factura exclusivamente civil inaugurada por Miguel Juárez Celman, quien primero perdió la presidencia y luego la buena relación que tenía con el marido de la hermana de su esposa, es decir con Roca, su antecesor y padrino político, con el que nunca más volvió a cruzar palabra. Juárez Celman fue el primer presidente obligado a renunciar por una crisis económica formidable. Hace de esto 132 años.
Fernández tampoco es Cámpora, a quien Perón removió mediante un golpe palaciego que delegó en su mayordomo, quien sustituyó al Tío con su propio yerno (recordemos, López Rega era el suegro de Lastiri; Cámpora, el hoy prócer del kirchnerismo, terminó como embajador en México, hasta que un Perón moribundo lo relevó mediante el último decreto que firmó en su vida, con tanta tirria que al hacerlo agujereó la hoja, de la que antes había hecho sacar el agradecimiento de forma por los servicios prestados).
Podría suponerse que Cristina Kirchner nunca lo mandaría a Parrilli a desalojar a Fernández porque la sumisión de éste a ella, vínculo dinámico que ahora mismo estaría por entrar en un cambio de fase, no guarda equivalencia con el sostenido servilismo de Cámpora a Perón. Que hoy no aparezcan las formas convencionales del fragote, lunfardismo apropiadamente olvidado, es lógico; si el Ejército soñara con sacar los tanques a la calle probablemente el primer dilema que tendría sería cómo cargarles nafta. Pero tampoco se advierte que Cristina Kirchner intente organizar a sectores populares para inocularle fervor a una eventual crisis institucional aligerada y menos que tenga ella la ambición personal de probar un sillón en el que se sentó más tiempo seguido que nadie, exceptuados Perón y Menem.
El único cambio de comportamiento que registró en los últimos meses consistió en un acercamiento a Estados Unidos operado desde el confort de su despacho, coreografía que hace juego con las nuevas insinuaciones instrumentadas por la honorable cámara a su servicio en los campos judicial y económico.
El Senado parece querer mutar hacia la figura de un Poder Ejecutivo franquiciado que se emancipó. Con semejante adefesio no pretende un cogobierno (el prefijo co significa acción en conjunto), más bien finge ser un gobierno paralelo que va para otro lado. La ortopedia constitucional kirchnerista de Juncal y Uruguay primero sacó la república matrimonial, después deslumbró con la fórmula vicepresidencial y ahora apura el lanzamiento de una Corte Suprema del tamaño de dos equipos de fútbol, vestidos, eso sí, con una misma camiseta, la cristinista. Todo esto mientras la ideóloga recoge títulos honoris causa por sus aportes a la democracia e informa que la Constitución que más le gusta es la del 53, la original, sin retoques, reformas ni cosas raras que le meten ruido y perturban su exquisita pureza.
El Senado tuneado no aportará soluciones a los problemas que enfrenta el país pero sirve para debilitar al Presidente, quien con sus propios zigzagueos (ahora se expandió, despacha en varios continentes) es un contribuyente intensivo de la autocorrosión. Lo de la vicepresidenta, mera cizaña. Nada que pueda ser considerado como objetivos políticos mensurables. Y ese es el punto. La cizaña, malformación no desarrollada de golpismo, nadie sabe muy bien para qué le sirve a quien la distribuye. Sin querer decir que un golpe de estado sea mejor que cizañar daría la impresión de que uno pertenece más a la dimensión política, la otra a la psicológica.
Quizás la mayor paradoja de todas es que a quien desestabiliza, más allá de la categoría, nunca le había quedado tan a tiro el objeto de sus desvelos, porque gracias al diseño invertido de la fórmula la objetora mayor del Presidente no es otra que su sucesora legal en caso de renuncia, enfermedad o muerte. Y no sólo eso: la siguiente en el tobogán de la acefalía es una dócil escribana que le responde a la vicepresidenta, Claudia Ledesma Abdala de Zamora, la presidenta provisional del Senado.
Lo habitual, cuando surgían diferencias en una fórmula, era que el presidente se deshiciera del vicepresidente fastidioso, inferior en la escala jerárquica, quien también podía ser a sus ojos un vulgar conspirador. Hubo toda clase de experiencias. Frondizi apenas tardó seis meses en echar a Alejandro Gómez. De la Rúa escaló el conflicto y lo perdió a Chacho Alvarez por el camino, seguramente sin darse cuenta de que ése era el principio de su propio fin. Ortíz lidió con Castillo todo lo que la diabetes terminal le permitió y al final perdió la batalla y la vida casi al mismo tiempo; ganó el vicepresidente, hasta que lo derrocaron en 1943. La pelea Ortíz-Castillo fue mucho más trascendente y más severa que la de Cristina Kirchner y Cobos, pero quedó enredada con el deterioro de la salud presidencial.
Quintana no le perdonó al vicepresidente Figueroa Alcorta su comportamiento en la Revolución de 1905 y le organizó una campaña de desprestigio. Sucedió que Figueroa Alcorta apareció secuestrado en Córdoba y bajo amenaza lo obligaron a decirle por telégrafo al presidente que debía renunciar, caso contrario los revolucionarios lo dejarían sin vice. Al final no sucedió ninguna de las dos cosas. Quintana ni se inmutó y Figueroa Alcorta salió ileso.
El único que no hizo nada con su vice rebelde y hostil fue Alberto Fernández. Es también el único presidente del mundo creado in vitro por su número dos. En innovaciones institucionales nadie nos gana.
© La Nación
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