Por Gustavo González |
Si se aceptara que la realidad es compleja y contradictoria, el show de la política entraría en crisis. Casi que perderían sentido los comunicadores adiestrados en el pensamiento mágico de la realidad binaria.
El reality show tiene eso de bueno: es un género que permite decir cualquier cosa que resulte contundente y verosímil. Se puede afirmar que el Presidente es un títere de Cristina y luego, cuando ella se queja en una carta de que él ni siquiera le atiende el teléfono, explicar que la vicepresidenta lo obligó a un cambio de gabinete y que le copó el Gobierno.
Y cuando (pese a ser primero un títere y después un intruso en un gobierno cautivo) igual firma un acuerdo con el Fondo que ella y su hijo rechazan, explicar que ahora se transformó en un presidente vaciado de poder.El reality de la política tiene en la duda su principal enemiga. En la noche del jueves, en uno de los múltiples debates televisivos, un conductor le preguntó a uno de sus columnistas cómo seguía la relación en el oficialismo después de la votación. El columnista solo atinó a responder: “No sé”. Le siguieron diez segundos de silencio y miradas atónitas. Hasta que decidieron pasar a otro tema.
La realidad política, en cambio, está llena de complejidades que pueden representar un muro infranqueable. Para saltar el muro, el reality elige la simplificación y la mitificación: los intereses económicos en pugna se explican como choques entre el bien y el mal y las acciones de sus representantes políticos solo se entienden por cuánto dinero más pretende robar cada bando.
La semana que pasó fue una celebración para ese tipo de realities. Así, Cristina, Macri, Alberto y Máximo fueron responsables de actos miserables y cerebros de estrategias legislativas para beneficio propio y perjuicio ajeno. O líderes heroicos dispuestos a enfrentar molinos de viento, como el FMI o La Cámpora, para el bien de la mayoría.
La complejidad oficialista. La lógica de la política es la disciplina partidaria, todo lo demás huele a traición. Eso es lo que le recriminaron a Máximo Kirchner peronistas de todos los sectores. Pero, ¿cómo apoyar un acuerdo que él y su madre entienden que es notoriamente más perjudicial para la Argentina que un default?
Después de la sesión en Diputados, el cristinismo emitió un documento explicando, por fin, por qué hizo lo que hizo. No lleva la firma de la ex presidenta, pero es una carta documento directa al jefe de Estado.
Se puede estar más en desacuerdo que de acuerdo con lo que dice, pero en sus 15 páginas intenta presentar argumentos para respaldar su temor a firmar este acuerdo.
Hace un relevamiento histórico de los acuerdos con el Fondo, se suma a un debate existente en el mundo sobre si el verdadero rol del organismo “no es lograr la estabilidad de las economías sino la estabilidad financiera, o sea, la de los bancos” (parece difícil separar una estabilidad de la otra) y lee bien que detrás de cierta terminología políticamente correcta el acuerdo impulsa ajustes en rubros sensibles (como para el resto del Gobierno, este sector no considera que sea necesaria ninguna reforma económica).
Sin el tono militante de costumbre, el documento calcula que entre 2026 y 2032, entre los pagos al FMI y a los acreedores privados, la Argentina deberá pagar US$ 20 mil millones por año. A un promedio de US$ 8 mil millones anuales al Fondo Monetario y US$ 12 mil millones a los acreedores privados.
Y con alguna lógica, plantea como imposible que el país alcance semejante capacidad de pago (sí acepta la posibilidad de nuevas renegociaciones).
Sin decirlo explícitamente, se desprende que los costos económicos y sociales del acuerdo serán mayores que los de un default.
Aunque el documento evita explorar la hipótesis de qué pasaría con el país tras una cesación de pagos.
Desendeudamiento. El documento reivindica la política de desendeudamiento de los gobiernos K, transcribiendo informes oficiales de la gestión Macri y declaraciones de 2016 de su ex ministro Dujovne: “El Gobierno anterior era tan estrafalario que nadie le prestaba plata. Entonces, la Argentina hoy tiene niveles de endeudamiento bajísimos (…) una deuda neta, si le restamos lo que se debe a sí mismo después de que nacionalizó los fondos de pensión, del 20% del PBI, si le sacamos de eso los organismos internacionales, 16 puntos, 8 denominados en moneda extranjera. Es una deuda muy baja”.
A los actores del reality político no les sirve analizar las 15 páginas del informe. Afirmar que todo lo que hacen madre e hijo está motivado por la locura o la corrupción (o por el amor incondicional a su pueblo) evita el esfuerzo de entender y, además, evita incomodar a las respectivas audiencias.
Pero a diferencia de las cartas enojosas de Cristina o sus videítos, esta es la primera argumentación seria de ella y sus herederos para distanciarse del Gobierno.
Su conclusión es lapidaria. Afirman que el Fondo volvió “a tomar el tablero de control de la economía”, que “la cesión de soberanía se torna inocultable” y que “se pierde el control de las herramientas monetarias y financieras”.
Ya no se trata de discutir si el Presidente hace lo suficiente para solucionar sus temas judiciales o a quién le pertenece un cargo vacante. Siempre sospecharon que Alberto le había entregado el manejo de la economía a un ortodoxo con piel de cordero, pero es la primera vez que lo acusan de entregarle el control económico al FMI.
La pregunta es cómo sigue la conducción de un gobierno en el que quien obtuvo más votos le quitó el aval a la gestión. Como aquel periodista de televisión que osó dudar al aire, yo podría decir lo mismo: no sé.
Si esta fuera una democracia parlamentaria, se estaría generando una nueva coalición de gobierno que reemplace a la anterior.
¿Y ahora? Esta fractura expuesta en el oficialismo también expone los límites de un poder como el de Cristina, que hasta hace poco parecía mayor al de cualquier otro político.
En esta votación, sobre 253 diputados presentes, el punzante lobby cristinista (incluso de la propia vicepresidenta) convenció solo a 28 legisladores de no votar el acuerdo. Incluyendo a su hijo. Las previsiones en el Senado también indican que el cristinismo quedaría en minoría.
Históricos cristinistas, como Jorge Ferraresi, Aníbal Fernández, Agustín Rossi o Axel Kicillof (que mantienen por ella un afecto personal) apoyaron en público el acuerdo. También lo hicieron los gobernadores e intendentes y la conducción completa de la CGT. Y lo hizo uno de los fundadores de La Cámpora, Wado de Pedro, de una lealtad inquebrantable hacia ella.
El futuro es, por sobre todo, impredecible, salvo durante el prime time.
En las últimas horas, el Presidente volvió a escuchar a los colaboradores que le dicen “ahora sí, Alberto”, para impulsarlo a romper con su vice y desalojar a sus funcionarios del Gobierno. Pero romper no está en su naturaleza porque cree, además, que lo debilitaría en sus ansias de reelección. Lo que sí puede pasar es que, por el solo hecho de continuar con su política de gobierno autónomo, obligue a su socia a romper con él. Que quizá es lo que, inconscientemente, está buscando.
En el cristinismo están conmocionados. Como los opositores, ellos también habían comprado la idea de un Alberto títere, o al menos manejable, de oído abierto 24 horas a la líder del espacio. Hoy se preguntan qué hacer frente a este acuerdo con el FMI que, creen, es la gota que rebasó el vaso.
Aunque en el reality los dirigentes siempre saben bien qué hacer, en la realidad (salvo patologías extremas) no saben. Van acomodando sus presunciones con las presunciones de los demás y terminan haciendo lo que pueden, no lo que quieren.
Como en esas parejas en crisis, la duda es si Alberto y Cristina aún tienen margen para negociar el poder y el querer de cada uno.
O consideran que ya a ninguno le conviene seguir aparentando lo que no es.
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