Por Arturo Pérez-Reverte |
Como Teseo, estoy fuera del laberinto y debo entrar. Y luego, salir. Así que me pongo a ello. Busco en Google el enlace. No se trata de cambiar el sentido de mi vida, sino de rellenar un documento que me exigen si quiero subir a un avión. En vez de hacerlo en cinco minutos y en un papel, en el aeropuerto, debo hacerlo de forma telemática. Para mi comodidad, dicen los hijos de la gran puta. Así que me pongo a ello con el ordenador que tengo en la mesa. Escarmentado por experiencias anteriores, a modo de hilo de Ariadna he prevenido a un amigo que sabe de esto, Leandro –director de la revista literaria Zenda, que por cierto acaba de publicar novela–, al que previne con antelación, sabiendo con qué Minotauro me juego el pellejo. Si no he vuelto a tal hora, avisa a mi familia, etcétera.
Tacatacatac, hace el teclado. Voy rápido en nombre y apellidos. Al principio parece engañosamente fácil, pero recuerdo al capitán Alatriste: hombre prevenido, medio combatido. Así que no me fío un pelo y avanzo cauto de casilla en casilla, esperando el sartenazo. Y en efecto: cuando en el requerimiento de nacionalidad escribo la palabra España, se vuelve roja la casilla y dice que nones. Pruebo con Spain, y tampoco. Hago la primera llamada a Leandro y le pregunto qué estoy haciendo mal. Prueba con una pestaña que hay arriba a la derecha, dice. Pruebo y se despliega una lista enorme de lugares: Bélice, Yakutia, Ruritania. Busca Spain y pincha, dice mi Ariadno. La busco y pincho.
De pronto llego a un apartado que no sé qué es: PSC, pone. Nueva llamada telefónica. Pregunto qué es PSC y Leandro responde que no tiene la menor idea. Después, tras pensarlo, acaba diciendo que a ver si lo que me piden es la clave TT. Te llamo en un rato, concluye. Y cuelga. Me llama a la media hora –sigo delante del ordenador, mirando la pantalla– y dice que pruebe a ver si la clave es mi DNI. Lo escribo y la casilla se pone roja. Vete entonces al planner y pon tu número de teléfono, sugiere. ¿Qué cojones es el planner?, pregunto. A la izquierda, dice, arriba de la pantalla, tienes un icono. No tengo ningún icono, digo. Pincha en el retring, aconseja. No sé qué coño es el retring, respondo. Despliega el panel y busca un icono de color fucsia, sugiere. Abro panel, veo icono fucsia, pulso icono fucsia. El icono me pide, en efecto, un número. Escribo el número y llegan a mi teléfono un pitido y un mensaje: Su ZZpaf es 786CW23. Ya tengo el ZetaZetaPaf, le digo a Leandro, orgulloso de ir manejando jerga técnica. Mételo en la pestaña anterior, propone. Lo meto y se abre otra pestaña. Ya tengo la pantalla llena de pestañas. Ladran las pestañas, luego cabalgamos.
Aunque mi gozo en un pozo: la pestaña exige ahora que introduzca el RD, y no tengo ni puñetera idea de qué es un RD. Telefoneo otra vez a Leandro, quien me informa de que se trata del Runner Code. Un código que el sistema exige para confirmar que eres tú y no tu prima Ofelia suplantándote. Y para qué, pregunto yo, iba a querer mi prima Ofelia suplantarme en un avión de Iberia. Pues no sé, replica, pero el RD está en una aplicación de tu teléfono móvil. Me extrañaría un huevo, respondo, porque mi móvil es un viejo Nokia sin acceso a Internet. En tal caso, deduce Leandro, tiene que estar vinculado a tu correo Gmail. Pues eso también lo veo crudo, señalo, porque mi correo es Yahoo. Entonces, dice, mete la contraseña de cuando abriste la cuenta. ¿Qué cuenta?, pregunto. La del navegador que te puso el informático que te dio de alta, responde. El que me dio de alta murió hace dos años de Covid, replico. Leandro se queda callado cinco segundos. Sal afuera y reinicia el proceso, concluye.
Obedezco: salgo, reinicio, se borra todo y empiezo de nuevo. A veces me levanto, doy una carrera por la habitación, grito un par de blasfemias –los perros me miran asombrados– y vuelvo a sentarme y darle a la tecla. Dos horas y cuarenta y ocho minutos después, lo que totaliza cuatro horas y media de la mañana de un día laborable, llego a la guarida del Minotauro y me lo cargo. Después salgo de allí, exhausto pero triunfal, en posesión de un certificado que asegura que me llamo Arturo, que soy de nacionalidad española y que viajo a Lisboa. Eso es todo, o sea: casi lo mismo que pone en mi billete de avión. Le doy a la impresora para llevarlo encima, pues mi teléfono no sirve para eso; pero suena un pitido y en la pantalla aparece un mensaje: La impresora está desconfigurada. Entonces salgo al jardín y, soltando carcajadas como un demente, miro el cielo con avidez, reclamando el meteorito que termine de una vez con este disparate.
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