Por Pablo Mendelevich |
Cuando la ausencia de viento hace desesperar a los marineros se dice que hay una calma chicha. Tensión incomparable, muchas veces precede a la gran tormenta. Pero tal vez el momento actual estaría mejor representado por una mesa de poker con caras inescrutables. Nadie se abalanza, todos quieren conocer primero las cartas de los otros.
En lo formal, la inquietante demora en las tomas de posición frente al principio de acuerdo con el FMI aparece justificada porque se desconoce la letra chica.
Podría pensarse que estamos frente a la mayor coincidencia en mucho tiempo, si bien fortuita, entre Juntos por el cambio y Cristina Kirchner. “Hasta no conocer la letra chica no nos pronunciaremos”, dicen ambos actores, o lo deslizan. ¿Acaso también comparten la idea de que el diablo está en los detalles? No necesariamente la cosa viene por ahí.Es el game of chicken, explica Eduardo Levi Yeyati, decano de la Escuela de Gobierno de la Universidad Di Tella. En el juego de la gallina dos participantes conducen un vehículo en dirección al oponente; pierde el primero que se desvía de la trayectoria de colisión. Gallina es quien acaba humillado. Naturalmente, la presión psicológica es la gran protagonista. El juego es una negociación en la que se retrasa hacer concesiones todo el tiempo que se pueda. El genial Bertrand Russell comparó la carrera armamentística con el juego de la gallina. No es un invento de la política argentina.
Que la coalición opositora desconozca los detalles de la negociación que lleva adelante el ministro Martín Guzmán tiene cierto sentido. No fue participada del tratamiento del problema porque según el gobierno es la única culpable de haberlo generado. El apellido Macri estructura todo el discurso oficial, sea para reclamarles piedad a los funcionarios del FMI, para explicar repiqueteando apenas cinco letras la decadencia argentina o hasta para explayarse sobre los chinos (literalmente: en la entrevista que le hizo el domingo Lucila Marín en LA NACION sobre la visita de Alberto Fernández a Pekín, el embajador Sabino Vaca Narvaja nombró a Macri ¡ocho veces!, huelga aclarar que no en forma ponderativa).
Menos normal es la oposición de un oficialismo, o de una parte del oficialismo, que pese a haber puesto al Presidente y a tener control parcial sobre él no consiguió digitar las tratativas con el FMI, sólo ralentizarlas para pasar las elecciones porque creyó que así las ganaría. O tal vez no quiso digitarlas, porque en algún momento advirtió que el ajuste suavizado o disfrazado sigue siendo ajuste y que es inherente a la hazaña de devolver 44 mil millones de dólares por parte de un país que no tiene reservas ni dólares ni margen para subir impuestos.
Cristina Kirchner dejó hecho un poroto al Julio Cobos que ella aborrecía por el voto no positivo en contra de las retenciones móviles. “Cobos traidor…”, cantaba La Cámpora (la estrofa era un poco más larga) en los funerales de Néstor Kirchner. Según el kirchnerismo un vicepresidente no puede ir contra el Poder Ejecutivo del gobierno que integra, aunque la Constitución le haya dado la potestad de desempatar el Senado en caso de empate, es decir, le otorga la opción de votar a favor o en contra de cualquier proyecto. ¿Pero acaso el kirchnerismo, conducido por la vicepresidenta, votará ahora contra el acuerdo con el FMI? ¿Se abstendrá? Nadie lo sabe. En buena medida depende de lo que haga Juntos por el cambio, cuyo voto depende de lo que decida hacer Cristina Kirchner. Lo único que se sabe es que ella prefiere que el asunto arranque por Diputados. Otro tablero del juego de la gallina: que lo hagan allá primero, después vemos.
No debe pensarse que sólo hay incertidumbre en torno de un asunto, el de los posicionamientos. La incertidumbre tiene dos patas más. Una se refiere a cómo se van a cumplir las metas que el acuerdo estipula. Otra, al alcance de la ley destinada a imponer la aprobación previa por parte del Congreso de los eventuales acuerdos con el Fondo, ley sin estrenar y sin reglamentar cuyo articulado promete grandes discusiones entre sus intérpretes.
Todo esto conforma un panorama confuso pero a la vez vertiginoso. No puede extenderse porque el proceso negociador con el Fondo apura. En el medio, Alberto Fernández va a exponer ante el Congreso el estado de la Nación como hacen los presidentes todos los 1° de marzo (“por qué no me habrá tocado la Constitución vieja y hablaba el 1° de mayo, cuando todo esto haya terminado”, dirá para sí Alberto Fernández). Difícil tarea la de hablarle a la asamblea legislativa justo horas antes de la votación más importante, quizás, de todo el mandato, cuando el oficialismo está partido en dos (¿o en tres?) y Máximo Kirchner hasta podría terminar abrazado con Javier Milei y Myriam Bregman. No es todo. Se trata de la única vez al año en la que el Presidente tiene la obligación institucional de disertar con la vicepresidenta sentada al lado, abanico en mano, escrutando cada palabra. No por casualidad en sus discursos anteriores ante la asamblea legislativa Fernández metió lenguaje inclusivo de máxima graduación. En 2021 encomió a la “lideresa” y sobreactuó tanto el doble género (“sujetos y sujetas”) que se tropezó con las palabras.
En el resto de la pieza repartía cascotes para la oposición, hoy contraindicados para conquistar apoyos al acuerdo con el FMI (“todas” las políticas del gobierno anterior condujeron a estrepitosos fracasos, decía, mientras despotricaba contra quienes rompieron los protocolos durante la pandemia sólo para deteriorar la credibilidad del gobierno).
Fernández lee, pero dentro del oficialismo hay quienes temen que insista con la veta espontánea con la que acarició los oídos de Putin y Xi Jinping y ofendió a Biden, de quien después dijo que no había ayudado al país en el FMI y luego, que sí lo había ayudado. ¿Se sabrá ya lo que hará cada bloque con el tema FMI para el 1° de marzo, cuando Fernández rinda la prueba de equilibrio político quizás más difícil de su vida?
Lo más probable, dicen expertos, es que el acuerdo termine bendecido por el Congreso –se ignora con qué robustez- y aprobado por el FMI. Eso siempre que no haya “un accidente”, algo que en medio del embrollo político, económico y financiero de esta hora se salga de control. La razón para apostar en forma positiva no se inspira en la buenaventura de este camino promisorio, sino en los infortunios que le esperan a quien quiera ir por el camino contrario. Es decir, por el default. Que no debe ser confundido con un plan B. Plan B no hay.
© La Nación
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