Por Claudio Jacquelin
Todos apuestan a alcanzar un acuerdo que cierre pronto (hasta el próximo conflicto) la mayor disputa interna de la coalición oficialista. Antes de que resulte imposible pegar los pedazos rotos. Muchos sugieren que es inminente. Lo que nadie augura es que se alcance por ánimo de concordia, sino por espíritu de supervivencia. Será un pacto con las armas sobre la mesa.
El contundente y muy organizado despliegue de militancia que en las calles porteños dispuso ayer La Cámpora, con Máximo Kirchner en papel estelar, el madrinazgo explícito de Cristina Kirchner y el acompañamiento de la mayoría de los intendentes y dirigentes más pesados del conurbano bonaerense, tenía un único destinatario: Alberto Fernández.
Fue un desafío explícito o un ultimátum para minar los reparos que aún pudieran quedarle al Presidente para negociar con quienes lo desafiaron y para terminar con la resistencia de los pocos que a su alrededor pretendían llevar el conflicto hasta la ruptura total, a pesar de la flaqueza de su base política.
Fue el día de la memoria. No el día de la emancipación. Y, salvando todas las distancias, en esa memoria de la dirigencia oficialista pareció estar tan presente el recuerdo del funesto 24 de marzo de 1976 como el enfrentamiento entre las facciones del peronismo setentista, que precedió y aceleró el golpe de Estado y la llegada de la sangrienta dictadura con sus decenas de miles de víctimas. Un golpe de realidad.
La Cámpora y los dirigentes que ayer se le unieron para aportar militantes a la movilización (y sacarse selfies, como rockstars en concierto y no políticos en la conmemoración de un hito luctuoso) hicieron su demostración con un doble objetivo muy evidente.
Por un lado, el más elemental, que era transmitir el mensaje de que hay una mayoría de la dirigencia frentetodista para la que es imprescindible recomponer el frente interno y reunificarse. Por peso electoral, el peronismo bonaerense sigue siendo el soporte fundamental del oficialismo.
También, fue una forma de encarnar el reiterado mensaje previo de Cristina Kirchner de que la unidad no es un fin en sí mismo. Condicionar el acuerdo desde una posición de fuerza para condicionar, también, la acción de gobierno posterior es el propósito superior.
“El modelo es con la gente adentro”, explicitó, por las dudas, Máximo Kirchner en su regreso a los primeros planos desde las sombras y las renuncias. Todo se ajusta bastante a lo que el albertismo caracteriza como el gran capital político del cristicamporismo: su “capacidad de extorsión”.
Se trató así de la consagración desde el lado menos esperado y en el momento menos pensado de la remanida táctica de “golpear para negociar”, consagrada en los años 60 por el asesinado líder metalúrgico Augusto Timoteo Vandor. Difícil que los camporistas pudieran encontrar una mejor manera de celebrar que a la conducción de la UOM haya llegado un dirigente de buena relación con el kirchnerismo rancio. Apenas un par de días antes había sido desplazado un aliado sindical de Fernández como Antonio Caló, que llevaba casi dos décadas al frente del aún poderoso gremio industrial, heredado del mítico Lorenzo Miguel.
Juego de pinzas
El significado trascendente de la fecha resulta funcional para justificar la movilización conjunta (y casi antinatural) de barones del conurbano y camporistas. También para no hacer tan grotesco el virtual ejercicio de pinzas con el que la dirigencia peronista bonaerense y La Cámpora salieron a la calle ayer a apretar al Gobierno. El propósito de pavimentar el camino hacia una tregua o una paz armada se conjugaba con el de ser partes en la fijación de la reglas de ese probable acuerdo.
Así, que le recordaran a Fernández que antes de ser ungido por Cristina Kirchner no tenía más que el 4 por ciento de los votos pareció un acto de crueldad innecesaria por parte del camporista Andrés Larroque. Para algunos intendentes tentados por el chiste fácil fue casi un gesto carroñero. Como su jefe Máximo, el Cuervo prefirió ser directo.
En el juego de simulaciones, los movilizados podrán ampararse en las palabras del propio Presidente: “El 24 de marzo es el día que más unidos estamos”, había dicho en el acto oficial matutino en un exceso de benevolencia y optimismo. Lo mismo sucede con el Día de la Lealtad.
Cristina Kirchner en tanto, se ocupó, si no de contradecirlo, al menos sí de demostrar que no depone ninguna de sus banderas y sostiene todos los agravios. En el mensaje en redes sociales con el que rompió su largo silencio solo se refirió y exaltó la marcha que la organización de su hijo comandó desde la ex-ESMA a la Plaza de Mayo. El acto al que concurrió Fernández fue invisibilizado por la vicepresidenta.
La necesidad de demostrar fuerza como razón para impulsar el acuerdo expone las dificultades que existían y existen para avanzar hacia una recomposición de las relaciones en la cúpula oficialista.
El Presidente y su vicepresidenta atesoran demasiados rencores, sospechas y reclamos mutuos que parecen insalvables, como parecían los que se acumularon desde 2009, cuando se pelearon, hasta fines de 2017, cuando se amigaron.
Razones para el desamor
Fernández, como él explicitó, se queja de que lo dejaron solo en la más difícil. “Esperaba que me acompañaran y no me acompañaron”, reconoció esta semana. Fue la forma suave de hacer público parte de lo mucho que ha estado diciendo en privado respecto de la vicepresidenta y su hijo. El nivel de su indisposición con “la querida Cristina” y su renuencia a dar ningún paso hacia un reencuentro, aunque tampoco en pos de romper, quedó de manifiesto en la noche del lunes pasado, ante su pequeña mesa chica.
La noticia de esa reticencia a dar un primer paso perforó rápido las paredes de Olivos. Tanto como algunos gestos presidenciales posteriores, destinados a buscar alguna distensión.
Fue el prolegómeno que precipitó la decisión que ya venían gestando los dirigentes bonaerenses, con el lomense Martín Insaurralde y el matancero Fernando Espinoza al frente, para hacer una demostración de poder tendiente a forzar un acercamiento.
En el encuentro del martes pasado por la noche, en La Matanza, no solo se pronunciaron por plantear la unidad y reclamar una reunión con el Presidente con excusas coyunturales. También terminó por consolidarse la puesta en escena de ayer.
Los que tienen gobiernos a cargo y electores que exigen respuestas no reparan en egos heridos ni se detienen por pruritos ideológicos. Los anima el pragmatismo más puro. Así pudieron coincidir con Fernández en la necesidad de apoyar el acuerdo con el FMI, aunque no les gustara mucho, y después sumarse a La Cámpora, que militó y votó en contra, para tratar de evitar un desastre del que no se librarían si se llegaba a la ruptura. También para obtener algún beneficio contante y sonante posterior, en medio del ajuste. Instinto puro de supervivencia. La magia del peronismo.
Tampoco será nada fácil sentar a una mesa a Cristina Kirchner. Podrá aceptar la negociación en defensa propia, siempre revistiéndola de una narrativa épica, pero no claudicar en sus demandas y menos perdonar. Nadie le quita de su cabeza la convicción de que los piedrazos que cayeron sobre su despacho, además de otros, durante la sesión en la que se debatió el acuerdo con el FMI en la Cámara de Diputados, la tenían a ella por única destinataria.
La vicepresidenta responsabiliza de manera directa por ese ataque a dirigentes y funcionarios demasiado cercanos al Presidente. No solo culpa a Fernández de no haberse manifestado y actuado rápida y públicamente.
Navarro y Aníbal, apuntados
En el entorno cristinista dicen haber visto en su escritorio fotos (con alfileres) de Fernando “Chino” Navarro, funcionario de la Jefatura de Gabinete y referente del Movimiento Evita, y del ministro de Seguridad, Aníbal Fernández. Atribuyen a su portavoz todoterreno, Oscar Parrilli, haber aportado elementos (de origen incierto) para sostener sospechas sobre ellos. Demasiadas piezas para arreglar y volver a armar. Demasiado grave para poder pasarlo por alto.
La magnitud de la distancia que media entre el Presidente y su vice es tal que nadie se anima a pensar en algún mediador posible. Todos esperan que la fuerza de lo inevitable lo produzca.
Sergio Massa, el blanco inicial de muchas de las miradas para hacerse cargo de esa tarea, salió de escena demasiado rápido. Desde su cercanía dicen que fue por propia decisión, para evitar salir escaldado y sin poder lograr rédito personal o político alguno. Y eso que es un hombre audaz.
Los que no quieren al tigrense argumentan que, si bien debería ser mediador por su rol de tercer miembro de la sociedad originaria, no está en condiciones por un karma del que no se puede librar ya desde hace algunas vidas: la desconfianza.
Mediador se busca
Cualquiera sea la razón por la que Massa quedó fuera de esta posible gestión, se han empezado a mirar otras opciones. Así suenan nombres que se considera podrían ser aceptados por ambos lados . Entre ellos aparecen el del gobernador chaqueño, Jorge Capitanich; el de un ministro componedor y reconocido como Gabriel Katopodis, y hasta alguno repone la figura del siempre optimista Daniel Scioli, capaz de mantener buenas relaciones con Jair Bolsonaro y Lula en simultáneo. Y eso que la misión solo consistiría en propiciar el acercamiento. No mucho más que eso es lo que se pretende por ahora.
Nadie habla ni imagina por ahora cuáles serían las condiciones y las bases para llegar a un entendimiento.
Obviamente, mucho menos se avizora ni se arriesga cuál sería la composición y el rumbo del Gobierno después de esa eventual recomposición. “Será medida por medida y nombre por nombre”, coinciden varios. El “vamos viendo” en su versión extrema. Siempre al borde del abismo.
Para esa etapa posterior quedarán demasiados puntos y funcionarios en disputa. Ya se sabe que el sillón de Martín Guzmán es una de las piezas principales en disputa, pero Fernández no está dispuesto ni en condiciones de entregarlo. Ya ha dicho en reiteradas oportunidades que no es un títere.
Aun así, tampoco hay certezas de cómo podrá presentar Fernández un acuerdo en el que otra vez podría aparecer cediendo y concediendo, como ha ocurrido ante cada desplante y ultimátum del cristicamporismo, desde que rompió la pax pandémica en septiembre de 2020, para concederle recursos a Axel Kicillof.
Desde el lado de los dirigentes que impulsaron la demostración de fuerza de ayer le tiran una soga justificatoria (no al cuello). Dicen que el Presidente podrá argumentar que La Cámpora y Cristina Kirchner terminaron aceptando de hecho el acuerdo con el Fondo Monetario y que ahora se unen para combatir juntos la inflación, que es lo que más preocupa a la sociedad. Es decir, “para mejorarle la vida a la gente”, según el evangelio de Cristina. Para lograrlo todavía falta recorrer demasiados caminos, que por ahora no están ni siquiera trazados.
Aunque parezca de otra era, solo pasaron 23 días desde que Alberto Fernández convocó a “sacar la utopía del pasado y volver a ponerla en el futuro”. Por ahora, el ayer tiene más actualidad que el mañana. Así, el peronismo camina hacia una tregua o un pacto con las armas sobre la mesa.
© La Nación
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