Por Jorge Fernández Díaz |
Notaba Ricardo Piglia que el crimen perfecto solía ser la utopía del género policial, pero también su negación: un asesinato tan bien ejecutado que jamás se descubre “es el horizonte al que aspiran los textos (o sus lectores) y sin embargo sabemos que esa expectativa será (fatal y resignadamente) frustrada”. Se refería, naturalmente, a la intervención del detective clarividente y a la mismísima lógica de ese juego de ingenio, ese deporte irresistible –una verdadera “adicción”, como la denominaba Brecht– que practicaban los narradores y devoraban sus fanáticos en los viejos relatos de enigma.
Esa forma ha sido sustituida progresivamente por el realismo negro y violento, el thriller psicológico y el denominado “noir escandinavo”, nueva peste bubónica de Netflix. En la sucia realidad, el crimen perfecto mayormente resulta ser fruto del azar, la negligencia burocrática, la complicidad de grupo o directamente la mafia; casi nunca proviene de una solitaria maquinación pergeñada por un cerebro ajedrecístico y brillante. En la arqueología del género, una de las variantes más utilizadas por los clásicos era el denominado método de la “falsa coartada”. Existen cientos de ejemplos literarios, pero este articulista se inclina caprichosamente por evocar uno televisivo: aquel capítulo antológico de Columbo en el que un hombre altera un reloj para agenciarse una hora, deja una grabación para que todos den por supuesta su presencia en una determinada oficina, se disfraza de heladero ambulante, acude presuroso a la mansión de su enemigo, lo mata pegándole en la nuca con una roca de hielo y arroja el arma homicida a una piscina para que se diluya y desaparezca para siempre. Sin abusar de esas hipérboles, Borges perfecciona la falsa coartada en un relato canónico que además detalla una venganza justa; explica allí cómo pueden enhebrarse endiabladamente verdad y mentira para lograr la impunidad: “La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta –escribe luego de narrar una serie de vejaciones autoinfligidas por la protagonista con ayuda de un brutal desconocido y con el solo objeto de cargárselas penalmente a un tercero (su víctima real) y salir exculpada de su ‘homicidio en defensa propia’–. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; solo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”. Desde hace varios meses, leyendo con atención las secuelas de la paliza electoral y asimilando amargamente el hecho de que los recursos se acabaron, Cristina Kirchner no hace otra cosa que escribir su propio “crimen perfecto”. Se trata en su caso de lograr que su gobierno consiga el acuerdo con el Fondo y a un mismo tiempo que nadie pueda adjudicarle a ella ni a su hijo sus desagradables consecuencias. Y rizando el rizo, no solo evitar comerse personalmente un default –evocación que la estremece porque mantiene vivas las imágenes humeantes de 2001–, y los costos que para su propio proyecto esa catástrofe acarrearía en el plano real y en el simbólico, sino también conseguir que una bomba neutrónica –tres veces peor incluso a la que ella misma legó hace seis años– borre por fin para siempre de la faz de la política a los aborrecidos republicanos, a quienes en la intimidad augura un próximo triunfo en las urnas y, a continuación, una devastadora hecatombe provocada por esta nueva hipoteca. Para llevar a cabo su plan debió montar un sigiloso mecanismo de desdoblamiento entre sus propias huestes: unos repudian hasta el insulto un pacto con el Fondo Monetario Internacional y las consiguientes concesiones “cipayas” del Presidente y las sarasas “neoliberales” de Guzmán, y otros bancan estoicamente los trapos. Ese doble juego incluyó nueve semanas y media de off the records agresivos con distintos periodistas, donde los cristinistas lanzaban desde el anonimato rayos y centellas contra Balcarce 50, y una sagaz puesta en escena de la repugnancia. Así logró instalar que su facción no es partícipe necesaria de este “crimen”, e incluso que el ministro de Economía –ratificado varias veces por ella– los había “traicionado” (sic). Lo real es que a la Pasionaria del Calafate le habría bastado un soplido para cargarse al discípulo de Stiglitz, como le bastó una carta pública y el vaciamiento relámpago del gabinete nacional para imponer el año pasado en 24 horas su voluntad política. Hechos, no opinión: no volvió a usar esa simple metodología para detener el tan denostado “acuerdo con el imperialismo”. Y en la ceremonia de la apertura de sesiones del martes de carnaval, donde muchos usaron caretas de sí mismos, ella no expuso más que una antología de mohines irónicos y gestos despectivos, aunque ninguno de ellos dinamitó explícitamente la voluntad de cerrar ya mismo tratos con la demonizada organización de Giorgeva. Tiene otra oportunidad en su coto personal de caza del Senado, y nadie en este mundo –quizá ni siquiera la propia arquitecta egipcia– puede asegurar que no saldrá a romper allí o durante una lánguida tarde a través de Facebook o en un atril perdido del conurbano lo que hasta ahora evidentemente no ha roto: en las novelas el asesino literario muchas veces debe improvisar otros caminos cuando se siente acorralado, o está a punto de ser descubierto. Sin embargo, al cierre de esta edición esa ruptura no se produjo; la trama original sigue adelante y ella deja hacer y cultiva el mutismo. Contra lo que se pretende vender en el Instituto Patria y en las usinas camporistas, Cristina habilitó este entendimiento; de lo contrario, el trámite no hubiera llegado vivito y coleando hasta acá. Llegó por su voluntad y no por la fortaleza de su regente, cosa que nadie se cree en todo el planeta peronista, y mucho menos fuera de él. Utilizar entonces el presunto peligro del default, que nunca estuvo en la mente de la doctora, como amenaza real y psicopatear con ese cuento del tío a la oposición responsable fue una verdadera genialidad de la picardía criolla. Se llama, en mi barrio, correr con la vaina. Y muchos corrieron y corren, porque tal vez no les quede alternativa: también ellos defienden el “significante político”. Autorizar un video folklórico de Néstor Kirchner con diatribas contra el Fondo en el preciso momento en que se anunció el cierre de las negociaciones con el Fondo, u ordenar a sus fieles una manifestación para el 9 de marzo bajo el lema “las deudas se pagan, las estafas no” son ladrillos vistosos de esa coartada apócrifa. Sería ideal que este putinismo de aldea no se viera ni siquiera involucrado en la votación del recinto parlamentario, y que todo quedara firmado para la responsabilidad histórica por los “centristas” de una y otra orilla, así en el futuro la monarca de la calle Juncal podría explicar –con tono abnegado– que por responsabilidad institucional no puso entonces palos en la rueda, pero que a todos nos consta su evidente resistencia. Cometer el hecho y salir de la escena del crimen sin manchas bajo las uñas. Tener incluso múltiples testigos de su presunta inocencia y hacerlo todo con la astucia de los homicidas de Columbo y con la táctica emocional de aquella vengadora borgiana, que enhebraba verdad y mentira, para que la historia increíble se impusiera a todos, “porque sustancialmente era cierta”. Salvo, claro está, algunos detalles fundamentales y taimados. Que se sepa, ningún detective logró desenmascarar nunca a Emma Zunz.
© La Nación
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