El helicóptero en el que fue retirada Isabel Perón desde la Casa Rosada.
Por Eduardo Anguita y Daniel Cecchini
El 23 de marzo de 1976, una circular del Banco Central anunciaba el lanzamiento de billetes de 5.000 y 10.000 pesos nuevos, equivalentes a medio millón y un millón de pesos nacionales. El día anterior, la Bolsa ya había abandonado la euforia de la semana previa: la incertidumbre provocó una caída general de títulos y acciones. Los especuladores se refugiaron en el mercado negro del dólar, que había subido a 450 pesos.
De enero a marzo el dólar paralelo había aumentado el 150 por ciento y, en el último año, el 1135 por ciento. Era el mejor refugio financiero: casi tres veces más que los precios mayoristas en el mismo período, que habían crecido el 474,3 por ciento -28,5 por ciento para el mes de febrero-.
Ante la inminencia del golpe, las empresas retenían mercadería y la gente hacía colas o se peleaba con los almaceneros y comerciantes. En la Capital, la dirección municipal de abastecimientos trató de salir al cruce instalando puestos callejeros que vendieran leche, azúcar, aceite, kerosene. Allí vendían la docena de huevos a 40 pesos -10 centavos de dólar-, la mitad que en los almacenes.
A mediados de marzo, los grandes productores habían dejado de entregar a los minoristas: la Municipalidad mandó inspectores a los frigoríficos para decomisar los huevos acaparados. Entonces la Asociación de productores y comercializadores de aves y huevos se puso en gastos con una solicitada para defenderse de las acusaciones del gobierno de Isabel Perón y explicar que ellos no especulaban con los huevos. La titularon “¡Se terminó!” y el primer párrafo decía que “nuestra paciencia fue colmada por las reiteradas demostraciones de incapacidad o mala fe de los funcionarios que han conducido la política económica relacionada con la producción y comercialización del huevo, que es la única causa de la actual escasez de este producto”. La solicitada terminaba con una frase que, ese 23 de marzo, no podía leerse de modo ambiguo: “A partir de este momento, se declara en estado de alerta la producción y comercialización de huevos de todo el país”.
Esa tarde el título de La Razón, a ocho columnas, era claro: “Es inminente el final. Todo está dicho”. Y, encabezando su primera página, un pequeño texto: “Siete días de diciembre, treinta y uno de enero, veintinueve de febrero y veintitrés días de marzo suman los tres meses que han transcurrido desde que el teniente general Jorge Rafael Videla pronunciara, desde el frente de operaciones en Tucumán, junto a las fuerzas bajo su mando, en Nochebuena, su trascendente alocución. Al cumplirse hoy los noventa días de esa dramática apelación, que algunos parecieran no haberla tenido demasiado en consideración en su debida dimensión y profundidad, hay que recordar, ante las circunstancias críticas del presente, algunas de las expresiones del teniente general Videla, que dijo: ‘El Ejército argentino, con el justo derecho que le concede la cuota de sangre derramada por sus hijos, héroes y mártires, reclama con angustia pero también con firmeza, una inmediata toma de conciencia para definir posiciones. La inmoralidad y la corrupción deben ser adecuadamente sancionadas. La especulación política, económica e ideológica deben dejar de ser medios utilizados por grupos de aventureros para llegar a sus fines’. El país se pregunta, a tres meses de aquellas severas palabras, ¿qué debería decir el general Videla si hablara hoy? Una fuente responsable responde: -Ahora nada, todo está dicho.”
En Buenos Aires, en la Casa Rosada y el Congreso se sucedían reuniones para buscar alguna solución a lo inevitable. Esa mañana, en un juzgado de San Isidro, Blanca y Erminda Duarte habían presentado una demanda de juicio sumarísimo contra María Estela Martínez de Perón para recuperar el cadáver de su hermana Eva, que yacía en la quinta de Olivos, porque “queda desplazada cualquier pretensión que, sobre el cuerpo, pudiera invocar la señora Martínez de Perón, quien carece de toda relación de parentesco y/o afecto con ella…”.
Mientras tanto, el secretario general de la CGT, Casildo Herreras, flanqueado por José Rodríguez, de SMATA, y Ramón Elorza, de gastronómicos, aparecía en Montevideo con una sentencia inexcusable:
-Me borré.
Un aviso publicado en todos los diarios y firmado por la Liga por Comportamiento Humano mostraba el dibujo de un soldado con fondo de cielo estrellado. Su título decía "No estás solo…" y, debajo, el texto explicaba que "…tu pueblo te respalda. Sí, no es sencilla la lucha. Pero saber de qué lado está la verdad la hace más fácil. Tu guerra es limpia. Porque no traicionaste. Porque no juraste en vano. Ni vendiste a tu patria. Ni pensaste en huir. Porque empuñas la verdad con tu mano, no estás solo".
Desde la televisión, el líder del Partido Intransigente, Oscar Alende, usaba el espacio concedido a los partidos políticos, en vistas a unas elecciones previstas para fines de ese 1976. Todos sabían que las urnas no se abrirían. El médico de Banfield, abatido, decía:
-Vivimos el fin de un ciclo y el comienzo de otro nuevo que engancha lo que debió ser y no fue y lo que vamos a ser. Se trata de una época en que habrá que decidir si los argentinos vamos a ser vencidos y dominados quizás por muchos años o si la Nación se va a levantar sobre sí misma sobre la base de sus posibilidades inmensas y de la enorme calidad dc su pueblo…
El discurso sonaba como una mezcla de llamamiento desesperado y aceptación casi resignada de lo inevitable.
-Quisiera que las Fuerzas Armadas se integren en una gran política que resguarde los valores nacionales y populares en la lucha por la emancipación nacional y social… Me parece que esto no tiene salida.
Una semana antes, el 16 de marzo, el líder de la Unión Cívica Radical, Ricardo Balbín, también había sonado resignado e impotente en su mensaje por la cadena nacional:
–Algunos suponen que yo he venido a dar soluciones, y no las tengo. Pero las hay. Es ésa. La unión de los argentinos para el esfuerzo común de todos los argentinos.
Lo que Balbín decía estaba claro: si había soluciones, no eran las que podía dar la política dentro de la democracia.
Todo está dicho
“Está todo bien, muchachos. Todo es normal y no tengo noticias de movimientos de tropas. El Gobierno no negocia ni hay ultimátum militar”, dijo Lorenzo Miguel a los periodistas que le preguntaron qué pasaba cuando salió de la Casa Rosada, poco después de la hora cero del miércoles 24 de marzo.
Isabel Perón, junto a los militares golpistas Jorge Rafael Videla y Emilio Eduardo
Massera, muchos antes del golpe de marzo de 1976.
El líder de la UOM y secretario general de las 62 Organizaciones sabía que no era así: se lo acababa de informar Francisco Deheza, el ministro de Defensa de Isabel, tras una reunión los comandantes militares Héctor Agosti, Emilio Massera y Jorge Videla en la sede del
Edificio Libertador. El golpe era inevitable.
Deheza llevaba apenas 12 días en el cargo de Defensa, estaba casado con Marta Lonardi, la hija del general Eduardo Lonardi, quien había encabezado las acciones para derrocar a Juan Perón en septiembre de 1955. Deheza no tenía la más mínima incidencia en lo que harían los mandos militares. Ese 23 de marzo a la noche, sintetizó la situación ante Isabel y el resto de los ministros y dirigentes justicialistas reunidos en la Rosada. Era muy simple: los militares no aceptaban ninguna negociación.
Los funcionarios y dirigentes, pasada la medianoche, salieron por la puerta de Balcarce 50. Isabel, en cambio, se quedó en su despacho. Miguel salió con Deolindo Bittel y fueron abordados por reporteros gráficos y cronistas.
-Vamos a seguir conversando mañana - dijo Bittel, a sabiendas de que nadie lo creía.
Poco antes de la una del miércoles 24 de marzo, el Rambler Ambassador presidencial, de color negro, salió por la explanada de Balcarce y tomó Libertador hacia la quinta presidencial. Adentro iba una mujer que no era María Estela Martínez de Perón sino una sustituta. Por indicación del edecán naval, capitán de Fragata Ernesto Diamante, la Presidenta salía en un helicóptero que llevaba tres signos distintivos: la inscripción Fuerza Aérea Argentina, una escarapela nacional y la sigla H-02. El general Gustavo Giacosa, quien fuera edecán militar el 20 de diciembre de 2001 y que acompañó a Fernando de la Rúa en el viaje a la Quinta de Olivos 25 años después, señala la coincidencia:
-El helicóptero en que subí con De la Rúa, mucho más moderno, también decía H-02.
La viuda de Perón fue solo con su secretario privado, Julio González, y Rafael Luissi, jefe de la custodia. Las coincidencias, vuelven a surgir. De la Rúa también fue en compañía de su secretario privado, Leonardo Aiello. La diferencia es que el radical llegó a la Quinta de Olivos, mientras que a Isabelita le habían tendido la celada.
El edecán les dijo que se trataba de una medida de seguridad ante un posible ataque guerrillero. En realidad, era el principio de la “Operación Bolsa”. Este operativo, complejo, fue montado porque el jefe del Regimiento de Granaderos a Caballo, coronel Jorge Sosa Molina, se opuso a que Isabelita fuera detenida dentro de la Casa Rosada. Hay una doble explicación para la conducta de Sosa Molina. La primera, institucional, Granaderos es la fuerza militar de protección del Jefe de Estado. La segunda era que Sosa Molina era pariente de José Humberto Sosa Molina, quien fuera miembro del GOU junto a Perón y su ministro de Defensa durante la primera presidencia. A su vez, pese a sus orígenes cercanos al peronismo, Sosa Molina se había ganado un gran prestigio entre sus camaradas porque fue quien, por una información fortuita, logró emboscar dentro de la Quinta de Olivos a decenas de paramilitares armados que estaban bajo las órdenes de José López Rega, el principal sostén de Isabelita. Eso fue el 19 de julio de 1975 y López Rega logró dejar el país y abandonó a su suerte a la viuda de Perón.
La postura de Sosa Molina llevó a los jefes del golpe de Estado a diseñar una relojería compleja que permitiera detener a la Presidenta.
La detención
A los diez minutos de despegar del techo de la Casa Rosada, el helicóptero aterrizó en el Aeroparque. El piloto usó la excusa ante la Presidenta:
-Tenemos un desperfecto técnico.
Isabelita y sus dos acompañantes fueron llevados a la oficina del jefe de la base aérea. El despacho se convirtió en una ratonera.
-Están detenidos –escucharon González y Luissi de boca de un oficial en uniforme de combate.
Con la Presidenta el trato fue más cordial. Se le aproximaron el general José Villarreal, el brigadier Basilio Lami Dozo y el contraalmirante Pedro Santamaría. La novedad la comunicó Villarreal:
-Señora, está usted arrestada.
El general le pidió su cartera, Isabelita se la dio. Villarreal extrajo un pequeño revólver del interior y se la devolvió. La viuda de Perón estaba tranquila, pero intentó una última defensa. En un aparte con el general Villarreal, le dijo que estaba equivocado.
-Acá debe haber un error. Ya se llegó a un acuerdo con los tres comandantes. Podemos cerrar el Congreso. La CGT y las 62 me responden totalmente. El peronismo lo conduzco yo, la oposición me apoya. Yo les doy a ustedes cuatro ministerios y los tres comandantes podrán acompañarme en la dura tarea de gobernar.
La respuesta de Villarreal sonó como un cachetazo:
-A usted, señora, no le responde nada más que una cúpula de gremialistas corruptos, su peronismo está dividido y la oposición pide masivamente su renuncia.
Cuando le dijeron que se la iban a llevar a la residencia El Messidor, en Bariloche, Isabel Martínez contestó que no tenía ropa. Los militares le dijeron que irían a Olivos a buscarla y le preguntaron quién quería que la acompañara a su nuevo destino.
-Mi gobernanta, por favor.
Media hora después, la gobernanta, una mujer de unos 50 años, les explicó que ella no quería ir “porque yo no tengo ningún vínculo afectivo con la señora, para mí esto era sólo un trabajo”. A las tres de la mañana, María Estela Martínez, después de haber estado casi 20 años al lado de Perón y de haber ejercido la Presidencia desde su muerte, el 1° de julio de 1974, era embarcada en el avión presidencial Patagonia.
El golpe militar estaba en marcha. La "Operación Bolsa" era la más prolija de las redadas puestas en marcha en todo el país durante esa madrugada. De civil y de uniforme, de todos los cuarteles salían fuerzas militares para secuestrar y matar. También para ocupar las radios y los canales de televisión. La comunicación estaba muy cuidada por quienes ponían en marcha el plan criminal más despiadado de la historia argentina.
Los comunicados
La noche porteña estaba despejada, agradable: 20 grados y el cielo estrellado. No había nadie en las calles. A las tres y veintiuno se escuchó al locutor, grave, por la cadena nacional:
-Comunicado número uno. Se comunica a la población que a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta de Comandantes Generales de las Fuerzas Armadas. Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento de las disposiciones y directivas que emanen de la autoridad militar, de seguridad o policial, así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal en operaciones. Firmado: general Jorge Rafael Videla, almirante Emilio Eduardo Massera y brigadier Orlando Ramón Agosti.
Minutos después el mismo locutor dijo que seguía vigente el estado de sitio y que "cualquier manifestación será severamente reprimida". A las tres y media, el locutor dijo que la Junta Militar ordenaba el cumplimiento de todos los servicios y transportes públicos.
Cinco años presa y después
Isabelita fue llevada a un pequeño pero elegante castillo estilo francés, rodeado de jardines, construido a metros del Nahuel Huapi en Villa La Angostura, Neuquén. Fue diseñado, al igual que el hotel Llao Llao, por el arquitecto Alejandro Bustillo. Allí la derrocada Presidenta vivió en soledad. Solo contaba con la compañía de Rosarito, su asistente de origen español y algunos perritos caniches, que era la raza predilecta de Perón en su exilio en Puerta de Hierro. Alrededor de la mansión, sí, había un fuerte dispositivo militar que se mantuvo los siete meses en los que Isabelita estuvo en el sur.
Luego fue trasladada a una dependencia de la Armada en la ciudad de Azul, bajo la lupa del almirante Massera. Pasado el Mundial 78, la trasladaron a la histórica quinta de San Vicente. Finalmente en julio de 1981, los dictadores le concedieron la salida a España. Allí, Isabelita eligió Puerta de Hierro, un elegante barrio al lado de la Carretera de La Coruña, cerca de donde había vivido con Perón.
Llevó una vida de sosiego pese a que la Triple A había cobrado no menos de 500 víctimas fatales durante su gobierno y bajo las órdenes de su fiel compañero y guía espiritual José López Rega. El único sobresalto que tuvo fue en el marco de los juicios de Madrid, en el juzgado de Baltasar Garzón.
A fines de los noventas, el abogado argentino Carlos Slepoy, exiliado tras años de detención, fue una pieza clave en las acusaciones a los genocidas que gozaban de impunidad por indultos y leyes de perdón. Slepoy fundamentó la acusación a Isabelita y eso significó que la ex Presidenta pasara cinco horas en la Audiencia Nacional mientras la interrogaba Garzón. Por toda respuesta, cada vez que le preguntaban, ella miraba hacia todos lados y decía:
-No me acuerdo de nada.
A sus 91 años, Isabel Martínez de Perón sigue viviendo en el chalet de Valle de Ulzama 16, en la tranquila localidad de madrileña de Villanueva de la Cañada. Sus vecinos dicen que sale poco y nada, pero que en la misa de los domingos tiene asistencia perfecta.
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