Por James Neilson |
Como el peronismo del cual es una excrecencia, el kirchnerismo sabe muy bien sacar provecho de sus propios fracasos. Para Cristina Kirchner y sus adictos, la enorme crisis a la que tanto han contribuido plantea una oportunidad que no se proponen desperdiciar. Al agotarse la plata que necesitan para distribuir entre sus adherentes, han optado por rabiar contra las consecuencias de su propia gestión; según ellos, todo es culpa de “oligarcas” respaldados por una clase media mayormente porteña que “odia a los pobres” y a quienes procuran defenderlos contra los buitres del Fondo Monetario Internacional.
Puesto que no quedan inversores con ganas de apostar a la Argentina, la única solución concebible para los grandes problemas que enfrenta el país tendría que venir de un eventual aumento de la productividad de la economía nacional, pero desde su punto de vista de quienes siguen a Cristina, ayudar o, por lo menos, dejar de estorbar a los empresarios y los hombres del campo equivaldría a colaborar con “la derecha”.
Nunca han faltado agoreros que advierten que dentro de muy poco la Argentina sufriría un estallido social de proporciones gigantescas debido a la inoperancia del oficialismo de turno. Es lo que están diciendo acólitos de Cristina como Axel Kiciloff y Roberto Feletti, que insisten en que la situación social no da más porque las cosas están poniéndose muy feas. Están tratando de desplazar a los dirigentes de Juntos por el Cambio en el rol de opositores más virulentos al gobierno de Alberto Fernández. Confían en que los halcones y palomas de Pro, los radicales y los demás lo permitirán porque no quieren que la economía se caiga en pedazos aunque sólo sea porque entienden que ellos mismos no tardarán en estar a cargo de manejarla.
Según quienes afirman saber lo que está sucediendo en la cabeza vicepresidencial, Cristina cree que en las semanas próximas millones de pobres se alzarán en rebelión contra la política económica “del FMI”. No es que tenga a mano una alternativa, sino que ha calculado que oponerse al rumbo tomado por el gobierno que ella misma armó la ayudará a recuperar partes del poder político que se le ha escurrido entre los dedos.
Mientras haya plata, miembros de gobiernos como el kirchnerista pueden usarla para construir poder; los militantes de La Cámpora no soñarían con dejar que otros los priven de sus cargos hasta que las cajas que manipulan hayan quedado totalmente vacías. Cuando ello ocurra, los preocupados por el futuro propio saldrán del gobierno para tomar los lugares que se han reservado en la oposición. Convencidos como Cristina de que el oficialismo sufrirá una derrota catastrófica en las próximas elecciones generales debido a su incapacidad para manejar la economía con un mínimo de eficiencia, quieren asegurar a la gente de que ellos no serán responsables de sus penurias que, de manera cada vez más explícita, atribuyen a una alianza perversa de Alberto Fernández, Martín Guzmán, Horacio Rodríguez Larreta, Mauricio Macri y, desde luego, los malditos técnicos del Fondo.
Dadas las circunstancias nada brillantes en que se encuentra el país, la estrategia elegida por Cristina tiene su lógica. Puede que a diferencia de personajes relativamente jóvenes como Kiciloff no esté pensando en las décadas por venir, pero sabe muy bien que le sería desastroso intentar alejarse demasiado del ruido político, como harían otros deseosos de impedir que su reputación se vea deslucida por las próximas etapas de una crisis que dista de haber culminado, ya que hasta ahora su pertenencia a lo que el libertario furibundo Javier Milei, y antes de él, los españoles de Podemos, llaman “la casta” le ha servido para mantener a raya a la Justicia.
Sea como fuere, Cristina tiene muchos motivos para creer que no es de su interés continuar figurando como una integrante clave de un gobierno que, a juicio de todos salvo un puñado de “albertistas”, está llevando al país hacia una calamidad monumental de la cual le costaría mucho recuperarse, si es que logra hacerlo. Por cierto, no es necesario ser un profeta para prever que los menos de dos años que en teoría le quedan a Alberto en la Casa Rosada sean atroces y que los siguientes, con otro procurando reordenar la economía rota que habrá heredado, resulten ser igualmente duros para el grueso de la población. Para Cristina, pues, tiene sentido querer erigirse en lideresa del ala más intransigente de un nuevo frente opositor en que podría verse acompañada por trotskistas violentos, además de piqueteros que han hecho de la mendicidad prepotente la base de una filosofía política pobrista. A su juicio, sería peor que inútil perder el tiempo tratando de defender lo hecho por el sujeto que hizo presidente.
¿Podrá Cristina transformarse en el flagelo principal del oficialismo del cual, hasta hace poco, fue la jefa indiscutida? Es posible pero poco probable. Si bien sus adherentes incondicionales están más que dispuestos a prestarse a la metamorfosis que tiene en mente, todo hace pensar que su poder de atracción se ha reducido tanto en los meses últimos que sus maniobras en tal sentido plantean preguntas acerca de su estado mental. Si sigue brindando la impresión de que se siente arrinconada y ya no sabe muy bien qué hacer, corre peligro de ser vista como una energúmena rencorosa rodeada por miembros de una pequeña secta de nostálgicos que carecerían del poder necesario para brindarle la protección que tan claramente necesita. En tal caso, lo que le esperaría no sería solo el dolor de ya no ser que tanto mortifica a aquellos políticos que, después de llegar a la cima y ser idolatrados por multitudes, se ven descartados por los votantes, sino años entre rejas.
Para alarma de los fieles de Cristina y, sin duda, para ella misma, parecería que la Justicia está comenzando a desperezarse. En efecto, todo hace pensar que los jueces de la Corte Suprema y otros magistrados influyentes están tan alarmados como el que más por las perspectivas que están abriéndose frente a país y, por fin, creen que hay que hacer un esfuerzo por restaurar el respeto por ciertas normas básicas, de ahí el fallo que condenó al ex gobernador de Entre Ríos y ex embajador a Israel, Sergio Urribarri, a ocho años de prisión, y la detención de un par de dirigentes camioneros vinculados con la familia Moyano.
Por lo pronto, sólo se trata de señales de que un sector del Poder Judicial está harto de cumplir un papel pasivo, limitándose a cohonestar, aunque sólo fuera por omisión, las barbaridades rutinariamente perpetradas por tantos políticos, pero para los angustiados por lo que está sucediendo y, más aún, por lo que podría suceder en los meses venideros, más activismo judicial sería muy positivo. Al fin y al cabo, entre las causas de la prolongada decadencia del país está el desprecio que demasiados políticos, sindicalistas y otros sienten por la ley.
Otra causa de la tragedia así supuesta es la convicción difundida de que el realismo económico, la voluntad de reconocer que dos más dos son cuatro, es reaccionario y por lo tanto toda persona decente tienen que repudiarlo. Como acaba de recordarnos en el transcurso de su breve visita al país el presidente izquierdista de Chile, Gabriel Boric, “la responsabilidad fiscal es un deber y no una ideología”. Demás está decir que la negativa a entender esta verdad sencilla está en la raíz del drama terrible que el país está viviendo, Para atenuar problemas urgentes, un gobierno tras otro ha apostado a que algo milagroso suceda para que un nuevo aumento del gasto público no provoque más inflación o, debido a intentos de costearlo intensificando la presión impositiva, asfixie todavía más el país productivo.
De resultas de la negativa principista a reconocer que los recursos son limitados, está cobrando fuerza la inflación acompañada por la resistencia creciente de la industria y el campo a resignarse a ser apretados. No sólo el gobierno sino también muchos integrantes de Juntos por el Cambio, además, claro está, de los expertos en hacer de la miseria un negocio lucrativo que manejan los “movimientos sociales” y los sindicalistas, quieren que haya más planes para ayudar a quienes apenas consiguen subsistir. Aunque la emergencia a la que aluden es bien real, cualquier aumento del gasto social debilitaría más a la Argentina viable, lo que muy pronto haría todavía peor la situación de los millones de hombres, mujeres y niños que dependen de subsidios.
Frente a un panorama tan tétrico, es comprensible que muchos teman que el país haya entrado en una fase en que las batallas que se están librando por recursos cada vez más escasos se vuelvan violentas, como en efecto ha sido el caso en Perú y otros países de la región. Hasta ahora, la Argentina ha permanecido asombrosamente pacífica, acaso porque la crisis no se ha agravado de golpe sino poco a poco para que los muchos perjudicados hayan podido adaptarse gradualmente al destino que les ha tocado, pero no hay garantía alguna de que la paciencia así manifestada sea infinita, sobre todo si sigue profundizándose la sensación de que el gobierno creado por Cristina ha perdido todo contacto con sus propias bases y, huelga decirlo, con la ciudadanía en su conjunto, bien antes de la fecha fijada por el rígido calendario electoral.
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