Por Cristian Vázquez (*)
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¿Cuántas veces hay que contar una historia para que deje de doler? Narrar una experiencia una y otra vez permite hacer catarsis, sanar heridas, poner los hechos en orden y ver con mayor claridad sus conexiones, sus causalidades, sus mecanismos ocultos. “Las cosas que nos pasan cobran sentido cuando las oímos contadas: recién ahí entendemos –asegura una novela de Juan Forn–. Le decimos a alguien (o alguien nos dice a nosotros) qué nos pasó, y de pronto es eso lo que nos pasó”.
La literatura es una de las principales formas que nuestra sociedad tiene para contar(se) historias. Sin las prisas del periodismo, las novelas, los cuentos y la poesía pueden hurgar bajo la corteza de la realidad, indagar en sus intersticios, proponer nuevas preguntas antes de conformarse con las primeras respuestas. Se toman su tiempo, y gracias a eso llegan más lejos.
Este 2 de abril se cumplen cuarenta años del desembarco argentino en las islas Malvinas, hecho que dio lugar a la guerra con el Reino Unido. Una aventura tan disparatada como trágica, que duró solo 74 días pero dejó una enorme herida que continúa abierta en la sociedad argentina. Un episodio de la historia que la literatura ha visitado de variadas formas. “Malvinas es una mancha temática extraordinariamente productiva, no por frecuencia sino por calidad y persistencia”, escribió Elsa Drucaroff hace quince años, y su afirmación sigue vigente.
La historia la ganan los que escriben, dicen por ahí, invirtiendo los términos del adagio clásico. Y aunque los libros no sirven para ganar las guerras perdidas, sí ayudan a la comprensión, al aprendizaje, a la memoria. Más aún, parafraseando a Pessoa: ya que no es posible conseguir belleza de la guerra, la literatura procura al menos conseguir belleza de no poder conseguir belleza de la guerra. “Hagamos de nuestro fracaso una victoria –pide el poeta portugués en su Libro del desasosiego–, algo positivo y en pie, con columnas, majestad y aquiescencia espiritual”.
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La primera novela sobre la guerra de Malvinas fue escrita en tiempo real: Fogwill dató Los pichiciegos entre el 11 y el 17 de junio de 1982. Esto es, entre tres días antes y tres días después de la capitulación argentina (el 14 de junio). Mientras casi todo el mundo a su alrededor creía hasta el último momento en el “estamos ganando” impuesto por los medios y el discurso oficial, Fogwill tuvo la lucidez de ver lo que realmente sucedía en las islas: los soldados argentinos pasaban hambre y frío y solo querían esconderse bajo la tierra (como pichiciegos, es decir, Chlamyphorus truncatus, una especie de topo de las pampas) y salvar la vida y esperar a que ese infierno se terminase.
A su manera, la novela de Fogwill –publicada en 1983– se inscribe en la tradición del Martín Fierro, uno de los cimientos de las letras de este país: el protagonista no es un héroe que arriesga la vida por su patria ni por un ideal, sino alguien que deserta y huye, porque lo único que le importa es salvar el pellejo.
La literatura ha evidenciado desde el primer momento que el principal enemigo de los soldados argentinos en las Malvinas no fueron los ingleses, sino sus propios jefes: los militares, la atroz dictadura que gobernaba el país desde 1976 y que lo embarcó en el despropósito de hacer la guerra a una de las mayores potencias bélicas del mundo. Las islas fueron, de algún modo, una extensión de los centros clandestinos de detención y tortura que el régimen había desperdigado por todo el país.
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La derrota militar precipitó el final de la dictadura en Argentina, y también un afán por guardar el recuerdo de la guerra debajo de la alfombra. “Los militares intentaron esconder a los que habíamos regresado y nos prohibieron hablar sobre el conflicto –escribió el periodista y excombatiente Eduardo Esteban–. Querían que calláramos, y en consecuencia olvidar”. La sociedad toda optó por el silencio.
Pero “la literatura puso palabras ahí donde otros no hablaban”, me dice Federico Lorenz, escritor e historiador especializado en la guerra del Atlántico Sur. Julieta Vitullo, por su parte, en su libro Islas imaginadas: la guerra de Malvinas en la literatura y el cine argentinos, de 2012, apunta que “Malvinas es un malestar en la conciencia nacional al que el discurso político parece no poder enfrentarse, pero la literatura sí”.
En esos primeros años hubo textos que tuvieron su repercusión, como el breve y extraordinario “Juan López y John Ward” (1982), de Jorge Luis Borges, y la novela A sus plantas rendido un león (1986), de Osvaldo Soriano. También “obras de teatro, algunas poesías, pero Malvinas no tuvo en la literatura, hasta momentos más recientes, la visibilidad que tuvieron otros temas”, añade Lorenz.
La investigadora Luz Souto, en un artículo académico sobre la “literatura de la guerra”, distingue “tres momentos distintivos en la producción, establecidos a partir de la división generacional de los escritores, de los cambios sociales y de las características de los narradores y personajes”.
El primero de esos momentos abarca los años ochenta; el segundo coincide con la década de 1990. Entre los relatos más destacados están los cuentos “Memorándum Almazán”, de Juan Forn, “El aprendiz de brujo” y “La soberanía nacional”, de Rodrigo Fresán, y las novelas La flor azteca, de Gustavo Nielsen, y Kelper, de Raúl Vieytes. Pero sin dudas la obra más importante de esos años es Las islas, novela de Carlos Gamerro, publicada en 1998, que plantea el trauma de los veteranos que quedaron “atrapados” en la guerra, que de algún modo siguen allá, mentalmente no pueden abandonar las islas o siempre están regresando a ellas. “Todos soñamos con volver. Es difícil de explicar. Yo no volvería ni loco. Pero sueño con volver”, dice Felipe Félix, el protagonista.
Por cierto, como subraya Souto, la gran mayoría de los autores que han escrito sobre Malvinas son varones. Y los cinco mencionados en el párrafo anterior nacieron entre 1959 y 1963: pertenecen a la misma generación que aquellos muchachos a quienes, cuando tenían entre dieciocho y veinte años, les pusieron un fusil en las manos y los mandaron a “defender la patria”.
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La tercera de las etapas de la literatura de la guerra consiste en lo que llevamos del siglo XXI. Muchas de las obras de este período están escritas por personas que estaban en su infancia o incluso no habían nacido durante la guerra. El tiempo transcurrido hace que los argentinos podamos ver el tema Malvinas desde otro lugar, con una perspectiva más amplia.
Algunas novelas de este período: La balsa de Malvina, de Fabiana Daversa, 2022: la guerra del Gallo, de Juan Guinot, Segunda vida, de Guillermo Orsi, Trasfondo, de Patricia Ratto, 1982, de Sergio Olguín, Wërra, de Federico Jeanmaire, Montoneros o la ballena blanca y la reciente Para un soldado desconocido, de Federico Lorenz. Entre los cuentos, podemos mencionar “Jonás”, de Guillermo Saccomano, varios de Eduardo Belgrano Rawson incluidos en su libro Vamos fusilando mientras llega la orden, y los incluidos en dos antologías de varios autores: Las otras islas, de 2012, y La guerra menos pensada, que se acaba de editar. No debe quedar fuera de esta lista el biodrama Campo minado, de Lola Arias.
Todas estas obras trabajan una y otra vez sobre el sinsentido de esta guerra, que es un poco el absurdo de todas las guerras, aunque con una particularidad: la “causa nacional” que representa para casi todos los argentinos la soberanía de las Malvinas. Se repudia la aventura patriotera de 1982 pero se reivindican los derechos sobre las islas. “Escribir sobre Malvinas es siempre exponerse a escribir sobre las miserias argentinas, pero también sobre su épica”, apunta el escritor Edgardo Scott. La pulsión de volver a un infierno al que no se volvería jamás. La necesidad de hablar de lo que parece inefable, de aquello para lo cual las palabras siempre parecen insuficientes. Las Malvinas como un territorio de tensiones irresolubles.
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“Volvimos diez mil iluminados, locos, profetas, malditos –dice el protagonista de Las islas, la novela de Gamerro–, y ahí andamos, sueltos por las cuatro puntas del país, hablando un idioma que nadie entiende, haciendo como que trabajamos, jugamos al fútbol, cogemos, pero nunca del todo, en algún lugar sabiendo siempre que algo nuestro valioso e indefinible quedó enterrado allá. En sueños, al menos, todos volvemos a buscarlo. ¿Entendés? No es el criminal el que vuelve al lugar del crimen. Es la víctima, bajo la tiránica esperanza de cambiar ese resultado injusto que la dañó”.
El poemario Soldados, del excombatiente Gustavo Caso Rosendi, publicado en 2009, se cierra con estos versos:
Somos los que aún permanecemos
en cuclillas los que todavía tenemos
las pupilas como esquirlas candentes
los que a veces nos seguimos
arrastrando por
la noche
los que todavía soñamos
con regresar algún día
Cuarenta años después, la guerra continúa siendo un concepto complejo, contradictorio, un poco difuso, siempre en fuga, inasible. “Malvinas es, sobre todo, el relato de una posibilidad –dice Luz Souto–. Y es en esa promesa potencial donde se inscribe también la literatura sobre la guerra”. Una guerra que se abre como un fractal, cuyas imágenes más características no son las típicas de una batalla (disparos, gritos, explosiones) sino el hambre y el frío que pasaron los soldados, el delirio colectivo de una sociedad que apoyó y vitoreó las acciones militares, el abandono y el silencio y el desprecio con que se castigó a los excombatientes y que llevaron al suicidio a más de medio millar.
Esas son las heridas que más cuesta cerrar, las que no dejan de doler, las que llevan a preguntarse cuántas veces más será necesario contar una historia que en realidad nunca es la misma: siempre es distinta, siempre es otra. Las cosas que nos pasan cobran sentido cuando las oímos contadas, pero algunas son tan absurdas que precisan de innumerables versiones para, a lo mejor, un día, tener algún significado.
(*) Periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.
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