Por Arturo Pérez-Reverte |
La república romana, antaño virtuosa y ejemplar (ése fue el tópico acuñado por los historiadores de la época, que miraban atrás con nostalgia), se estaba yendo de las manos. Nuevas generaciones de políticos, todos ellos chicos pijos y ambiciosos, de buenas familias patricias, querían mayor tajada de pastel de la que les había tocado hasta entonces; así que, para garantizarse el trinque, hacían mucho la pelota a los militares con tropas bajo su mando. Eres de lo que no hay, Mario, le decían a uno. Lo tuyo es de ganar concursos, Sila, le decían a otro. Quiero un hijo tuyo, Pompeyo, le soltaban al de más allá. Y los espadones aquellos, que no tenían abuela, se lo creían. Y entre batalla y batalla todos robaban a manos llenas.
La peligrosa idea del hombre providencial, o sea, el individuo (militar, por supuesto) cuyo talento y audacia acabarían poniendo orden empezó a calar seriamente en la peña, con las previsibles consecuencias: soldadotes en plan flamenco, marcando el ritmo, y todos considerándose providenciales a sí mismos. La palabra dictador volvió a ponerse de moda, esta vez con resonancias siniestras. Encima, y para acabar de arreglarlo, el golferío de las élites ricas y frívolas, los intereses de clase y las costumbres disolutas se adueñaban de Roma, hasta el punto de que Catón el Joven escribió, o dijo: Esta ciudad ya no es más que una agencia de matrimonios políticos enmendada por los cuernos. Para mayor recochineo, las distintas facciones políticas, incluso los fulanos particulares que tenían viruta, pagaban a bandas de gentuza armada que ajustaban cuentas en su nombre. Aquello era ya un sindiós. La paz pública se fue al carajo y, según el historiador Apiano, Cada año se cometía un crimen abominable en el foro. Fue una verdadera guerra social, que no sólo tuvo lugar en las ciudades sino también en el campo, cada vez más devastado por la guerra civil que los jefes militares, convertidos en verdaderos señores de la guerra, libraban entre ellos. En cuanto un miles gloriosus ganaba una batalla en el exterior contra los germanos, por ejemplo, o contra los galos, o contra quien fuera, todos empezaban a darle palmaditas en la espalda y a decirle olé tus huevos, chaval, tú vales mucho. El resultado es que unos y otros se envidiaban y odiaban, se aliaban y se traicionaban; y cuando se les iba la olla y alguien pedía cuentas, soltaban en plan chuleta, como Mario, aquello de A causa del ruido de las armas no he podido oír el de las leyes. Por ahí iba el tono, pues ya eran las legiones las que, manu militari, legitimaban a los gobernantes.
Pero no todas las personalidades eran de la milicia. Por esa época, casi a mediados del siglo I antes de Cristo, también destacó un fulano impresionante: un orador, abogado y político llamado Cicerón, intelectual de campanillas, listo y oportunista, uña y carne de financieros y millonetis romanos, al que todos los que estudiamos latín en el cole conocemos por su famoso Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? (discurso con el que hizo la puñeta a un tal Catilina, rival político que según él conspiraba contra la República, y al que obligó a echarse al monte y a ser liquidado en una batalla doméstica). Pero, bueno. La salud republicana, con Cicerón o sin él, tenía una pinta muy fea. Dicho en elegante, era una auténtica casa de putas. Y la había puesto peor, si cabe, la revuelta de esclavos más cinematográfica de la historia: la rebelión capitaneada por Espartaco (un gladiador tracio que era clavadito a Kirk Douglas) que en el año 73 a. C. dijo a los romanos «Se va a matar en el circo para que disfrutéis, vuestra puta madre». Así que él y otros setenta compañeros, al principio armados sólo con cuchillos de cocina, liaron un pifostio importante en Capua, huyeron al campo y en poco tiempo se les fueron juntando decenas de miles de esclavos, pastores, gente pobre y demás parias de la tierra, hasta formar un ejército impresionante que devastó las tierras, derrotó varias veces a las legiones y acojonó a Roma entera. La idea de Espartaco era pasar los Alpes y dispersarse en libertad, pero su gente prefirió el saqueo y la revancha en la península itálica. Al fin, un general llamado Marco Craso (rico y de buena familia que quería hacerse un prestigio militar) consiguió derrotarlo, y para dar ejemplo crucificó a seis mil prisioneros a lo largo de la Vía Apia. Lo cierto es que el tal Espartaco, novelas y películas aparte, era un tío muy interesante, listo y valiente como pocos. En sus Vidas paralelas, narrando la de Craso, el historiador Plutarco menciona a Espartaco con simpatía, incluso con admiración, cuando narra el heroico final del antiguo gladiador: Lanzóse contra el propio Craso entre muchos enemigos pese a las heridas que recibía, y aunque no logró llegar hasta él, mató a dos centuriones que le salieron al paso. Finalmente, aunque se quedó solo y rodeado de enemigos, siguió luchando hasta que lo mataron.
[Continuará].
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