Por Guillermo Piro |
Desde hace cinco años el mundo editorial europeo, estadounidense y asiático estaba convulsionado. Alguien, haciéndose pasar por agente, traductor y scout literario (el que aconseja libros a las editoriales) estaba persuadiendo a muchos escritores de primer nivel para que les enviaran sus manuscritos inéditos. Y los escritores, persuadidos, adjuntaban su nueva obra en PDF y se la enviaban. Confusión y paranoia. Escritores aseguraban haber mandado su nueva novela a una agencia literaria, pero en la agencia decían que no había recibido nada.
Entre los nombres de las escritores prestigiosos que accedieron se encuentra el de Ian McEwan, Margaret Atwood, Saskia De Coster y Sally Rooney, pero también el de un escritor en ciernes como Ethan Hawke. Lo que no quedaba del todo claro era con qué fin: nadie pedía rescate por los manuscritos enviados bajo amenaza de subirlos gratis a la web, nadie los ponía a circular haciéndose pasar por su autor, nadie tomaba ideas con el fin de escribir una obra maestra. Para colmo, quien enviaba mails no era un improvisado en un mundo del que no conocía el decorado y sus reglas: usaba las palabras adecuadas, era persuasivo pero al mismo tiempo desinteresado, profesional y apasionado, insistente y afable. Las editoriales de Europa, Asia y Estados Unidos habían terminado en alerta, cambiando sus protocolos a la hora de enviarse manuscritos y sometiendo a mails de remitentes desconocidos y conocidos a pruebas fácticas molestas y pérdidas de tiempo. La llamada telefónica volvió a ser una herramienta efectiva. “¿Sos vos el que acaba de mandarme un mail pidiendo el PDF de la nueva novela de Fulano?” “Sí, mandalo que tengo un interesado en Corea...”.
Finalmente, el 5 de enero, el FBI arrestó en el aeropuerto JFK de Nueba York a Filippo Bernardini, un italiano que desembarcaba con fines turísticos, acusándolo de ser el autor de toda la operación. Bernardini tiene 29 años, hasta el momento del arresto trabajaba en la oficina de derechos de la filial londinense de la Simon & Schuster (que lo despidió de inmediato). Bernardini se habría declarado culpable de fraude telemático y de hurto de identidad, pero inocente de la acusación de robo de manuscritos. ¿Entonces cuál era el movil? ¿Por qué tanta intriga, tantos recursos y tanta mentira? Para leer los manuscritos antes que nadie.
Bernardini fue puesto en libertad luego de que su padre, que voló a Nueva York desde Amelia, una pequeña localidad de la Umbria, pagara una fianza de 300 mil dólares. Ahora es huésped en el departamento de una amiga neoyorkina y lleva una tobillera electrónica. Corre el riesgo de ir a la cárcel por un mínimo de dos y un máximo de veinte años.
Bernardini habría registrado al menos 160 direcciones de mail muy parecidas a las de personas existentes del mundo editoral, cambiando solo alguna letra (por ejemplo, simonandschusfer.com en vez de simonandschuster.com) y habría conseguido hackear una agencia de scouting literario de Nueva York, robando una base de datos llena de direcciones y passwords. El 2 de febrero Bernardini se apersonó ante un tribunal federal, donde se declaró inocente. La jueza actuante, Colleen McMahon, se mostró desconcertada –los estadoundienses están habituados a que si hay fraude, hay dinero–: “Entonces usted solo quería leer los libros antes de que fueran publicados? Interesante, muy interesante”, dijo.
El mundo editorial vuelve a respirar tranquilo. No saber en dónde terminó tu manuscrito puede volver loco a cualquiera, incluso puede quitarle el sueño a muchos. Por mi parte, no puedo más que desear que la jueza McMahon comprenda que un lector de verdad es capaz de cualquier cosa.
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