Por Mariela Blanco (*)
Como cada 23 de abril, el mundo celebra el Día del Libro en conmemoración a la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra, William Shakespeare y Garcilaso de la Vega.
También es tradición anual comenzar en abril la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, uno de los mayores eventos literarios en habla hispana que volverá a la presencialidad en La Rural después de dos años de ausencia por los cierres sanitarios.
El momento es propicio para reflexionar sobre el mito de la desaparición del libro impreso que sobrevuela desde la irrupción del eBook y que se magnificó cuando la pandemia agudizó la crisis del sector editorial; fomentar el hábito de la lectura en los niños; y una oportunidad para esbozar una mirada romántica sobre las sensaciones que afloran cuando nos dejamos llevar por ese maremágnum de “perras negras” (palabras) que dejan marcas pero no muerden.
Pongamos negro sobre blanco (nunca mejor dicha esa frase que en este contexto). Es sabido que el lector tiene una relación íntima con sus libros. Está quien los subraya fuerte como para no olvidar, quien los trata con delicadeza, quien saltea hojas, quien los deja por la mitad y lo retoma al tiempo. Es más, se pude decir que muchos escritores reconocidos han tenido vínculos non sanctos, vidas paralelas y relaciones ocultas con sus libros.
La propia Alfonsina Storni contó un episodio muy revelador: siendo muy pequeñita, robó un texto escolar en un negocio mientras le pedía al vendedor que le mostrara un juguete. Mas decorosa pero igual de rebelde, Victoria Ocampo, sentía que huía de su vida monótona saltando virtualmente por la ventana de la casa de San Isidro junto a los protagonistas de los libros que las institutrices le asignaban.
Julio Cortázar se fijó no sólo en el contenido sino en el continente y le otorgó, quizás, una desmesurada importancia al lomo. Para el autor de “Final de Juego” y “Las armas secretas” era la cara, la parte mas importante, mas viva del libro.
"Vos fijate que apenas lo ponés en una biblioteca, lo único que queda del libro es el mal llamado lomo", le manifestó al editor de Rayuela, Francisco Porrúa, en un intercambio epistolar. “Protesto por haberme reducido a J. Cortázar en el lomo. Qué amarrete es este Minotauro”, agregó.
¿Me pregunto qué pensarían Victoria, Alfonsina y Julio de Twitter, por ejemplo? ¿Discutirían encarnizadamente en una forma tan abreviada? ¿Se habituarían a tener comprimidas sus bibliotecas en una tableta multimedia? ¿Por qué un autor se toma la molestia de escribir cuando las estadísticas indican que tanto la producción como la venta de libros no paran de caer.
Lo único que sabemos es que sólo quien escribe podría explicar ese fuego que nace en la boca del estómago para cocinar personajes mientras revuelve en los intestinos, como en una olla, pizcas de relatos fantásticos y chorros de deseos propios incumplidos.
En ese sentido, hay una anécdota muy curiosa que involucra ni más ni menos que a Domingo Faustino Sarmiento. Una vez en Santiago, el padre de las aulas se puso a escribir con tanta furia, que la dueña de la pensión que alquilaba contó que golpeaba los puños en la mesa, profería insultos y se reía a carcajadas. Eran los días en que, encerrado en su pieza, escribía Facundo.
Casi puedo figurarme al hombre (quizás mas cuestionado de la historia) descargando su furia contra las hojas blancas y tomando la pluma como si fuera un arma. Lo imagino traspasando los márgenes y cargando tanta tinta como para liquidar a Rosas de un plumazo invocando al caudillo riojano.
Un libro guarda toda esa energía e intención que le puso el autor. Esconde tantas sorpresas como la galera de un mago.
A su vez, la práctica de la lectura fue siempre un acto de libertad. Lo supieron los hombres y mujeres que por distintas circunstancias sociales debieron leer a escondidas o guardar sus manuscritos en enaguas y medias.
¿Pero cuánta libertad puede caber en un libro bajo la tiranía de la velocidad de nuestros tiempos? ¿Hay todavía lectores ávidos de vivir la historia de otros en un mundo en el cual todo está al alcance del mouse? ¿Quedan destinatarios para esos libros cuya extensión se le para de manos a la contracultura de los 140 caracteres?
Mirando alrededor se advierte rápidamente que un dispositivo liviano pero infinito como el celular entusiasma a la mayoría. Por cierto, es por demás interesante la posibilidad de atrapar en la palma de la mano todas las respuestas, todas las charlas, todas las canciones y todas las noticias del mundo. De hecho, cuando salga el próximo modelo mas bonito y con mayor capacidad de almacenamiento, muchos querrán adquirirlo el mismo día en que se ponga a la venta.
No hace falta demonizar a la tecnología. De hecho, es probable que coincidamos en que la cafetera eléctrica y el lavarropas son inventos fantásticos. Pero, en cambio, si nos dieran a elegir entre un Tamagotchi y un perro, probablemente nos quedemos con el que me mueva la cola cuando llegamos a casa.
No tengo ni una sola buena razón para justificar cierta predilección por los libros impresos pero puedo citar innumerables sensaciones que aparecen al sostener en la mano un libro que tiene olor, que se le puede doblar una esquinita de la página, que tiene cierto peso, personalidad, que no depende de ningún tipo de carga, de ninguna falla electrónica, ni de la obsolescencia tecnológica.
Como un amigo fiel, el libro impreso pone el lomo erguido para afuera, listo para acompañarnos cuando lo precisemos. Pero ojo, no coincido con Cortázar. Personalmente, creo que la parte mas importantes de un libro es la tapa; misteriosa puerta de embarque que se abre a un destino incierto del cual, con seguridad, vamos a volver distintos.
(*) Periodista. Autora del libro "Leyendas de ladrillos y adoquines"
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