Al papa Francisco le produce un fastidio mayúsculo que se interprete como una evidencia de parcialidad su reticencia a nombrar a Rusia y a Putin en sus condenas a la guerra de Ucrania, omisiones por las que ha sido muy criticado. Sin embargo, no parece preocuparle quedar asociado en su propio país con una facción política. La delicadeza diplomática que aplica cuando habla del conflicto bélico que conmueve al mundo, sustentada según varios vaticanistas en una tradición pontificia de no nombrar al país invasor, mantener los puentes para permitir el diálogo y preservar la integridad de los 300 mil católicos que se calcula que hay en Rusia, no exhibe análogos cuidados cuando se trata del posicionamiento del Papa delante de las divisiones políticas que castigan a su propia tierra.
Desde luego, no es lo mismo la guerra atroz de Ucrania que la inagotable grieta de los argentinos, pero tal vez cabría esperar que la bimilenaria sabiduría pontificia fuera una sola, independiente del terreno donde se la aplique y de las emocionalidades que pudieran estar en juego. Sobre todo porque el tercer papa no italiano desde el neerlandés Adriano VI nunca en nueve años de papado visitó su país, se cree que porque no quiere interferir en la política local. Juan Pablo II hizo ocho visitas a su Polonia natal. Benedicto XVI realizó su primer viaje a Alemania apenas cuatro meses después de ser entronizado.
Por el momento, la visión pontificia de la realidad argentina se conoce esencialmente gracias a cómo se mueven y quiénes son aquí los amigos del Papa, por la sonrisa o el semblante adusto que el anfitrión reserva para distintos connacionales en las audiencias vaticanas y por lo que de su rutina epistolar trasciende.
“Gracias por sanear la información”, le escribió hace dos semanas a Gustavo Sylvestre, quien hasta 2011 era una figura estelar del Grupo Clarín y hoy es uno de los conductores más destacados del canal kirchnerista C5N, si no el principal. Encabezada “querido ‘Gato’”, la carta pontificia, dada a conocer por el periodista, merece ser atendida. ¿Por qué? Porque contiene un feroz pronunciamiento sobre comportamientos pecaminosos de una parte de los periodistas argentinos. No de Sylvestre, cuya labor celebra (incluso bromea diciendo que no podría haber venido en enero porque “en Argentina en enero no encuentro ni al gato, excepto a vos”), sino de periodistas pecadores pertenecientes, se supone, a “los medios concentrados”, ya que en esos términos había sido planteada la solidaridad frente a los “ataques” que motivó el intercambio de cartas.
En su momento los rosarios que enviaba de regalo Francisco fueron motivo de duras críticas porque los destinatarios eran kirchneristas presos por cometer delitos, como Milagro Sala o Amado Boudou. Entonces el Vaticano hizo saber de manera extraoficial que el Papa también les regalaba rosarios a otras personas, pero eso no trascendía. Ahora tampoco se sabe si se cartea o no con muchos otros periodistas que ejercen su labor en la Argentina aparte de Sylvestre, pero da la casualidad de que fue alguien convertido al kirchnerismo quien devino propagador del mensaje pontificio, el portavoz ad hoc de los pecados periodísticos ajenos.
He aquí la palabra del Santo Padre: “siempre en esas informaciones se encuentran algunos de los pecados en los que suelen caer los periodistas: desinformación, calumnias, difamación, coprofilia. Y según me dicen a algunos autores de artículos les pagan para esto. ¡Triste! Una vocación tan noble como la de comunicar ensuciada de esta manera”.
Francisco podría haber mostrado alguna misericordia hacia quienes lo criticaron por no mencionar a Rusia ni a Putin, muchos de ellos probablemente alarmados por el recuerdo de quien nunca condenó a Hitler, Pío XII, cuyo papel durante el nazismo sigue siendo materia de discusión. Pudo haber ampliado, hasta mejorado algunos de sus tuits polémicos, como el que rebajó el drama de los refugiados ucranianos de varios millones de personas a algunos “miles” y los diluyó al juntarlos con “quienes se han visto obligados a abandonar su tierra natal en Asia, Africa y América”. Sin embargo, prefirió patear el centro que le habían dejado picando y descargó una enérgica condena a los periodistas argentinos pecadores, como si ignorara que en su país el periodismo, agrietado como nadie, es la boca de expendio cotidiana de la grieta maestra, y ni siquiera hay acuerdo en el corpus profesional acerca de la función que la prensa tiene ni del significado de la verdad, asunto central.
Una prueba de que al Papa las críticas le molestaron mucho está en la mención de la palabra coprofilia. De San Pedro en adelante ningún pontífice, que se sepa, la había empleado, postergación que probablemente no deba ser atribuida a que toda la prensa había tratado amablemente a los papas sino a la connotación escatológica del término. Se trata del placer experimentado al manipular, tocar u oler los excrementos.
Pero como lo señaló Gonzalo Abascal ayer en Clarín, remover excrementos, en sentido llano un comportamiento repulsivo, pasó a ser para la prensa algo virtuoso desde que el primer Roosevelt, en 1906, lo dejó asociado mediante el sustantivo muckrakers (algo así como suciedad-rastrillo) con “los que escarban en la porquería”, sujetos detestables desde el punto de vista del presidente de los Estados Unidos pero no desde el de una sociedad que necesita saber la verdad. Acababa de nacer el periodismo de investigación. Remover la basura, o los excrementos, como dice el Papa, pasó a significar, también, ventilar la corrupción, algo llamado a lograr el consenso de todo el mundo, con excepción de los corruptos y de sus guardianes.
El Papa seguramente quiso referirse con la inclusión de la coprofilia al periodismo más inescrupuloso, aquel que busca impactar al público con golpes bajos, que juega sucio y que es por lo menos tan antiguo como la denominación prensa amarilla, nacida a fines del siglo XIX. Pero no está clara la relación de la prensa amarilla con las críticas a Francisco por evitar decir que a Ucrania la invadió Rusia y en Rusia sólo manda Putin. Sí se puede entender, en cambio, la pesadumbre del Papa, cuyas acciones para mediar y frenar la guerra parecen haber sido -o estar siendo- mucho más esmeradas y más valientes que sus tuits y sus cartas, si bien los resultados hasta ahora han sido infructuosos. Cuando se trata de parar una guerra las buenas intenciones solas no tienen premio. Y cuando se trata de un genocidio, o lo que fueran las barbaridades que los rusos hacen en Ucrania, la condena mundial mancomunada es un hecho político esencial, no un detalle comunicacional.
Visto en términos generales, no es que estén mal las generalidades que dice el Papa sobre las malas conductas periodísticas. Por supuesto que hay periodistas y medios que desinforman, calumnian, difaman. Pero la admonición pontificia atrasa si de veras pretende dar con los problemas del periodismo argentino contemporáneo mediante un simple enunciado de males estándar, incluida una tercerizada e imprecisa referencia a la corrupción: “Según me dicen a algunos autores de artículos les pagan para esto” (para desinformar, calumniar, difamar).
Hace poco, en ocasión de una entrega de premios en el Vaticano, Francisco habló con mayor profundidad sobre la vocación del periodista. No cayó entonces en el desliz de decir que el trabajo de los periodistas es comunicar cuando hay un verbo bastante más apropiado, informar. Y expresó que ese trabajo es una misión comparable con la del médico “que estudia y trabaja para que el mal se cure en el mundo”.
La idea de comparar al periodista con el médico es muy buena. También podría ser útil por otro motivo, el del juramento hipocrático, ese compromiso ético vitalicio de respeto por la vida humana quienquiera fuere el paciente (“no permitiré que entre mi deber y mi enfermo vengan a interponerse consideraciones de religión, de nacionalidad, de raza, partido o clase”).
Los periodistas tal vez necesitaríamos la formalidad de un juramento semejante que nos atara a la obligación de buscar la verdad independientemente de que ella resulte ajustada o no a nuestros gustos o a nuestras ideas. Porque una de las distorsiones más grandes que sufre hoy el periodismo nacional es la llamada ideologización, que comenzó con el planteo kirchnerista de que la objetividad no existe y que el periodista debe sincerar su “ideología”, y por imperio del rating televisivo y sus reglas impiadosas, tal vez también por la huracanada cultura de la cancelación, comenzó a expandirse como un subproducto de la grieta maestra, sin distinguir veredas.
En la base de la grieta periodística está el antagonismo entre el periodismo militante y el periodismo profesional, pero a su vez la profesión aparece fustigada por la competencia desigual con las redes sociales, las fake news, la precariedad laboral, la crisis de los modelos de negocios clásicos de los medios, la mercantilización deshumanizada y la corrupción a la que tangencialmente alude el Papa, entre otras asechanzas.
Sería maravilloso que a partir de críticas que considera injustas o mejor todavía sin motivo personal alguno el Papa pudiera ofrecer reflexiones pastorales que ayuden a salir de este berenjenal tan oneroso para la democracia.
© La Nación
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