Por Guillermo Piro |
Cuenta Frédéric Vitoux en Bébert, le chat de Louis-Ferdinand Céline, que un día se le acercó un editor para proponerle escribir la biografía del autor de Muerte a crédito y que respondió con un rotundo no, porque “no tenía ni las ganas ni el tiempo ni el coraje para aventurarme en una empresa semejante”, pero que sin pensarlo demasiado propuso escribir la biografía de Bébert, el gato que lo acompañó en tantas aventuras al final de la guerra, huyendo “de un castillo a otro”, en trenes desvencijados y a pie, a través de una Europa en ruinas, en dirección a Copenhague, donde el escritor colaboracionista tenía depositados sus ahorros.
De un castillo a otro, Norte y Rigodón están, naturalmente, protagonizados por Céline, su esposa Lucette Almanzor, el compañero de ruta Robert Le Vigan (que al final del primer libro abandonará a la pareja para escapar hacia la Argentina, más precisamente a Tandil, donde morirá en 1972), y Bébert, el gato.Pero Bébert también aparece en otras dos obras escritas al final de la vida de Céline: Normance y Fantasía para otra ocasión.Y en todos los casos sus apariciones son comentarios a los comentarios de su amo. Más aún: Bébert asume el papel del modelo, de la perfección –cosa que a veces lo convierte en un espejo del escritor: Céline a veces se siente perfecto–.
Su nombre tiene un origen inolvidable: todo aquel que haya leído el Viaje al fin de la noche sin duda recordará uno de los pasajes más escalofriantes y enternecedores de la historia de la literatura del siglo XX: Céline, médico de pobres antes de la Primera Guerra Mundial, atiende en el mismo edificio a una madre con un parto difícil en el primer piso y a un niño que lucha entre la vida y la muerte en el sexto. El médico sube y baja todo el día por las escaleras, incansablemente, entre el primero y el sexto piso. El parto difícil se resuelve, pero el niño del sexto muere. Céline nunca superó esa derrota incondicional, nunca en su vida deseó tanto y empleó tantos recursos para que un paciente suyo continuara con vida. Al punto que casi veinte años después hace reencarnar al niño en la figura de un gato “romano”, como vaya uno a saber por qué lo llaman los españoles, o “de canaleta”, como lo llaman los franceses: gato callejero, como lo llamamos nosotros. Al principio, sus primeros amos, Le Vigan y su prometida, Tinou, lo llaman Chidibaroui. Pero el gato, inteligente como todos los gatos, comprende que depender de la ciclotimia amorosa de la pareja es muy riesgoso y decide adoptar nuevos amos: Louis y Lucette.
Los días pasan a mediados de los años 30 con breves paseos por Montmarte, en los que Bébert camina al lado de ellos, curioso e hiperactivo –hasta que aparece una moto, lo único en este mundo que lo aterroriza–. Todo es armonía (en términos gatunos, claro) incluso con la entrada del ejército nazi en una París desierta, el 14 de junio de 1940. Y adquiere ribetes más melancólicos y trágicos luego del desembarco aliado en Normandía, cuando hasta Céline, tal vez políticamente el hombre menos previsor e inteligente que ha dado la historia, comprendió que el fin estaba cerca. Lo que sigue está meticulosamente narrado en la Trilogía alemana: una huida laberíntica a través de una Alemania derrotada. Pero la meta es Copenhague, adonde la pareja llega y se aloja con nombres falsos, porque la democracia francesa lo denunció y persigue al escritor por alta traición, y donde finalmente es encarcelado. En las cartas que desde la prisión Céline envía a Lucette nunca deja de pedir noticias de Bébert. No creo que exista un gato más célebre ni una biografía más cautivante que la que Vitoux le dedicó.
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