Por Gustavo González |
Que el nombre de Roberto Lavagna vuelva a sonar como salvador de la economía argentina, habla del fracaso de la economía argentina. Y, sobre todo, habla del fracaso de la política.
Fue uno de los primeros nombres en los que Alberto Fernández pensó en 2019 como ministro de Economía, a poco de vencer a Macri en la primera vuelta. No se sabe si fueron dos o tres las veces que le ofreció el cargo durante ese año, y que Lavagna rechazó.
Por eso, la única duda que hoy existe sobre el reciente encuentro entre el Presidente y el ex ministro, es si fue la tercera o la cuarta vez que le hizo el mismo ofrecimiento. Más allá de que, tanto en el Gobierno como en el entorno de Lavagna, se siga desmintiendo que existió una nueva propuesta.
No. El encuentro en el que le volvió a ofrecer el cargo fue una comida de tres horas, distendida como todas las citas entre ellos. Y, como en las anteriores, el ex ministro respondió que no. La excusa habría sido que, a sus 80 años recién cumplidos, está más para cuidar nietos que para gestionar las finanzas de un país como la Argentina. Lo que es una verdad a medias.
Quienes tienen contacto habitual con él saben de su buen estado físico (camina 10 kilómetros por día) y, en especial, de su hiperactividad intelectual. Es lo que llevó al Presidente a pensar otra vez en este hombre y es lo que les comentó a sus colaboradores tras el encuentro: sigue con obsesión la macroeconomía y propone ideas concretas sobre la micro, además de dar sus filosas opiniones políticas.
En el contexto de una economía que, tras diez años de decadencia, crece menos que la urgencia social, y bajo el fuego amigo que puso en la mira a Martín Guzmán, hasta parece razonable que se haya vuelto a pensar en la persona que encarna la última época de crecimiento del país (promedio anual de casi el 9% del PBI). Y también parece razonable su negativa a aceptar. Al margen de que el rechazo no solo sea por su edad, sino por el complejo panorama político en el que se deberían producir reformas de fondo. Y nada de lo que escuchó en Olivos lo hizo cambiar de parecer.
Según la reconstrucción que se puede hacer de lo sucedido ese día, el Presidente se mostró satisfecho con el rumbo general de la economía, pero consciente de la necesidad de buscar herramientas para acelerar el crecimiento, generar mayor confianza y bajar la inflación.
Lavagna respeta y mantiene una relación fluida con Guzmán, pero no dejó de transmitir su sensación de estancamiento, tanto político como económico. Sobre lo primero, sugirió dos ideas (una de educación y otra en torno a la resolución del conflicto sobre el Consejo de la Magistratura) que a su entender podrían aportarle iniciativa política al Gobierno.
Impuestos. En lo económico, coincidieron con lo obvio: los enfrentamientos internos suman incertidumbre. Aunque el ex ministro entiende que el modelo económico, en sí mismo, contiene errores que afectan el crecimiento: está de acuerdo con reducir el déficit fiscal, pero no en la forma en la que el FMI y Guzmán decidieron hacerlo. Para él, la suba de impuestos y la falta de estímulos para la inversión, generarán más recesión y el riesgo de estanflación (recesión + inflación).
Tras el encuentro, Fernández recibió un whatsapp en el que Lavagna le envió el proyecto legislativo que en 2005 habían firmado juntos para desgravar durante dos años las utilidades de las pymes. Un ejemplo de lo que, estima, hoy se debería hacer.
El fiscalismo de Guzmán supone que una medida así desfinanciaría al Estado. Coherente con que en su gestión haya subido impuestos y con que esté pensando en nuevos tributos.
El ex ministro siempre creyó lo contrario. A falta de inversión externa (que tampoco existió cuando fue ministro ni fue significativa cuando Macri abrió el país al mundo), el Estado debe procurar herramientas para promover la inversión interna. La suma de “microinversiones” para generar una gran inversión.
Gas. La baja de impuestos sería una de esas herramientas. El otro mecanismo, que Lavagna presentó al inicio de la pandemia, es el incentivo para que las empresas inviertan en nuevos desarrollos y nuevos empleos. O formalicen los que están en negro. Lo llamó “Pilares de un programa de crecimiento con inclusión”, y es una propuesta para que convivan simultáneamente dos sistemas laborales: el que hasta ahora emplea al 50% de la población y otro que sirva para incorporar a la mitad que vive en la informalidad laboral o no encuentran trabajo.
Es seguro que cuando Lavagna volvió sobre el tema del empleo durante la comida, AF lo consideró de realización imposible para una coalición como la actual.
De lo que hablaron y sí se pusieron de acuerdo es en la necesidad de acelerar Vaca Muerta y en la concreción del gasoducto Néstor Kirchner. Que es lo que Lavagna le viene diciendo al propio Guzmán.
Esta semana se adjudicó la compra de las cañerías a la firma Siat (de Techint, el único oferente) para la construcción de un primer tramo que servirá para la provisión del consumo interno. Resta saber quién se hará cargo de la obra. Si la intención es darle a una sola firma los 600 kilómetros de gasoducto, como quisiera el Presidente, la elegida también sería Techint.
De la charla con Lavagna, Fernández entendió que el ex ministro preferiría que fueran más empresas las que intervinieran en el primer tramo. Lo instó, además, a iniciar pronto el segundo tramo: mientras que el primero evitará la compra de gas en épocas de alto consumo, con el consiguiente ahorro de dólares, el segundo servirá para exportar e ingresar divisas.
Si el primer tramo del gasoducto va a contar con financiamiento público y una empresa privada como Techint, la pregunta es quién podría financiar y ejecutar rápido el segundo tramo. Uno de los dos comensales respondió “China”.
Desde el punto de vista técnico, si el Gobierno activara de inmediato ambos tramos, la obra completa estaría terminada antes del fin de este mandato.
Teniendo en cuenta la relevancia estratégica del nuevo gasoducto, no es de extrañar que el consejo de Lavagna haya sido acelerar los trámites. No solo por el rédito económico para el país, sino por el eventual rédito político para un Presidente que pretende ser reelecto.
Plan. En síntesis, Alberto Fernández escuchó las mismas teorías económicas que Lavagna viene repitiendo sin demasiada suerte: regeneración del mercado interno, baja de impuestos, nueva integración laboral, dólar competitivo, dar señales de austeridad desde el Estado (bajando, por ejemplo, la cantidad de ministerios) y llegar al déficit cero a través del crecimiento. Está convencido de que, al igual que durante su gestión, la baja de la inflación será consecuencia de todas esas medidas, pero juntas.
En estos días, cuando se recuerdan planes antiinflacionarios de éxito, se menciona el breve Austral de Sourrouille y la prolongada Convertibilidad de Cavallo. Pero el más reciente fue el de Lavagna que incluyó, además de las medidas anteriores, una profunda redefinición de la deuda.
Lavagna y Cavallo tuvieron en común sus fuertes personalidades, sus altos perfiles políticos y el indispensable apoyo de Kirchner y Menem.
La diferencia con el presente es grande. Aquellos dos ex presidentes ejercían liderazgos hegemónicos sobre el peronismo y ese poder derramaba en sus ministros de Economía. Ahora, ese poder hegemónico está en pleno “debate” (como prefiere llamarlo Cristina Kirchner) y Guzmán no se parece ni a Lavagna ni a Cavallo.
El éxito de un plan no radica únicamente en dar con las medidas necesarias en el momento justo. La sociedad y los actores económicos deben confiar en que quien aplica esas medidas es un Gobierno que tiene el poder suficiente para hacerlas cumplir y mantenerlas en el tiempo.
El problema es que hoy no existe un sector político que, por sí solo, genere esa confianza. La forma de lograrlo es construir un consenso que represente a una nueva mayoría.
Pero la duda es si, a poco más de un año de las elecciones, todavía es posible que eso ocurra.
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