Por Sergio Suppo
Años con el país al borde de la cornisa han convertido en adictivo un juego del sistema político del país: el intercambio de culpas y responsabilidades de sus protagonistas. Un juego habitual en el resto del mundo como parte de las pujas por el poder, en la Argentina parece ser lo único que importa.
A esta altura de la catástrofe social, la recurrencia a la pelea por la pelea misma como negocio político es cada vez más peligrosa. El contexto es tan conocido como menospreciado por los jugadores: indicadores de pobreza que alcanzan a la mitad de la población, alzas de precios que hacen temer una hiperinflación y una creciente dependencia de millones de personas de un Estado que emite billetes sin respaldo.
La semana quedó atragantada por otro penoso capítulo de los muchos ya registrados en los que la realidad fue sepultada entre discursos provocadores, gestos despectivos y desplantes sobreactuados. Ojalá pudieran creerse las palabras puerilmente optimistas con las que Alberto Fernández dibujó la supuesta recuperación económica pospandemia. Pero los datos de la realidad no colaboran con las fantasías con las que el Presidente decoró su enésimo discurso de intento de seducción a Cristina Kirchner y sus seguidores.
Alberto necesita de quien lo llevó a la Casa Rosada para convalidar el acuerdo con el Fondo Monetario, pero a la vez requiere de la oposición para que colabore con la votación de ese entendimiento. Por eso eligió darle a la vicepresidenta el gusto de la provocación que tanto disfruta y que reafirma su protagonismo gracias a una contraparte que la rechaza, pero al mismo tiempo la mantiene vigente.
Esa insólita mezcla de mohínes vicepresidenciales, discursos escritos para agradar y para provocar a la vez fue decorada por el retiro de sus bancas de los legisladores del socio principal de la coalición opositora.
Fernández acusa en la Justicia a Mauricio Macri y también a los funcionarios del Fondo. De uno necesita los votos en el Congreso y de los otros, la voluntad de extenderle para la segunda parte del mandato presidencial que viene el comienzo de los pagos del crédito que contrajo el fundador de Pro. El discurso de los dirigentes de Macri fue irse de sus bancas como rechazo al pasaje en el que el Presidente recuerda que insistirá con la demanda judicial.
El kirchnerismo acusa a Macri por el endeudamiento con el Fondo con la misma razón con la que Juntos responde que sus adversarios contrajeron obligaciones todavía más cuantiosas. Todos tienen razón, pero ninguno asume su responsabilidad. Peor, ninguno asume la necesidad de empezar a remediarlo con una política común.
La ausencia no suele ser un buen mensaje político, como tampoco los arrebatos temperamentales de la mayoría opositora, que, hace semanas, reaccionó ante una provocación similar de Máximo Kirchner y decidió en segundos votar en contra del proyecto de presupuesto. Estaba acordado que el proyecto regresaría a comisión, un triunfo que la oposición podría haber celebrado como un signo de que en el Congreso las leyes importantes no se votan tal como llegan del Poder Ejecutivo. Pero como el hijo de la vicepresidenta los atacó, quienes sueñan con ser una alternativa de poder eligieron dejar al país sin presupuesto, en lugar de seguir trabajando para modificar los disparates que había redactado el ministro de Economía, Martín Guzmán.
Así, la oposición le regaló al Presidente la posibilidad de manejar los recursos como se le antoje.
¿Quién dijo que reaccionar a las provocaciones es la mejor forma para volver al poder? Puede dar un resultado inmediato en la tribuna que grita todos los goles que sufre el kirchnerismo, pero no puede ser una estrategia. La crisis de la Argentina consiste en algo más que desterrar al populismo.
Se hace imprescindible un plan de gobierno que pueda ser soportado por un electorado acostumbrado a la comodidad de las promesas efectistas que luego nunca terminan de cumplirse.
Una clave central para saber si la Argentina tiene salida es conocer la capacidad de comprensión de los votantes respecto de la realidad. En segundo lugar, pero no menos clave, es prever el nivel de tolerancia a contrariedades que ya estamos sufriendo, pero que podrían prolongarse en el tiempo bajo la forma de un plan de reacomodamiento de las cuentas públicas.
El kirchnerismo insiste en presentarse como una garantía contra el ajuste. Mientras, el Presidente usa eufemismos y frases hechas para hacer digerible la verdad de que será inevitable acomodar las cuentas para cumplir con lo que está a punto de firmar con el FMI. Como el aumento de las tarifas incluido en esos compromisos con el Fondo, por ejemplo.
En la oposición las prioridades parecen invertidas. Las maniobras de vuelo corto, el internismo exacerbado y el apuro por instalar candidatos posponen la discusión sobre un compromiso de consensos básicos para afrontar un hipotético gobierno obligado a decisiones difíciles. No se conoce que haya un acuerdo cierto sobre el rumbo a tomar en caso de ganar las próximas elecciones presidenciales. Tampoco se sabe hasta dónde Juntos está de acuerdo en asumir políticas que expresen las reformas profundas que el mundo laboral, productivo y previsional necesitan. Por no hablar del tenor de los sacrificios a realizar para lograr alguna vez que el Estado sea un administrador eficiente que logre mantener ingresos y egresos en equilibrio.
Parece simple, pero hace décadas que resulta imposible.
© La Nación
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