miércoles, 9 de marzo de 2022

Defaultistas ayer, fondomonetaristas hoy

 Por Pablo Mendelevich

Habrá que prestarle atención al instante en el que se apruebe en la Cámara de Diputados el acuerdo con el FMI. ¿Qué harán quienes voten por la afirmativa, es decir quienes “triunfen”? ¿Celebrarán alborozados? ¿Se levantarán de sus bancas para besarse y abrazarse? Eso sería algo extraño, por lo menos contradictorio con el actual momento que atraviesa el país, cuando ningún sector político tiene posibilidades de sentirse orgulloso, satisfecho por haber alcanzado metas propias, metas gratificantes. 

Todo parece limitarse a evitar males mayores, a escoger entre lo malo y lo peor. A pararse con cabeza de político en el lugar menos oneroso de cara al futuro electoral. He aquí, por fin, una coincidencia entre el Frente de todos y Juntos por el Cambio: lo que abunda en ambos grupos, además de los subgrupos, es la incomodidad. El esfuerzo denodado por achicar costos de una movida para nada glamorosa.

¿Igual veremos abrazos celebratorios al cabo de los maratónicos debates? Al Congreso argentino le sobra experiencia en el arte de celebrar imposiciones como si fueran conquistas, fracasos como si fueran éxitos. La imagen más icónica, casualmente la que más viene al caso por el tema, es la del 22 de diciembre de 2001, cuando en su primer y último discurso ante la asamblea legislativa Adolfo Rodríguez Saá marcó el retorno del peronismo al poder (turno que se extendería por 14 años) con el reconocimiento oficial de que el país había quebrado, una algarabía inconmensurable.

“En primer lugar anuncio que el Estado argentino suspenderá el pago de la deuda externa”, dijo Rodríguez Saá con tono pausado, lo que le valió ovaciones y aplausos casi de la envergadura de los que en 1991 recibió Plácido Domingo en la Ópera de Viena.

El nuevo presidente justo venía de citar aquella tarde, hace veinte años, el precepto constitucional que esta misma semana está al rojo vivo. “Es atributo del Congreso arreglar el pago de la deuda externa interior y exterior de la Nación”. Sonaba la trompeta para la anunciación auroral, el default, un éxtasis grupal que, como se puede apreciar en Youtube, sorprendió por sus dimensiones al propio Rodríguez Saá, presidente efímero. Vale la pena recordar que la buena nueva no fue egoístamente festejada con liturgia facciosa. Quedó envuelta en un generoso sentimiento patriótico: “¡Argentina!, ¡Argentina!”, exclamaban excitadas, a coro, las bancadas peronistas, los gobernadores del palco bandeja (en esa época el de Santa Cruz era Néstor Kirchner, quien apoyó el “sinceramiento”) y las galerías copadas por militantes del PJ. Tal vez no sería una celebración, a lo mejor era un rito narcisista. ¿Qué país dispuso el default soberano más grande de la historia y lo celebró en el Congreso con la fanfarria parlamentaria? ¡Argentina, Argentina!

Para el peronismo de hace dos décadas el default era la panacea. Para el de hoy es ni más ni menos lo que debe evitarse como se pueda. Es cierto, ahora se trata de organismos internacionales, es mucha menos plata y hay un gajo del gobierno que no parece tenerle tirria a default alguno (aunque ese gajo, autopercibido principista, se postula como antiacuerdista, no como defaultista, quizás porque aun no tuvo tiempo de pensar qué haría después si el acuerdo fuera rechazado). Pero el giro peronista es normal. El fervor, invariable.

De igual modo el peronismo de hace 24 años involucró al país con la OTAN. El de ahora considera que la OTAN y Estados Unidos obligaron a Putin a tener que defenderse (por eso somos neutrales, un día estamos con Putin y al otro día con Ucrania: el promedio da neutralidad). La OTAN se renovó como el nombre abreviado del imperialismo, lo abominable. En 1998 Menem, sin que entonces se le insubordinara ninguno de los compañeros putinistas de hoy, intentó conseguir una membresía plena en la alianza atlántica, especie de policía planetaria occidental, pero debió conformarse con el status de País Aliado Extra OTAN. Aunque como su nombre lo indica ese status no significaba pertenencia a la OTAN, puertas adentro se lo presentó como un upgrade primermundista. Nos codearíamos en Washington, Ottawa, Londres, Bruselas, París, Berlín con los más grandes.

A fines del siglo XX, cuando los Kirchner todavía no conocían Europa, mucho menos su ciudad más poblada, Moscú, y sólo iban de vacaciones a Miami y Nueva York, Putin ya estaba llegando al sillón en el que hoy sigue sentado. Los Kirchner no se interesaban entonces por cuestiones intercontinentales. Aquella OTAN que codiciaba Menem a ellos los tenía sin cuidado. Una digresión a propósito del encumbramiento de Putin, que aconteció en 1999: su primer decreto le ahorró tener que meterse con engorrosas reformas judiciales. Se titulaba “Sobre las garantías a los ex presidentes de la Federación Rusa y a los miembros de sus familias”, un salvavidas judicial para Boris Yeltsin, el presidente saliente, quien estaba siendo investigado por posible lavado de dinero. Un maestro en cuestiones de impunidad, Putin. Al decreto después lo convirtió en ley.

Tampoco el FMI ha sido ajeno a los amores y desamores peronistas correspondientes a cada hora. “Hubo un acuerdo con el Fondo y hubo desembolsos. Entre 2003 y 2006 el gobierno argentino le pagó al Fondo Monetario unos 24 mil millones de dólares. Y netos, sacando los desembolsos, unos 17 mil millones”.

¿Quién lo denunció? ¿Quién le refregó estas palabras a La Cámpora la semana pasada, como diciendo ojo, que Néstor Kirchner fue gran pagador del Fondo, eh? ¿Qué opositor furibundo? Ningún opositor, la secretaria de Relaciones Económicas Internacionales Cecilia Todesca Bocco, una de las funcionarias de mayor confianza del Presidente. ¿Y de dónde lo sacó, cómo lo sabe ella? Porque vivía en Washington: era, ni más ni menos, la representante argentina ante el FMI.

Sobre la relación del FMI con Néstor Kirchner los muchachos de La Cámpora recitaban la epopeya del glorioso 3 de enero de 2006, cuando el entonces presidente le puso sobre la mesa 9800 millones de dólares al FMI, pero soslayaban o ignoraban el antes y el después (el después: la Argentina se endeudó con el comandante Chávez pagando el doble de tasa de lo que ofrecía el FMI).

El relato no necesariamente está hecho de mentiras. Algunas omisiones pueden resultar más eficaces. Lo que sugiere el correctivo aplicado por Todesca Bocco a La Cámpora es que desandar un relato puede ser más trabajoso que imponerlo. Y no es gratis. Ahora el gobierno, o el albertismo para no incluir a los anticuerdistas, necesita echar mano de una parte de la verdad que había sido enterrada (invisibilizada, dirían quienes hablan políticamente correcto), la de los acuerdos del FMI con gobiernos peronistas, incluidos los K, porque hubo que endosarle toda la supuesta vileza del organismo internacional a Macri. Estas cosas van a aflorar en el debate parlamentario, cuya agitación seguramente no causará sorpresa. Ningún líder parlamentario asoma con la musculatura necesaria para disciplinar a los bloques y a los interbloques, tanto del oficialismo como de la oposición, en un debate en el que la fogosidad anti FMI paga, pero del otro lado no hay nada encantador para ofrecer, apenas resignación.

En el Congreso a las discusiones las rematan las matemáticas. A cierta hora unos ganan y otros pierden, metáfora deportiva que se vuelve chirriante si el triunfo consiste en tragar a regañadientes un jarabe desagradable. En la previa varios diputados ya hicieron alusión a sus pupilas gustativas. El banquero kirchnerista Carlos Heller, por ejemplo, quien en esta cuestión está del lado de la realpolitik y no del de su respetado Máximo Kirchner, anticipó que votará el acuerdo “con la nariz tapada”. Pero al final del día los votos de quienes se tapen la nariz para votar y quienes lo hagan con las dos fosas despejadas valen lo mismo. Quién sabe si los electores recordarán diferencias respiratorias en octubre de 2023.

Es importante distinguir dos motivos distintos por los que la ley que bendice el acuerdo resultaría un trago amargo. Al primero, el que aflora entre los muchachos defaultistas de ayer criados con total intolerancia discursiva al FMI, se le podría conceder la resonante clasificación de motivo ideológico. El segundo, en cambio, se refiere a la comprensión de que este acuerdo evita la catástrofe del default, no mejora la vida de las personas. Carece de atractivos. En el mejor de los casos, en la lejana hipótesis de que la mayoría de sus términos pudiera cumplirse, advierten muchos economistas, permitiría llegar a 2023 para repensar el futuro.

© La Nación

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