Por Carlos Ares (*) |
"Parezco el cosito de la pizza", dijo Alberto, sentado en medio del círculo, rodeado de las pantallas de led colgadas del techo. La luz cenicienta del seguidor le dio de lleno en la cara. Achicó los ojos, miró hacia a las sombras. “Me hace acordar a El pueblo quiere saber”, dijo. ¿Qué es eso?, preguntó la silueta en sombra que se movía detrás de una cámara. En modo profesor, condescendiente, explicó: “ un programa de televisión que daban en el canal de Crónica a fines de los años ochenta, comienzo de los noventa”.
Extendió los brazos. “Era un estudio grande, como éste, el público que rodeaba a los conductores y al entrevistado podía hacer preguntas. Héctor Ricardo García, el dueño de Crónica, copió la idea de un ciclo que a fines de los cincuenta conducía Augusto ‘El nene’ Bonardo”. Continuaron el ciclo Lucho Avilés, Pinky, Oscar Otranto, Teté Coustarot, todas figuras conocidas. Invitaban a los personajes famosos del momento. Actores, deportistas, políticos. Tita Merello, Roberto Galán, la Mona Jiménez, Karadagian, el ‘Facha’ Martel, Cafiero”.
¿Qué Cafiero?, preguntó el director. “Antonio, el que fue ministro, diputado, senador, gobernador de la provincia de Buenos Aires, el abuelo del que yo nombré jefe de Gabinete”, aclaró Alberto. “El que después tuve que poner de Canciller porque ella no lo quería. Buen pibe. Sobrino de Mario Cafiero, el que fue diputado. Hijo de Juan Pablo Cafiero, el que fue ministro de Felipe Solá en la Provincia, después embajador en el Vaticano por las relaciones que la familia tenía con la Iglesia. Muy chupacirios todos.”
Escuchó risas. “¿Qué pasa?”, preguntó Alberto. Nada, le aclaró el productor, se ríen porque acá uno dijo que siempre hubo y habrá un Cafiero cobrando del Estado. El director ordenó mover el foco del seguidor para que la luz le diera inclinada, como si fuera un rayo divino. Probemos sonido, pidió. Hable por favor. “¿Qué digo?”, preguntó Alberto. Cualquier cosa, una boludez, improvise un discurso. “¿A favor o en contra?”. Como quiera, se molestó el productor. Alberto dudó, parecía pensar. “Macri/macri/Macri”, dijo. Dejalo, no le pidas más, ordenó el director.
El productor le explicó en qué consistía el programa. Es como ése que usted recordaba, El pueblo quiere saber, pero adaptado a la tecnología actual. Ya no hacen falta público, ni conductores. El ojo del pueblo, hoy, es una cámara. Usted, como todos, ya ha sido visto y oído demasiado. Ahora le toca mirarse y juzgar. Será, a la vez, testigo, fiscal, abogado defensor, hasta su propio juez para poder dictar un fallo. Más imparcial y justo, imposible. No habrá intermediarios entre usted y su conciencia.
En cada una de esas pantallas que lo rodean se van a reproducir vídeos con declaraciones, discursos, opiniones, textos, en los que usted acusa, imputa delitos graves, o los niega. Sin recortes, ni manipulación del contexto. Es una síntesis de sus últimos veinte años en la política. Al parecer, salvo un favor bien reconocido que haya hecho a una empresa privada desde su puestito, nunca se la rebuscó con otra cosa más que con la función pública. Debe haber más, pero se ve que antes no le importaba a nadie lo que hacía o decía. No hay registros en los archivos, ni en Youtube.
Preste atención. Primero debe confirmar si el que ve y escucha es efectivamente usted, o un imitador. Tal vez Ariel Tarico, que lo saca muy bien. Luego tiene que decidir cuál de esas denuncias confirma y cuáles descarta por falso testimonio. Imagine que se observa en un careo frente al espejo. Se trata de saber quién es el Alberto trucho. Su palabra es muy importante para aclarar las contradicciones cuando habla de Cristina, de Boudou, de hechos que la Justicia aún tiene en proceso.
No cierre los ojos. No se tape los oídos. No llore. Si se siente mal, avise. Ésta no es una sesión de tortura. Puede ignorar la sarta de barbaridades menores que dijo, cosas como que los mexicanos salieron de los indios y los brasileños de la selva. Tómese su tiempo. No se apure. Con tal de zafar, usted es de hablarse encima. ¿Alguna pregunta? No, no Alberto, me extraña. ¿De verdad es abogado usted?
No alcanza con decir “yo no fui, yo no miento”.
(*) Periodista
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