Por Francisco Olivera
Nadie duda de que Mayra Mendoza es una kirchnerista convencida. La foto de su cuenta de Twitter es un retrato compartido con la vicepresidenta. Pero la intendenta de Quilmes no se ha privado últimamente, siempre delante de gente de confianza, de alguna objeción al Instituto Patria. No estuvo del todo convencida, por ejemplo, con los gestos de distanciamiento de Máximo Kirchner. Cree que el Gobierno necesita respaldo y unidad y que escatimarlos compromete la gestión para los próximos dos años. Sería, razona, como regalarle a la oposición las elecciones de 2023 y saltear el proyecto del espacio propio hasta 2027.
Lo que dice Mayra Mendoza es lo que piensan muchos de sus compañeros de militancia, todos ellos en medio de una encrucijada ideológica: ¿hay que involucrarse y poner la cara por las decisiones del presente, con los tragos amargos y costos políticos que eso supone, incluido el acuerdo con el FMI, o convendrá observar en silencio y preservar el capital simbólico del kirchnerismo hasta que vengan tiempos más favorables? El miércoles, en una conversación en radio El Destape, Roberto Navarro le hizo una sugestiva observación a Gabriel Katopodis. La pandemia, la inflación y el entendimiento con el Fondo, advirtió el periodista, hacen que muchos dirigentes del Frente de Todos ya estén dando la elección de 2023 por perdida. “Bueno, tenemos que hacer política –contestó el ministro de Obras Públicas–. Tenemos que combatir un escepticismo cultural que hay en la sociedad pero también, a veces, un escepticismo cultural que hay dentro de la fuerza política. Estar convencidos de que realmente se va a poder salir”.
De este enorme dilema interno depende parte del éxito de la administración de Alberto Fernández. Cuando Katopodis contesta por las posibilidades de 2023 no está pensando en el futuro, sino en el presente: dar por sentada la derrota para entonces significa desentenderse de la suerte del Presidente y, como consecuencia, sacudir los cimientos del Gobierno. Y eso siempre termina en una crisis. Es, probablemente, lo que llevó a Santiago Cafiero a insistir ayer con la reelección del jefe del Estado: justamente porque no todos están convencidos al respecto. En el Instituto Patria hay, en cambio, quienes ya prefieren desentenderse del destino de quien resultó útil para ganarle en su momento a Macri, pero al que en rigor nunca consideraron dirigente propio. Fue él quien decidió apartarse de algunas recomendaciones de Cristina Kirchner, razonan, y esa opción no solo lo ubica en un proceso irreversible, sino que ya empezó a mostrar resultados magros.
Que en la Casa Rosada haya cada vez menos funcionarios dispuestos a pelear en público por la emancipación del Presidente agrava el panorama. En primer lugar porque no advierten en él esa convicción. El último ensayo institucional al respecto, la designación de Manzur como jefe de Gabinete, no surtió el efecto esperado. El tucumano venía dispuesto a ejercer lo que reclama Katopodis, conducción política, pero ha preferido retroceder ante tareas propias del cargo que, dadas las divergencias internas, parecen inabordables. La reformulación de los subsidios, por ejemplo. “La colimba ya la hice”, se excusó Manzur delante de colaboradores. Porque el área energética tiene dueña. Y los únicos funcionarios con poder para concretar aumentos de tarifas son los jefes de los entes reguladores, que tienen la atribución de la firma y que responden orgánicamente a Cristina Kirchner. En esa condición están Federico Bernal, interventor en el Enargas, y Soledad Manín, del ENRE, que en realidad llegó ahí recomendada por Federico Basualdo, el subsecretario al que Guzmán no puede echar desde hace un año del ministerio que debería conducir. “Yo no sé cómo Martín, que es un tipo ambicioso, se bancó lo de Basualdo”, razonó ante La Nación un banquero que respeta al ministro de Economía.
El kirchnerismo nunca ha estado tan incómodo al frente del Gobierno. Con urgencias como la de acordar con el Fondo, desde luego, pero no por la votación del Congreso en sí misma sino más bien a partir de ella: son las revisiones trimestrales lo que condiciona el futuro. Para la “jefa” todos los años son preelectorales. Se entiende que Guzmán esté preocupado. Y que, prudente en las palabras, se limite a asentir cuando escucha que sus confidentes critican la postura del Instituto Patria. Porque la desconfianza es en realidad mutua: los camporistas, que lo acusan de esconder detalles de la negociación, dicen que a veces informa internamente sobre avances que no han terminado de concretarse y cuestionan todavía más a Sergio Chodos, a quien le atribuyen ser un hombre del mercado, con todo lo que eso significa en el universo de los prejuicios.
¿Cómo resolver los problemas de la Argentina en este contexto? Casi imposible. Andrés Larroque, ministro de Kicillof, lo admitió hace unos días, en su cumpleaños, durante una conversación con Dady Brieva. El “formato de coalición”, dijo, le resta “ejecutividad” al Frente de Todos. “Nos ha quitado capacidad de reacción y eso sin duda lo pagamos en las elecciones de septiembre. Después lo pudimos recuperar en la provincia de Buenos Aires bastante en noviembre pero, claramente, no fue el resultado que fuimos a buscar”.
Es la misma sensación que tienen los empresarios ante cualquier planteo que le hacen al Gobierno. El más reciente y generalizado: la falta de dólares para importar. El martes, en un almuerzo en la sede de la Unión Industrial Argentina, Daniel Funes de Rioja, presidente de la entidad, le recordó el problema a Ariel Schale, secretario de Industria. Con magnitudes distintas, hay entre 20 y 50 grandes compañías fabriles que necesitan conversar casi diariamente con las autoridades para acceder a divisas. Schale, que conoce bien a los anfitriones porque viene del sector textil, intentó tranquilizarlos sin mentir. Admitió la existencia de restricciones cambiarias, pero dijo que no iban a faltar dólares para la industria. Nadie en la UIA debería sorprenderse: es exactamente lo mismo que Miguel Pesce, jefe del Banco Central, les anticipó a fines de año en la Conferencia Industrial.
El desafío de Alberto Fernández es que estas dificultades no frenen la recuperación de la actividad, que es robusta. En el Ministerio de Economía confían en que el acuerdo con el Fondo servirá para restaurar algo de confianza. Pero eso no se consigue solo firmándolo, sino principalmente haciéndolo cumplir. Guzmán admite que el organismo viene siguiendo con especial atención la recaudación y los presupuestos subejecutados. De ahí su última obsesión: meter presión sobre empresas a las que sospecha de evadir. Ayer, en el Zoom del G-20, usó la mayor parte del discurso para hablar de eso.
Será una herramienta útil para acercarse a las exigencias del Fondo, que ha decidido no ponerse estricto: en el Frente de Todos dicen haber interpretado que el staff tiene disposición para un nuevo “gesto político” con la Argentina. Una buena noticia que, sin embargo, no termina de convencer al kirchnerismo, donde empiezan a intuir dos largos años de convivencia con el auditor. Es lo que evitó Kirchner hace 17 años pagando al contado. Ese legado aconseja ahora que esta vez, con las reservas en cero, y siempre en nombre del líder, la cara la ponga otro. Más cuando, como en la recorrida de Alberto Fernández por Mar de Ajó, parecen todos penales en contra.
© La Nación
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