martes, 1 de marzo de 2022

Un mono con un kalashnikov

 Por Carmen Posadas

Hace tiempo que intento buscar una explicación a dos fenómenos globales inquietantes. El primero es el auge de la sinrazón, la infantilización rampante que nos infesta y el triunfo de las teorías conspirativas más delirantes. El segundo es el ocaso de la democracia y la irrupción de caudillos y autócratas tanto de izquierda como de derecha. El tema da no para un artículo sino para todo un libro, pero aun así me gustaría compartir con ustedes algunas reflexiones.

En su libro El ocaso de la democraciaLa seducción del autoritarismo, Anne Applebaum comienza contando una que en Nochevieja de 1999 su marido y ella dieron una fiesta a la que acudieron amigos periodistas, intelectuales y profesores universitarios de diversos países. Ingleses, americanos, centroeuropeos, liberales y/o de izquierdas, todos de un perfil y sensibilidad similar. Veinte años más tarde unos se habían vuelto trumpistas, otros partidarios de Putin, de Orban e incluso prochinos, de un signo o su contrario pero  todos radicales e intransigentes.

La teoría de Applebaum es que dadas las condiciones adecuadas cualquier sociedad civilizada puede dar la espalda a la democracia. ¿Pero cuáles son esas circunstancias “adecuadas”? ¿Qué hace que sociedades avanzadas, con rentas per cápita altas y un grado de cultura elevado abracen de pronto teorías extravagantes, acepten como ciertas trolas descomunales y voten por individuos populistas y mentirosos? Una de las razones que ella apunta para esta deriva (que ya se produjo en la Alemania nazi y que ahora está teniendo lugar en naciones tan diversas como el Reino Unido del Brexit, los Estados Unidos de Trump o algunos países del antiguo Pacto de Varsovia) es algo en apariencia tan inofensivo como la nostalgia. Este mecanismo humano se ocupa de embellecer el pasado y es importante que lo haga porque encarar el futuro requiere cicatrizar,  relativizar. La nostalgia hace que podamos ver en el ayer, por  oscuro y traumático que fuera, notas de optimismo, de belleza, de amor. Esa es la nostalgia sana, la de los abuelos, por ejemplo, que coleccionan recuerdos de antiguas glorias familiares para transmitir esa sabiduría y ese acervo a sus nietos. Pero en política existe otro tipo de nostalgia bastante más peligrosa. Es la que  llaman nostalgia restauradora. Este tipo de nostálgico no quiere limitarse a contemplar el pasado y aprender de él. Aspira a una entelequia, a revivir una idealización interesada y adornada de tan brillantes como inexistentes virtudes. Al nostálgico restaurador no le interesa el pasado con todos su matices, imperfecciones y errores. Lo que quiere  es la versión Walt Disney de la historia, resucitar lo que nunca fue e infantilmente convertirse él en protagonista.

No es casual por tanto que la nostalgia restauradora abrace teorías conspiraniocas y bulos. Nos es casual tampoco que, para volver a ese supuesto paraíso perdido, elija  líderes carismáticos y estrafalarios que han sabido pulsar esa tecla sentimental como Boris Johnson o Trump.  El primero supo capitalizar la nostalgia de los británicos  que llevó a su país por el desbarrancadero del  Brexit. El segundo ha hecho  creer a un número considerable de norteamericanos  que les robaron las elecciones propiciando además que sus fieles intentaran asaltar el Capitolio. Aquí en España tampoco faltan los nostálgicos  y en nuestro caso lo son de signo dispar, unos añoran las delicias la Segunda República, otros la mano dura del franquismo.  Pero más allá del peligro que supone esta malentendida nostalgia que se ha apoderado del mundo existe otro fenómeno paralelo pero muy relacionado con el primero que me parece más grave: la decadencia de la democracia. En países de tan diferentes como Venezuela, Nicaragua, Rusia, Turquía, Hungría, Marruecos  o Filipinas  la democracia se ha convertido en  una farsa. Una farsa aceptada, además, porque en efecto hay elecciones, en efecto existe el sufragio universal, pero una cosa es una democracia y otra muy distinta un estado de derecho y eso parece olvidarse. Claro que esta deriva  merece otro artículo, de modo que con esta idea les dejo: alguien escribió hace años que la nostalgia es un error. Ahora,   con el auge de los bulos, la impagable ayuda de líderes oportunistas y con  la democracia camino de convertirse en simulacro  o en una mera coartada  habría que añadir que se ha vuelto más peligrosa que un mono con un kalashnikov.

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