Anuncio. En el partido bonaerense de Malvinas Argentinas, el presidente le
declaró la guerra a la inflación.
Por Sergio Sinay (*)
Según estimaciones de varios organismos internacionales, como Acnur (agencia de las Naciones Unidas para los refugiados), Global Security (organismo internacional de seguimiento de las guerras), el Banco Mundial, y Council on Foreign Relations (think thank estadounidense especializado en política exterior), en este momento hay en todo el planeta alrededor de 65 guerras activas, entre las de baja, media y alta intensidad.
La intensidad alude a la cantidad de bajas que causan. De todas ellas la de Ucrania es la más mediática y la más reciente. Ocupará declaraciones y preocupaciones por un tiempo, hasta ser desplazada por otra, como ocurrió en su momento con Irak, Siria, Afganistán, los Balcanes y demás, en clara demostración de que ninguna guerra es la última ni termina con todas. Argentina, país siempre peculiar, acaba de agregar a esa lista su propia guerra, la cual se inició el viernes último. Proclamada por el presidente se trata de la guerra contra la inflación, un enemigo que viene minando la economía, los proyectos, las expectativas, la confianza, la energía y la paciencia de la población desde tiempos que amenazan con ser inmemoriales.
Al presidente, que navega con soltura entre la procrastinación, las promesas incumplidas, los dichos y desdichos y las amistades con los líderes más impresentables del planeta, le llevó casi dos años y medio declarar esta guerra, mientras el enemigo, ya infiltrado, terminaba de sacar carta de ciudadanía y se instalaba con toda comodidad como parte natural de la vida en estas pampas. Así llegó al 50,9% en 2021 y a 4,7% en febrero de este año (una de las más altas del mundo, superior a Venezuela). En ese tiempo, con su ministro de economía (hábil declarante e ilusionista) como enviado especial, se dedicó a una negociación tan compleja como absurda con el Fondo Monetario Internacional, la que no solo fortaleció al enemigo inflacionario, sino que terminó con el país y su futuro contra las cuerdas. Todo el proceso hizo recordar a Rugido de ratón, película dirigida en 1959 por Jack Arnold, y protagonizada por el genial Peter Sellers, que encarnaba a los tres personajes principales: la duquesa, el primer ministro y el mariscal de campo del ínfimo ducado de Grand Fenwick, que le declara la guerra a Estados Unidos cuando ve descalabrarse su economía, basada pura y exclusivamente en la exportación de un vino pinot. La idea detrás del desopilante rugido es perder la guerra y obtener de su vencedor una especie de Plan Marshall que le permita resucitar.
La guerra contra la inflación se declaró en paralelo a las conflagraciones internas en la coalición gobernante, que a esta altura se parece a una bomba de fragmentación estallada. Imposible reconstituirla o al menos reconocer los fragmentos. Todos contra todos y cada uno contra sí mismo, como en el título de una peculiar y recomendable novela del escritor argentino Bob Chow. Además, la ofensiva anunciada por el presidente no trae novedades en materia de armamentos. Control de precios, fideicomisos, subsidios, prohibición de exportaciones, etcétera. Una confirmación de la involución distópica o necrofilia política que el ensayista y analista internacional venezolano Moisés Naim, radicado hace muchos años en Washington y autor del reciente libro La revancha de los poderosos, adjudica a la Argentina. Naim describe esa necrofilia como una perversión consistente en una atracción irresistible por las malas ideas y peores prácticas que han sido probadas una y otra vez sin más resultado que sangre, sudor, lágrimas, miseria y corrupción. Ideas y prácticas que siempre terminan mal y que, dice el ensayista, son el arsenal clásico de los gobiernos populistas, que, manipulando las esperanzas de la ciudadanía, prometen lo que no van a cumplir, aunque en el camino busquen ganar tiempo para afianzar su poder. No sería raro que la guerra contra la inflación, pomposamente anunciada, termine produciendo su mayor número de bajas entre una ciudadanía ya desgastada, deprimida, desesperanzada y, al final, nuevamente burlada.
(*) Escritor y periodista
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