Por Jorge Fernández Díaz |
Pertenece a un mundo inolvidable y crepuscular de la política, y sin embargo no se ha recluido en su biblioteca –es un lector omnívoro– ni en su confortable mitología personal; al contrario, se preocupa día y noche por hablar cara a cara con los protagonistas del momento a ambos lados del océano y, sobre todo, a estudiar en detalle los candentes vaivenes de América Latina. Felipe González se ha vuelto así un especialista de consulta imprescindible para estadistas y dirigentes de todos los colores; tiene una lucidez que lo hace más moderno que cualquiera.
En un reciente diálogo con el periodista español Iñaki Gabilondo –a la sazón, una verdadera clase magistral–, recogió el guante de las críticas a la democracia republicana y brindó una sagaz explicación: “El neoliberalismo es eficiente para crear riqueza, pero genera desigualdad. Ahora bien, ¿qué te proponen frente a ese modelo injusto de la economía? –se interrogaba allí–. No te ofrecen una fórmula reformista que solucione el defecto del neoliberalimo, sino que te ofrecen un neopobrismo: los igualo a todos y los mato de hambre a todos, menos al que manda. Y ese se lo roba todo”. A continuación, admitió que flota en el ambiente una cierta nostalgia por el caudillismo, pero que este siempre acaba en desastre y “tiende a ser tiránico”. “Los caudillos populistas –añadió– encuentran respuestas simples a preguntas complejas, y como luego las cosas no funcionan, tienen que hallar también un enemigo a quien echarle las culpas, porque no pueden asumir que son responsables de los fracasos”. Más adelante, Felipe describe el fenómeno completo: “El problema no es cómo empieza el líder autoritario, sino cómo acaba. Si sigues su trayectoria, no solo no arregla los problemas sino que te deja sin libertad. Solo cuando desaparece la libertad es cuando la aprecias. Y me preocupa que la tribu a la que pertenezco, la izquierda, y la otra tribu, a la que respeto, tengan el cerebro dividido. Un caudillo que identifican de izquierda no les parece tan malo o inaceptable como uno de derecha, y viceversa. ¡Cuando son exactamente la misma basura!”.Los argentinos quedamos implicados seriamente en su razonamiento, puesto que durante los últimos veinte años dominó la escena pública un proyecto basado en un rancio caudillismo y con el declarado objetivo de modificar de una vez y para siempre la “democracia liberal” y crear un Nuevo Orden. Hace solo dos años, esa era la trama intensa que tejía la Pasionaria del Calafate. Aquel programa consistía en convertir a Alberto Fernández en un gestor eficiente y coyuntural, recuperar la economía, instalar la novela del lawfare, demoler todas las causas por corrupción y consagrar al príncipe Máximo, que en una etapa posterior podría radicalizarse e instaurar por fin el régimen remozado del feudalismo y de la “juventud maravillosa”: un sistema de partido único manejado desde una oligarquía estatal y con una oposición que se prestara como sparring al simulacro de librar peleas perdidas de antemano. Un putinismo de aldea, para felicidad de todos y todas. Dos años más tarde, cada una de esas metas se pulverizaron, aquellos diagnósticos y estrategias parecen hoy risibles, la infalibilidad papal de la doctora quedó tocada (mamá se equivoca cuando elige, ironizó el filósofo Dady Brieva) y el republicanismo popular comienza a demoler con éxito los camelos argumentales de su elaborado edificio narrativo. Esta semana, la arquitecta egipcia consumó al fin su “crimen perfecto”, que consistió en habilitar el acuerdo con el Fondo, actuar su rechazo y lograr que la exculpen de sus secuelas; durante la campaña electoral podrá decir que se opuso hasta la guarangada institucional para convalidar el tóxico entente con el “imperialismo financiero”. Sin atreverse a nombrar a Cristina, como cuando la izquierda peronista de los 70 acusaba de crímenes y defecciones al “entorno” sin mencionar a Perón, un grupo de intelectuales kirchneristas –algunos incluso vinculados al Instituto Patria y a Soberanxs– les advirtieron demasiado tarde a los muchachos de La Cámpora que “si se preservan identidades para otra etapa quizás se encuentren con un futuro catastrófico”. A los más lúcidos les parece inaudito que la principal ley del gobierno peronista –por más amarga que resulte– se haya sancionado gracias a los votos responsables de los ajenos (esos cipayos) y con el claro boicot de los propios (esos patriotas). Rezan desesperadamente por la unidad en medio del naufragio sin comprender que el kirchnerismo no es un proyecto colectivo sino familiar: ni la madre ni el hijo atienden, por lo tanto, sus plegarias; ellos solo intentan preservar de manera egoísta su propia imagen, aun a costa del desgarro del “campo popular”, concepto que siempre se desempolva en el Movimiento Justicialista cuando las grietas trepan por las paredes y la casa cruje a punto de venirse abajo.
Superadas todas estas estaciones –desde la euforia omnipotente del triunfo y los planes bolivarianos hasta esta ruptura virtual, pasando por el deterioro, la negligencia, el desencanto, la paliza electoral y la licuación del poder–, esta coalición gobernante parece ingresar ahora en una nueva fase de incierto desarrollo, donde la ideóloga del esperpento intentará seguramente despegarse de sus resultados. Ese propósito sería más creíble si ella ordenara que sus militantes abandonaran de inmediato las poltronas, las cajas y los cargos obtenidos. Pero ha decidido, por el momento, que nadie pierda palancas ni privilegios, en una especie de “entrismo” pequeñoburgués sin riesgos personales. Limar desde adentro al virrey y llevar agua y fondos para el molino cristinista mientras le llenan la cara de dedos al equipo presidencial y lo debilitan en la gestión significaría una experiencia inédita para la Argentina, aunque los ciudadanos santacruceños la reconocen, puesto que los Kirchner le han hecho incluso cosas peores a regentes que no han rendido o se atrevieron a rebelarse. La Operación Rápido Distanciamiento debería, a nivel nacional, buscar mucho consenso entre las filas del kirchnerismo duro, donde por primera vez se plantean discrepancias graves con su lideresa, y también ejecutar el fuego amigo con sintonía muy fina, puesto que en toda conflagración hay accidentes fatales, una cosa lleva a la otra, los rencores nublan la razón y cualquier herida interna puede causar una hecatombe. Todo esto sucede en combinación con el lanzamiento del Plan Vamos a Hacer lo Mismo pero Nos Va Salir Diferente, guerra popular prolongada a una inflación oceánica y ensañamiento terapéutico con la economía: no importan las múltiples evidencias de que el tratamiento médico ha sido inadecuado; seguiremos adelante con los mismos remedios y fórmulas. Se trata de situaciones desconocidas incluso en la profusa historia del peronismo, que solía perdonarlo todo menos el fracaso y que, con un pragmatismo salvaje y hasta obsceno, era capaz de giros copernicanos al detectar un callejón sin salida o un funcionariado errado e inepto. Esto que sufrimos en la actualidad tiene más de necedad que de dogma, y se solapa con un viento huracanado mundial de frente y una guerra intestina que presume una “dinámica de lo impensado”, como diría Dante Panzeri. Más vale que el profesor Fernández recuerde la máxima de Weber revisitada por Felipe González: “Al gobernar aprendí a pasar de la ética de los principios a la ética de las responsabilidades”. No le fue tan mal, y todavía puede caminar por la calle.
© La Nación
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