Por Jorge Fernández Díaz |
En la soleada mañana del domingo último, alguien dejó rodar sobre las mesas de La Biela una extraña palabra: “Milei”. Mario Vargas Llosa, que había caído de sorpresa en esa clásica tertulia porteña, miró entonces fijamente a Juan José Sebreli, a quien conoció en París hace décadas, y esperó su veredicto. El viejo maestro le respondió rápidamente: “Un fenómeno juvenil”. Hablaba con doble sentido, porque al líder de los libertarios lo siguen muchos jóvenes y porque su proyecto político es todavía adolescente.
En los prolegómenos de La llamada de la tribu, el Nobel peruano hace un repaso por los grandes escritores liberales que lo fascinaron y anota algunas advertencias: “El liberalismo ha generado en su seno una ‘enfermedad infantil’, el sectarismo, encarnada en ciertos economistas hechizados por el mercado libre como una panacea capaz de resolver todos los problemas sociales. A ellos sobre todo conviene recordarles el ejemplo del propio Adam Smith, padre del liberalismo, quien, en ciertas circunstancias, toleraba incluso que se mantuvieran temporalmente algunos privilegios, como subsidios y controles, cuando el suprimirlos podía acarrear en lo inmediato más males que beneficios”. Vargas Llosa añade en la página 25 de su gran ensayo: “Esa tolerancia que mostraba Smith para el adversario es quizá el más admirable de los rasgos de la doctrina liberal: aceptar que ella podría estar en el error y el adversario tener razón. Un gobierno liberal debe enfrentar la realidad social e histórica de manera flexible, sin creer que se puede encasillar a todas las sociedades en un solo esquema teórico”. Luego de mostrar los vínculos y diferencias entre conservadurismo y liberalismo, y la base de coincidencias con la socialdemocracia, Mario puntualiza que su ideario no debe entenderse “como una ideología más, esos actos de fe laicos tan propensos a la irracionalidad, a las verdades dogmáticas, igual que las religiones […] No somos anarquistas y no queremos suprimir el Estado. Por el contrario, queremos un Estado fuerte y eficaz, lo que no significa un Estado grande”. Y de inmediato fundamenta: “El Estado debe asegurar la libertad, el orden público, el respeto a la ley, la igualdad de oportunidades”. Elijo exprofeso estas sentencias del autor de Conversación en La Catedral porque parecen refutar los núcleos centrales del dogma libertario, y porque este, para bien y para mal, se ha puesto de moda en la Argentina. La buena noticia es que ese grito exagerado sacude los cimientos de una sociedad fracasada y adormecida por el estatismo más cerril. La mala noticia es que, contra lo que se vocifera, el mercado –tampoco por cierto “el pueblo de Dios”, como plantean los ídolos e idólatras de Bergoglio– no puede estar de ninguna manera por encima de las instituciones republicanas. El mercado no es una deidad ni es por cierto el jefe de la democracia, a quien por otra parte le pone de vez en cuando los cuernos, como recuerda Felipe González, sobre todo con aquellas dictaduras militares de antaño y con estos despotismos siniestros del siglo XXI. El liberalismo político se alimenta de la política; no intenta cancelarla, como pretenden los populistas de diferente cuño. Modular la canción de la antipolítica –la casta, que se vayan todos–, es plantear también de algún modo la antidemocracia, y ese camino no solo puede conducir a nuevos delirios hegemónicos de partido único, aunque de signo contrario, y a renovados divisionismos demagógicos, sino que podría representar paradójicamente un nuevo freno para la prosperidad: a los inversores y a los ciudadanos de a pie les ponen los pelos de punta los extremos y los mesianismos. En un país anómalo, pendular y amigo de las simplificaciones y las desmesuras, la verdadera rebeldía no es de izquierda ni de derecha: es inexorablemente centrista, puesto que el sistema no debe romperse por ningún punto cardinal, sino reconstruirse con sumo cuidado –como se hizo durante la Transición española– desde el mismísimo centro para que por fin la república haga juego con las naciones más desarrolladas del mundo. Algo que los populismos militares y civiles jamás nos consintieron.
Cuestionar a la oligarquía estatal y a los nuevos poderes permanentes de nuestro país –alimentados por ochenta años de peronismo triunfante y feudalismo feroz, y caracterizados por una obscena formación de vastas burocracias con privilegios, por copamiento de sindicatos sin democracia ni decencia, por organizaciones de abyecto clientelismo y por mafias afines en diferentes planos y terrenos– no es únicamente sano y moral, sino operativamente imprescindible. Englobar en el problema a toda la dirigencia, incluso a la que con sus aciertos y errores plantó batalla contra ese modelo corporativo y mafioso y pagó las consecuencias, se parece demasiado al desdén maniqueo por la “partidocracia” con la que los nacionalistas más anacrónicos despachaban autoritariamente a cualquier opositor y lo consideraban parte del aborrecido “sistema demoliberal” (Perón dixit). Considerar el déficit fiscal –un tema muy grave– como el asunto excluyente de la Argentina, implica ignorar otros puntos de mayor calado y complejidad, como la red institucional que debe repararse para dar sostén a un capitalismo virtuoso y el intríngulis de la ingobernabilidad que solo la política, la pericia y la narrativa pueden conjurar por las buenas y nunca más por las malas. Hay dos maneras de no resolver un problema: negar su existencia o tener un mal diagnóstico, y recordemos que lo contrario de una estupidez puede ser otra estupidez tanto o más imponente.
Es por todo eso que los seguidores de La Libertad Avanza deben tomar una decisión muy seria, y deben hacerlo con premura. Hasta ahora el escenario autóctono se ordenaba en una dura disputa entre el campo populista y el campo republicano, y no se sabe con certeza al cierre de esta edición si los anarcocapitalistas –sumar la palabra “anarquía” a la palabra “caos” no genera buenos augurios– están dentro o fuera del republicanismo popular. Que no es un movimiento de las cúpulas sino una demanda transversal de las bases, donde hay de todo: librepensadores, conservadores, liberales, desarrollistas, socialdemócratas, radicales y hasta peronistas. Algunos de los mismísimos referentes de Juntos por el Cambio –con una peligrosa borrachera internista– olvidan en esta hora crucial que los votos no les pertenecen; la voluntad de las mayorías que los han respaldado les exige unidad y no dispersión, y una consistencia suficiente como para desplazar a la dinastía Kirchner y a sus infinitos cómplices, detener la decadencia y articular un “país normal”. No les interesan ni las ambiciones personales ni los ideologismos, y mucho menos una súbita ultraderecha que venga a sumar insensatez al prolongado sinsentido. ¿Son entonces republicanos los libertarios, o también ellos menosprecian esos “pruritos pequeñoburgueses” y solo les interesa la ortodoxia económica? ¿Dónde existen “paraísos libertarios” sin Estado ni instituciones fuertes e independientes, y sin diálogo político y negociación parlamentaria? También deberán reflexionar estas figuras fulgurantes acerca de si serán funcionales o no al Plan Aguantadero que prepara el kirchnerismo: la arquitecta egipcia cuenta con que Milei y sus adláteres bonaerenses la ayuden a fragmentar a la oposición y a volverla a ella más competitiva en el conurbano. Los tiempos dramáticos les exigirán a los libertarios cristalizarse en la inmadurez o crecer de golpe.
© La Nación
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