Por Loris Zanatta |
Los tanques rusos acababan de ingresar en Ucrania cuando un pequeño automóvil salió del Estado vaticano para dirigirse a la embajada de Rusia. El Papa estaba a bordo. ¿Qué cara habrá puesto el diplomático al verlo? Los cronistas se han deleitado. Los críticos le saltaron encima: otra vez el Papa violando el protocolo y desvalorizando la diplomacia de la Santa Sede, acostumbrada a recibir embajadores, no a visitarlos. Los hagiógrafos aún más: otra vez el Papa indiferente a las formas para intervenir en defensa de la paz. Mi interpretación es diferente. En mi opinión, el gesto expresó la reacción decepcionada y exasperada de quien se sintió traicionado.
Sí, porque desde el comienzo de su pontificado hasta hoy, el papa Francisco ha invertido mucho en Rusia, en el patriarca ortodoxo de Moscú y en el mismo Vladimir Putin. Y esto ha generado no pocos malestares en Ucrania, tanto entre los fieles ortodoxos, cerca del 70% de la población, como entre los católicos ucranianos de rito oriental, los uniatas, primera minoría religiosa. Así que la tragedia que se desarrolla ante nuestros ojos –las ciudades ucranianas destrozadas por las bombas y la población en fuga– echa una sombra sobre el pontificado.
Es normal: aunque no se mencione el tema y todos busquen las causas en el gas y la geopolítica, la agresión rusa contra Ucrania tiene profundas raíces religiosas. Por otra parte, siempre ha sido así, diga lo que diga la vulgata: desde que el mundo es mundo, nos matamos más por la fe que por el comercio.
Que quede claro, sería superficial restregárselo a Francisco: hace siglos que la herida sangra, décadas que se infectó, años desde que se convirtió en gangrena. Pero el hecho es que en los primeros años del pontificado recibió tres veces con gran calidez a Putin. No por casualidad. En la crisis siria casi le reconoció un rol como defensor de la fe. Mientras tanto, en La Habana firmó un histórico documento conjunto con el patriarca Kirill. A muchos les pareció imprudente, tanto por el contenido, una oda cesaropapista a Dios y a la patria, como por la forma, tratándose de una autoridad apenas distinguible de la del autócrata del Kremlin. Todos celebraron entonces el triunfo del papa argentino: había tendido un puente de paz, triunfado donde habían fracasado sus predecesores, demasiado cercanos a los uniatos ucranianos para ser bienvenidos en Moscú. En Kiev tragaron saliva: el Papa nos sacrificó por la alianza con Rusia, decían muchos católicos, pensaban muchos ortodoxos.
Tenían sus razones. Moscú ya había ocupado Crimea y el conflicto inflamaba el este de Ucrania, donde se concentra la minoría rusa. Las raíces religiosas de la guerra crecieron rápidamente, el suelo era fértil. Por un lado, una vez reconstituida la unión histórica de “trono” y altar, la fusión de Estado e iglesia, Vladimir Putin aspiraba a restaurar la Rusia imperial. ¿No habían sido siempre el zar y el patriarca sus pilares? ¿La fe el fundamento de su misión histórica? Súbditos de segunda, a menudo arrebatados a los vecinos polacos y austríacos, los ucranianos siempre habían sido considerados potenciales caballos de Troya de Occidente, el enemigo eterno del paneslavismo ruso. Había que atarlos con correa. Por otro lado, para los ucranianos la independencia nacional y la emancipación religiosa eran dos caras de la misma moneda: no podía haber una sin la otra, aún más después de las anexiones rusas de 2014. Por lo tanto, era urgente romper el vínculo que durante siglos había sometido a los fieles de Kiev al Patriarcado de Moscú.
Dicho y hecho: sucedió en 2018, el patriarcado de la capital ucraniana se separó de Rusia y la nueva Iglesia Ortodoxa de Ucrania fue reconocida por el Patriarca Ecuménico de Constantinopla. Kirill armó un gran escándalo y rompió relaciones con medio mundo: no toleraba perder millones de fieles. Atrapado entre la espada y la pared, el triunfo de Bergoglio se desvaneció, había durado lo que un merengue ante la puerta de un colegio: al construir puentes con materiales malos, el riesgo es quedar bajo los escombros. En definitiva, cada uno metió su mano al subir de la tensión, pero la invasión militar borra todos los matices, sepulta todas las distinciones, vuelve aleatorios los derechos y los errores: hay un verdugo y hay una víctima, aunque las declaraciones vaticanas prefieran callarlo. Espero equivocarme, pero dudo de que después de exponerse en favor de Rusia, el Papa pueda ahora erigirse en mediador.
Solo quedan dos preguntas. La primera es por qué confió tanto en Putin. Creo que la respuesta se encuentre en la formación cultural de Bergoglio, base de su visión geopolítica. Su enemigo fue siempre la cultura “ilustrada”. Bueno, acaso en la historia y en la fe del “pueblo” ruso, en la cultura antiilustrada que lo empapa, vea un bastión contra el “secularismo” occidental. Es lo mismo que alguna vez alimentó el populismo ruso, que hoy convierte a Putin en ícono del populismo contemporáneo. Me temo que esto le hizo subestimar las oscuras y brutales implicaciones de su nacionalismo mesiánico.
La segunda pregunta es cómo se explica que en el corazón de Europa tengamos todavía que presenciar tal barbarie. Sospecho que el meollo del conflicto radica en la idea sagrada de nación, y mítica de pueblo, del nacionalismo ruso, en su pulsión escatológica. En una tradición antigua, reforzada por el odio visceral al racionalismo occidental. Ajena al concepto constitucional como pacto legal y racional, concibe al pueblo y a la nación como organismos vivos en perpetua guerra por la supervivencia. ¿Será por eso que Rusia se siente siempre amenazada? ¿Que los vecinos tienen razón en temerle? Ciertamente no es solo un fenómeno ruso; el occidente europeo lo sufrió mucho y a fondo; América Latina todavía lo padece. Pero donde el “secularismo” lo ha domesticado, la guerra ya no es una opción y los países más secularizados, que alguna vez fueron tan belicosos, han dejado de matarse entre ellos. En lugar de combatir la secularización, como ha estado en boga el los últimos tiempos, debería reevaluarse. Tal vez esta pueda ser una de las consecuencias inesperadas de esta guerra absurda: impulsar el rescate de la tradición secular como antídoto contra la lógica tribal de Putin y sus admiradores. Si así fuera, podría ocurrir que el tiro le saliera por la culata.
© La Nación
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