Por Fernando Laborda
Para Carl von Clausewitz, uno de los principales teóricos de la ciencia militar, toda guerra era una empresa política de alto vuelo, en la que todos los recursos de una nación debían ser puestos a disposición de ella. La guerra constituía para este militar prusiano una continuación de las relaciones políticas por otros medios.
Pasaron 160 años desde su muerte para que el filósofo francés Jean Baudrillard presentara a la Guerra del Golfo (1990-91) como lo inverso a la fórmula de Clausewitz: sostuvo que esa conflagración bélica no era la continuación de la política por otros medios, sino la continuación de la ausencia de política por otros medios.La sentencia de Baudrillard podría alcanzar a la guerra que le declaró el presidente Alberto Fernández a la inflación. Sin un programa económico serio, coherente e integral, su gobierno solo puede simular una guerra contra las alzas de precios a través de los medios de comunicación, buscando enemigos externos e internos que no son tales. En otras palabras, una falsa guerra que solo desalentará a los pocos potenciales inversores y estará desde un principio condenada a la derrota.
La inflación no puede enfrentarse con el afrodisíaco de la ingenuidad ni con la fuerza del autoritarismo. No sirven las terapias de grupo, sugeridas días atrás por el primer mandatario, ni las amenazas de recurrir a la ley de abastecimiento o a la ley del agio del primer peronismo.
Tras el 4,7% de aumento del índice del costo de vida en febrero, hay coincidencia entre los economistas en que el piso de marzo es del 5,5%, al tiempo que el propio Gobierno descuenta ya que podría superar el 6%, cifras que, proyectadas, se ubicarían más de veinte puntos por encima del 48% que el ministro de Economía, Martín Guzmán, estimó para todo 2022.
Sin duda, la Argentina está pagando hoy las consecuencias del descontrol monetario de los últimos tiempos y de la expansión de la emisión para financiar el “plan platita”, orientado a enderezar las chances electorales del oficialismo luego de la derrota de las PASO en septiembre pasado. También, de una cultura inflacionaria alimentada por un Estado que tradicionalmente ha subido sus gastos en forma desmesurada, sabiendo que no podrá atenderlos con sus ingresos corrientes y que deberá recurrir al endeudamiento o a la emisión espuria de moneda.
Pero esta explicación no figura en el relato de los líderes de la coalición gobernante. Ellos prefieren echarles toda la culpa a los supuestos formadores y remarcadores de precios, a empresarios angurrientos que solo piensan en optimizar sus ganancias o, más recientemente, a los problemas que nos exporta el mundo, como la guerra en Ucrania. Como si un banco que está al borde de la quiebra responsabilizase de su situación a los últimos ahorristas que pugnan por retirar sus depósitos.
No es casual que la inflación ocupe hoy el primer lugar entre las preocupaciones ciudadanas, según todas las encuestas de opinión pública. La inflación es la causa última de los paros y piquetes, de los conflictos entre trabajadores y empleadores, de las discusiones entre locadores e inquilinos, de las disputas entre acreedores y deudores, y de muchas de las tensiones familiares. Es la responsable de la suba de las tasas de interés, de la ausencia de crédito, de la especulación financiera y la concepción cortoplacista, de la pérdida del poder adquisitivo de salarios y jubilaciones, de la virtual desaparición del ahorro y la inversión, del incremento del desempleo, de la pobreza y la indigencia.
Paralelamente, es el impuesto preferido de los gobiernos populistas para licuar sus gastos y financiar su déficit fiscal. De ahí que, pese a que constituyen el impuesto más regresivo y el que más afecta a los sectores más pobres de la población, las políticas inflacionarias continúan siendo alentadas por el Gobierno, que solo busca obscenamente construir poder político y mantener estructuras burocráticas elefantiásicas a costa de los más débiles.
A la falta de un plan económico contra la inflación, se suman las crecientes diferencias de criterio en el seno del propio gobierno nacional.
El reciente bono concedido a los jubilados a modo de compensación por el impacto de la inflación provocó discrepancias en el gabinete.
Las peleas entre el secretario de Comercio Interior, Roberto Feletti, y el ministro de Agricultura, Julián Domínguez, son cada vez más evidentes. El primero dijo que, si por él fuera, deberían subirse aún más las retenciones a las exportaciones de trigo y maíz; fue incluso más allá y señaló que las protestas del campo contra las políticas del Gobierno provenían de quienes solo buscan especular “para comprarse camionetas 4x4 y más departamentos en Miami”. Domínguez procuró cerrar esa grieta que profundizó Feletti y, tratando de diferenciarse de los halcones del cristinismo enquistados en el Gobierno, afirmó: “La prioridad es cuidar a nuestros productores”. Tiempo antes, el ministro de Agricultura había señalado que “el productor no es formador de precios en la Argentina, sino formador de trabajo”. ¿Lo habrá escuchado Alberto Fernández?
Los sectores más duros del cristinismo y de La Cámpora intentan devaluar al ministro Guzmán, a quien le han puesto el mote de “ministro de la deuda”. Se proclaman la resistencia, pero lejos están de disponerse a abandonar sus cargos y el control de las grandes cajas del Estado, como la Anses, el PAMI y Aerolíneas Argentinas, o de puestos vitales para la Justicia. Por el contrario, reclaman más “participación” aun en el Gobierno. Como si no estuvieran conformes con la importante porción de poder que les tocó. Quieren más. Van por todo.
El cristinismo aspira ahora a la construcción de una mesa política del Frente de Todos, donde se discutan las políticas gubernamentales y donde la Casa Rosada abra su planificación y diseño a quienes se consideran los accionistas mayoritarios de la coalición oficialista, como se ocupó de enfatizarlo Andrés Larroque.
Pero, paradójicamente, el cristinismo carece de un plan alternativo, más allá de una serie de ideas cuyo rasgo central es la demagogia y la incoherencia. Su voluntarismo puede resumirse en un meme: pretenden bajar el déficit aumentando el gasto público, disminuir los subsidios sin que aumenten las tarifas de los servicios públicos, atraer inversiones manteniendo el cepo cambiario, y crear empleos sin bajar impuestos al trabajo. Toda una utopía.
El proyecto de los senadores cristinistas para la creación de un Fondo Nacional para la cancelación de la deuda con el FMI, recurriendo a un impuesto del 20% sobre el patrimonio no declarado de los argentinos en el exterior es la última muestra de insensatez disfrazada de imaginación. Se trata de una iniciativa que pretende que la gente repatríe fondos utilizando como motor el miedo, en lugar de la capacidad de seducción, al tiempo que con la figura del “colaborador” o “delator” podría dar lugar a un festival de extorsiones. Quien recurre al miedo es porque carece de autoridad.
De la caza de brujas que supondría el blanqueo fiscal propiciado por Cristina Kirchner y de las invocaciones de Alberto Fernández a “hacer entrar en razón a los diablos que aumentan los precios” no saldrá ningún plan para vencer a la inflación. Son solo imágenes de una coalición gobernante que ha perdido definitivamente la brújula para enfrentar la crisis económica y que se niega a advertir que el verdadero exorcismo debería ser hecho puertas adentro del Estado.
© La Nación
0 comments :
Publicar un comentario