Por Guillermo Piro |
Antonio Tabucchi, como cualquier toscano, carecía de dialecto y extrañaba tanto no poseer una segunda lengua que aprendió el portugués, lo que le permitió, entre muchas otras cosas, traducir a su amado Fernando Pessoa, y lo que, a fin de cuentas, se cristalizó en un amor incondicional por la ciudad de Lisboa, por cuyas calles Tabucchi se movía con la aceitada agilidad con que solo se movía en Vecchiano, donde vivía.
Cuando en 1995 lo entrevistó Marco Moretti, a la pregunta ¿por qué Lisboa? Tabucchi respondió: “Por su disponibilidad. Pocas ciudades están disponibles, Lisboa consigue amoldarse a su visitante, porque es extremadamente distinta y poliédrica. Si uno ama el folclore más riguroso, puede ir a Alfama, oír un fado, hacerse rasurar por un peluquero de otros tiempos y a lo mejor ser asaltado. Si le gustan las cosas pomposas, puede pasear por la Lisboa Pombalina y dar vueltas por la Rua Augusta. Si siente nostalgia por los años 50 o 60, puede ir a la Avenida de Roma y disfrutar de la arquitectura. Si tiene ganas de modernismo desenfrenado, puede visitar los centros comerciales, como Amoreiras, hecho por arquitectos posmodernos portugueses. Si desea una arquitectura racional e inteligente, puede ir al Centro Cultural de Belém, construido por Vittorio Gregotti. Y si le vienen unas enormes ganas de saudade, puede ir a Praça do Comércio, a orillas del Tago, y allí, mirando el Mar de Palha, ese enorme estuario adonde en el siglo XVIII llegaban las especias y el oro provenientes de las Indias y del Brasil, puede sentir nostalgia por un imperio perdido”.
Cuando lo conocí en su casa de Vecchiano, en octubre de 1996, Lisboa seguía flotando en el aire: allá, Marcello Mastroianni filmaba en ese momento Sostiene Pereira. Después de haber desayunado, hablado y almorzado, después de haberlo entrevistado y de haberle dibujado en la primera página de un ejemplar de L’ora senz’ombra, de Osvaldo Soriano, un Torino como el que el narrador maneja recogiendo material para la improbable Guía de pasiones argentinas que se le comisionó, después de haber degustado un vino de Porto con que Tabucchi amaba festejar los momentos memorables (lo memorable en esa ocasión era haber comprendido al fin qué aspecto tenía un Torino), quedamos callados. No había más nada de que hablar. Entonces me preguntó: “¿No te gustaría entrevistar a Mastroianni?”, a lo que naturalmente respondí que sí, pensando que estaba hablando de un futuro hipotético. Pero Tabucchi tomó el inalámbrico, marcó un número y al poco rato estaba hablando con Mastroianni, que le contó que en ese momento estaba alojado en el Palacio Belmonte, un hotel del siglo XVII con las paredes decoradas con azulejos azules, el mismo hotel donde Tabucchi se alojaba siempre que visitaba Lisboa. Pero entonces ocurrió lo que yo no quería: Tabucchi me pasó el teléfono para que hablara con Mastroianni. Lo primero que dijo fue: “Los amigos de Tonino son mis amigos”, y luego me sugirió que hiciéramos esa entrevista por teléfono otro día, cuando el rodaje de Sostiene Pereira terminara. Yo debía llamarlo a su casa parisina y él prometía que, a diferencia de lo que comúnmente hacía, le dejara un mensaje y él correría a atenderme.
Esa entrevista jamás pude hacerla. Mastroianni volvió a París enfermo y el 19 de diciembre de ese mismo año murió. Tabucchi le sobrevivió muchos años: falleció el 29 de marzo de 2012. Si van a Lisboa, pueden visitarlo. Deben tomar el tranvía 28 hasta el Cementerio dos Prazeres, donde por su propia voluntad sus cenizas están depositadas en una urna en el mismo camposanto donde reposan los restos de Pessoa.
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