Por Sergio Suppo
La tormenta que arrasa de inquietud a la política argentina está sostenida por una creencia tan falsa como extendida. Es la sugestión que mantiene a Cristina Kirchner en el centro de la escena y le atribuye poderes que ya no tiene.
No es el único caso en nuestro universo de poder, pero es de lejos el más sobresaliente equívoco que surge de congelar en el tiempo lo que por definición está sujeto a modificaciones permanentes.
La mejor prueba es la temeraria embestida de la vicepresidenta contra su propio gobierno y, en particular, en busca de la destrucción del presidente que ella misma prefirió para los argentinos como sucesor de Mauricio Macri. Con su decisión de resistir, Alberto Fernández expuso la impotencia de la jefa del kirchnerismo para detonar inmediatos cambios de gabinete y de políticas.
Ese estado de situación se hace todavía más evidente si se tiene en cuenta la debilidad del Presidente, derrotado en las elecciones de medio término y con escasos aliados dentro del propio oficialismo. Alberto Fernández es el presidente con menos respaldo desde Fernando de la Rúa y enfrenta sin éxito hasta ahora una situación social y económica inestables, junto a una inflación que dinamiza, otra vez, el riesgo de otro estallido.
Harto de que lo acorralen, desde su gira europea Fernández lanzó en los últimos días varios desafíos encadenados. Planteó sus diferencias con Cristina y le imputó no comprender la realidad transformada por el impacto de la pandemia. Amenazó con despedir a los kirchneristas que hasta ahora han bloqueado los aumentos de tarifas de gas natural y electricidad. Y confirmó que buscará su reelección como una forma de dirimir con sus adversarios internos lo que Cristina llamó buenamente “debate de ideas”.
A primera vista, Fernández parece un luchador de judo que usa la fuerza de su adversaria para derrotarlo. Es una mirada parcial. Cristina Kirchner también está debilitada por los mismos errores que le achaca al Presidente. Ambos, por fin, tienen el beneficio de contar con un conglomerado opositor disperso que tiende a igualar hacia abajo todo el sistema.
Uno y otro son menos débiles gracias a los rivales que enfrentan, mientras los votantes miran nuevas alternativas que postulan saltar al vacío y solucionar todos los problemas con solo barrer lo conocido.
La pelea en el oficialismo viene desde lejos, pero siempre se había resuelto a medida que las presiones de Cristina fueran finalmente atendidas en la Casa Rosada. Luego de la derrota en las elecciones primarias de agosto, durante cuatro días de amagos de renuncias masivas, audios infamantes y declaraciones fuertes, el Presidente hizo los cambios de gabinete que la vicepresidenta le venía reclamando.
La brecha abierta con el acuerdo de refinanciación con el Fondo Monetario Internacional parece haber marcado el final de una relación anómala en su origen (que la jefa designe un delegado como presidente) e inviable por el temperamento de sus dos protagonistas.
Hubo mucho más que criterios distintos entre el Presidente y la vice en ese momento crucial. El sistema político con genuina representación en el Congreso eligió por dos tercios a uno en ambas cámaras mantener al país dentro del sistema capitalista internacional. Es una decisión que refleja que también una gran parte del peronismo elige no romper con el mundo y manejarse dentro de sus parámetros.
El tercio que fue derrotado está integrado mayoritariamente por el kirchnerismo y viene desde entonces exponiendo una radicalización que ahora Cristina Kirchner elige postular como su nueva oferta electoral para el año que viene.
El combo fue explicitado por ella misma en su último discurso, en Resistencia. Además de rechazar mantener un lazo con el sistema financiero, insiste en declararse en contra de la división de poderes esencial a la república y elogia a China como el modelo a seguir. No hay misterio. Cristina elogia y actúa en consecuencia de Venezuela y Cuba, admira la Rusia de Vladimir Putin y quiere extender al modelo político los fuertes lazos comerciales que ya unen a la Argentina con China.
No se conoce cuánto le interesa al régimen chino ese hermanamiento ya que, a diferencia de la desaparecida Unión Soviética, Pekín ha evitado por lo general evangelizar al mundo con su versión capitalista de comunismo (con perdón del oxímoron).
Cristina muestra sus cartas y marca un rumbo hacia las autocracias, arrepentida del ejercicio de moderación y desprendimiento que tuvo cuando anunció el famoso “volvimos mejores” y eligió como su representante al centrista Fernández.
En 2019, la frenaba su baja imagen positiva y las dudas que despertaba otra postulación suya en el propio peronismo, cuya dirigencia, sin embargo, fue corriendo detrás de ella luego de la proclamación por Facebook de Fernández. El fracaso económico del gobierno de Macri facilitó el resto.
Desde su regreso triunfal, el kirchnerismo no ha hecho otra cosa que encapsularse dentro de su propio caudal político, una base electoral fiel y consistente, pero localizada en apenas una zona del conurbano bonaerense e insuficiente para llegar al poder sin aliados y sectores independientes.
Una lógica sectaria ha impedido a los hijos políticos de la vicepresidenta colonizar más territorios del peronismo, donde la desconfianza hacia los rituales de “la orga” son rechazados.
¿Es este un tránsito hacia una nueva etapa de expansión cuando haya que tratar de reagrupar las fuerzas para ir a una elección? Esa pregunta tendrá una respuesta hacia fin de año. Por ahora, alcanza con saber que los tiempos cambian y desgastan. Cristina ya no es lo que cree haber sido.
© La Nación
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