Por Gustavo González |
Las guerras ya no son lo que eran. Siguen teniendo un componente económico y un trasfondo cultural. Pero lo que la guerra en Ucrania demuestra es que ahora no se necesitan justificaciones ideológicas para defender o cuestionar el enfrentamiento militar entre países.
Ya no se trata de choques entre ejércitos que representaban sistemas políticos en las antípodas (capitalismo, socialismo, nacionalsocialismo), típicos de la modernidad y que marcaron la mitad del siglo XX, entre las décadas del 30 y del 80.
Hoy, la guerra no requiere de argumentaciones para imponer un sistema económico y político que enfrente al capitalismo. Quizá no es “el fin de la historia” que describió Fukuyama, pero al menos es un extenso paréntesis del que la posmodernidad fue su primera expresión social y la hipermodernidad, su eco actual.
Los enfrentamientos del presente no se preocupan por estar tamizados de sofisticados relatos ideológicos. Ahora, lo que en todo caso está en debate es cuánto liberalismo o autoritarismo ofrece cada país para llevar adelante el mismo sistema capitalista. Así, el choque militar se presenta, explícitamente, como la puja entre intereses nacionales en pugna. Además de expresar las necesidades políticas de los gobernantes.
Tal vez siempre fue así y las viejas justificaciones ideológicas solo eran el cosmético que imponía el clima de época para enmarcar la guerra entre naciones. Aunque ahora es tan explícita la liviandad en ese sentido, que la acusación “ideológica” de Zelenski a Putin es la misma que la de Putin a Zelenski: ser Hitler. El ruso también agrega que combate a un gobierno de “drogadictos”.
Comunistas. Sin embargo, como secuela de otros tiempos, muchos dirigentes y analistas siguen viendo motivaciones ideológicas donde solo hay vacío. Incluso llegan a asociar a Putin y a quienes lo apoyan con el regreso del comunismo.
Pero lo que esta semana llevó a Trump a decir que Putin es un genio no es el marxismo leninismo, sino el mismo formato populista y similares necesidades y visiones políticas. Tampoco Bolsonaro es comunista, aunque no haya condenado la invasión a Ucrania y sí criticó a su vicepresidente por haberlo hecho. En cambio, Lula fue casi tan duro como Biden en cuestionar el ataque ruso. Igual que el presidente electo de Chile, Gabriel Boric, oriundo de la agrupación Izquierda Autónoma.
También repudiaron la invasión gobiernos liberales o conservadores de todo el mundo. Mientras Cuba, Venezuela y Nicaragua mantienen un silencioso apoyo a Rusia.
En la Argentina, quienes le atribuyen a Cristina Kirchner y a los suyos estar consustanciados con las ideas fuertes del setentismo asocian sus silencios con su “izquierdismo”.
Nunca entendí bien qué se quiere decir cuando se habla de izquierda y derecha. Pero si por izquierda se habla de marxismo o de algún tipo de administración que destierre al capitalismo y a la propiedad privada, o promueva alguna variante de la dictadura del proletariado, me cuesta ubicar a la vicepresidenta en aquella categoría.
Y aun suponiendo que eso sea debatible, lo que no parece cuestionable es que Putin, el amigo de Trump y acusado de hacer campaña presidencial a su favor, tenga algo que ver con cualquier acepción de la palabra “izquierda”.
Conveniencia. Ni siquiera China parece responder ya a aquella taxonomía política en la que podría predominar el ideologismo por sobre el pragmatismo. Su sistema derivó en esta suerte de capitalismo de Estado que Xi Jinping prefiere denominar “socialismo de mercado” o “economía de mercado socialista”.
En general, lo que sí se observa en el mundo y aquí son relaciones por conveniencia. Los millones de dólares que Chávez enviaba al país de los Kirchner, la onda de Macri con Trump en medio del préstamo del FMI, el acercamiento de la región a China en busca de inversiones o el alejamiento de los Estados Unidos de ese país por haberse convertido en su principal competidor en el mercado global.
El denominador común de los conflictos internacionales ya no es la guerra de ideologías o sus eventuales imposturas, sino el posicionamiento estratégico y las urgencias lisas y llanas de cada país y de sus gobernantes.
Ni amor ni ideología. La reciente visita de Alberto Fernández a Rusia y China también fue asociada con cierta afinidad ideológica del gobierno argentino (supuestamente en línea con la compra de vacunas rusas y chinas).
Pero diez días después, quien visitó a Putin fue Bolsonaro (ya había ido a Beijing en el primer año de su mandato). Lo hizo en plena crisis de Ucrania: “Somos solidarios con Rusia”, dijo y celebró compartir con su par los valores de Dios y familia: “Fue más que un casamiento perfecto”.
A aquellos que, desde uno y otro lado de la grieta argentina, entienden los conflictos entre intereses en pugna como la lucha entre el Bien y el Mal no les cuesta nada creer que las relaciones internacionales están cruzadas por ese combate.
La demonización de los conflictos es consecuencia de la simplificación de la política que venimos señalando en esta columna. Hallar motivos ideológicos para justificar las acciones de unos y otros resulta una suerte de engaño, o autoengaño, para evitar complejidades mayores.
Pero no hay vínculos ideológicos que puedan explicar que Bolsonaro y AF votaran en sintonía en la OEA con una condena menos dura que la firmada por los Estados Unidos y países como México, cuyo gobierno suele votar junto al argentino.
Lo que une cada posición son las delicadas necesidades estratégicas de cada país y de sus gobiernos.
Es probable que si Biden hubiera recibido a Alberto Fernández y si el Fondo hubiera aprobado antes un acuerdo con mayores flexibilidades, el presidente argentino habría sido menos efusivo en sus elogios a Putin. O quizás hubiera saltado esa visita.
No es amor ni ideología. Porque tampoco las ideologías son lo que eran. La globalización de los mercados relativizó la preeminencia excluyente de los Estados Unidos, confirmando una mayor autonomía de la UE, subiendo a China a la alta competencia internacional y con la posibilidad de que la sigan potencias emergentes como India y Brasil.
Sin velo ni épica. La globalización puso en jaque el concepto de Estado nación y lo que pasa en los últimos años es la rebelión de esos Estados, junto con el regreso de otras ideas fuertes, como la de la religión.
Socialmente traducido en ese complejo mix de modernidad y posmodernidad que Lipovetsky denominó hipermodernidad.
Putin es la expresión de una nación que aspira a ocupar el rol protagónico (y quizá los límites territoriales) que tuvo en el pasado y que fue perdiendo tras la caída del Muro de Berlín. A la par del avance de la OTAN sobre Polonia, Hungría, República Checa, Estonia, Lituania y Letonia. Países que antes formaban parte de la órbita soviética y que, de buen grado, aceptaron quedar bajo el escudo militar y político de Occidente. Ucrania iba camino a ser un nuevo miembro de esa organización.
Esta guerra conmueve justamente porque le quita al conflicto cualquier atisbo ideológico.
Cuando se corre ese velo épico, lo que queda es un pequeño país atacado por otro con poder atómico y conducido por un líder denunciado por violar los derechos humanos, envenenar a opositores y perseguir a homosexuales. Y que sigue contando con el apoyo de una parte importante de su población.
La tierra arrasada que genera una guerra es un escenario propicio para que la maldad aparezca en plenitud, como la imagen del tanque ruso aplastando a un auto conducido por un civil, que no representaba amenaza alguna.
Pero la maldad es un emergente de la fragilidad humana, no una característica de las relaciones internacionales.
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