Por Jorge Fernández Díaz |
El 17 de noviembre de 1941 un soldado llamado Vladimir Putin, fusil en mano y en compañía de un camarada armado hasta los dientes, recorría con el aliento cortado los cráteres del campo de batalla junto al río Nevá. Esa zona devastada y gris, a pocos kilómetros de Leningrado, estaba infestada de nazis invisibles, y los dos rusos avanzaban a pie con el dedo en el gatillo. Había un silencio de tragedia y al acercarse a un pozo de zorro, un alemán se incorporó de repente y los tres se quedaron paralizados por la mutua sorpresa.
Durante unos segundos eternos ninguno atinó a hacer nada, hasta que el nazi le quitó el seguro a una granada y se las lanzó a los pies; el compañero de Putin voló en pedazos y él recibió heridas de metralla en las piernas y perdió el sentido: el alemán lo dio por muerto y lo abandonó en el barro.Esa pequeña escaramuza era resultado del conflicto desatado entre Stalin y Hitler, luego del infame pacto de no agresión que habían firmado y la invasión con la que el Führer había traicionado a la Unión Soviética. Aquel Putin era descendiente de un cocinero del hotel Astoria que había preparado platos exquisitos para Rasputín y para la viuda de Lenin; luego de haber prestado servicio como submarinista en los años treinta, se había presentado como voluntario para luchar en el Ejército Rojo contra los invasores. Lo asignaron a un destacamento de demoliciones especiales dependientes de la NKVD, la policía secreta de aquel tiempo. Con veintisiete partisanos se había lanzado en paracaídas cerca de la frontera con Estonia, había dinamitado un arsenal enemigo y había sido perseguido con balas y perros por una patrulla alemana. Aquel Putin se separó entonces del grupo, se escondió en un pantano, se sumergió en el agua y sobrevivió respirando a través de un junco hasta que sus cazadores abandonaron la búsqueda. Ciento cincuenta días después yacía inconsciente en las orillas del río Nevá. Allí lo hallaron las tropas soviéticas, y un antiguo vecino lo reconoció y lo cargó en hombros a través del río congelado y lo depositó en un hospital donde le salvaron la vida. Tardó meses en recuperarse y le quedó para siempre una renguera dolorosa. Los hijos y casi todos los parientes cercanos de Putin perecieron en aquella conflagración, que los rusos llaman la Gran Guerra Patriótica.
El tercer vástago de aquel Putin también llevaría el nombre Vladimir: nació el 7 de octubre de 1952 y fue criado como hijo único, en un hogar muy pobre de una Leningrado agujereada y sufrida, y bajo aquellos relatos épicos que le narraba su padre en las sobremesas. Así lo refiere el periodista del diario The New York Times, Steven Lee Myers, que fue corresponsal en Moscú, y que acaba de republicar El nuevo zar, la biografía que algunos libreros europeos recomiendan para comprender la esencia del hombre que desafía al mundo. En sus páginas se describe una infancia rigurosa donde no había besos ni gestos sentimentales, y donde todo ocurría en un estrecho y decrépito piso comunitario, dentro de un edificio plagado de ratas que el nuevo Putin y sus precoces amigos mataban con feroz espíritu deportivo, y en un patio lleno de borrachos y vagabundos donde aquel niño menudo debió volverse rudo para sobrevivir. Era poco más tarde un alumno disruptivo y pendenciero en la escuela, y tuvo una epifanía cuando descubrió el sambo, arte marcial soviético que combina el yudo con la lucha libre. Lo practicó durante años como si fuera una religión personal: su vida está cruzada por combates cuerpo a cuerpo, en los gimnasios y en las calles.
En 1965 sucedió, sin embargo, otro episodio determinante. El pequeño Vladimir quedó profundamente impactado al leer El escudo y la espada, una novela de espionaje que fue un long seller detrás de la cortina de acero. Su autor era un corresponsal de guerra del Pravda, y el protagonista de la trama era el agente secreto soviético –infiltrado en la Alemania nazi– Alejsandr Belov. Algo así como un James Bond del marxismo leninismo, que tuvo su versión cinematográfica: una película de cinco horas y de un éxito arrasador. Putin y sus compañeros la vieron muchas veces, y Belov se transformó en su héroe personal y le reveló su vocación íntima. “Lo que más me admiraba era cómo los esfuerzos de un solo hombre podían lograr más que ejércitos enteros –confesó el propio Putin–. Un espía podía decidir el destino de miles de personas”. A pesar de que en su fuero interno era muy religioso –algo muy mal visto entonces–, se metió tempranamente en la escuela Komsomol de la juventud comunista y más tarde estudió en la Facultad de Derecho, pero no tardó en inscribirse también en el KGB, la versión moderna de aquella NKVD donde había revistado su padre. Todas las piezas –genéticas, familiares, aspiracionales, literarias e históricas– quedaron así perfectamente montadas. “Creía que el oficial de inteligencia era el defensor de la ley y el orden”, describe su biógrafo. Quienes conocen en profundidad la Rusia moderna saben que el servicio de Inteligencia es el verdadero poder permanente de un país que pasó del socialismo real al capitalismo salvaje y mafioso sin escalas. Vladimir Putin es, más que nada, un cuadro de esa elite intrigante y despiadada, que lo moldeó durante sus primeros cuarenta años y que más tarde –cuando cambiaron su sigla por la de FSB– él lideró con mano de hierro. Buena parte de El nuevo zar está dedicado a las peripecias y maldades que aprendió y emprendió en esos sótanos del poder, desde la tensa Alemania Oriental hasta la caída del Muro de Berlín y durante su etapa de frenesí capitalista y cleptocracia, cuando ya en posiciones políticas Putin reemplazó en su despacho la foto de Lenin por un grabado de Pedro el Grande, aquel déspota que modernizó la idea imperial. Putin fue un gran lector de los clásicos rusos, con predilección por los satíricos. Una de sus novelas favoritas de la madurez era Almas muertas, de Gogol, donde se puede encontrar una analogía de sus ansias expansionistas: “El aire estalla, en añicos, y se hace viento. Todo en la tierra vuela, y otras naciones y Estados, mirando de soslayo, se apartan para abrir paso”.
En los tramos finales de su crónica, Myers retrata la anexión de Crimea y las rebeliones convulsas de Ucrania, que son un prefacio de la actual guerra. Durante esa crisis de 2014, los oligarcas acusan graves sanciones internacionales, pero ninguno se atreve a volverse contra el zar; Putin consideraba el menor intento como un acto de traición a la patria: “Algo así no lo olvidará…ni lo perdonará”. Luego muestra de manera escalofriante cómo deja de importarle la respuesta de Occidente. Su viejo amigo Serguéi Rolduguin lo explica: “Cuánto más lo molestan, más se endurece...Todo esto lo ha irritado y se ha vuelto no más ‘agresivo’ sino más indiferente; sabe que lo resolveremos de un modo u otro, pero ya no quiere hacer concesiones”. El biógrafo recuerda entonces la niñez: “Era como si el levantamiento político en Ucrania lo afectara profunda y personalmente, como una burla en el patio de la escuela que lo forzara a soltar golpes”. Una cita de Los hermanos Kamarazov le permite desnudar el caldo de cultivo de un tirano nacionalista: “Para el alma resignada del sencillo pueblo ruso, abrumada por el trabajo y los pesares, y sobre todo por la injusticia y el pecado continuos –tanto los propios como los ajenos–, no había mayor necesidad ni consuelo más dulce que hallar un santuario o un santo ante el cual caer de rodillas y adorarlo”.
© La Nación
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