Por Pablo Mendelevich |
Que individuos que arrastran problemas con la Justicia e incluso estuvieron presos por cometer delitos hagan una manifestación en Tribunales para despotricar contra la Corte Suprema tiene cierta lógica, aunque no es algo frecuente. Lo curioso del acto de ayer es el acompañamiento político y sindical de sectores oficialistas del ala kirchnerista.
El gobierno pretendió presentar esa participación como una iniciativa ciudadana para no hacerse cargo del pedido de las cabezas de los miembros de la Corte Suprema, extremo oficializado en el documento del acto.
Pero las imágenes de la televisión desmintieron al gobierno: no hubo ninguna impronta ciudadana a la vista; la espontaneidad no era lo que relucía. Salvo por la languidez de los oradores y la baja estatura política de quienes pasaron por el escenario, fue un típico acto peronista, con decenas de colectivos contratados para movilizar militantes, bombos, pancartas, cánticos organizados y el acostumbrado desprecio por la circulación en el centro de la ciudad, que resultó caótico.Los dos reclamos convocantes, el fin del “lawfare” y la “democratización de la Justicia”, dejaron claro el sello de agua de Cristina Kirchner, cuya abogada Graciana Peñafort, quien a la vez es directora de Asuntos Jurídicos del Senado, sobresalió en primera fila.
En algunas causas en las que fue procesada, no en todas, Cristina Kirchner usó para su defensa la idea de una conspiración de jueces y medios de comunicación para perseguirla penalmente por razones políticas y habló de “lawfare” para nombrar infinitas veces la supuesta persecución, por lo que el neologismo quedó indisolublemente asociado con su situación personal.
Otro tanto ocurre con la expresión “democratización de la Justicia”, que a la vez involucra a la Corte Suprema. Sucede que así llamó el gobierno kirchnerista en 2013 a la reforma judicial que la Corte terminó volteando tras declarar inconstitucional el núcleo. Es extraño que se hable ahora de democratizar la justicia como algo novedoso cuando bajo esa denominación fueron aprobadas por el Congreso hace ocho años media docena de leyes que poco más tarde la Corte no permitió aplicar. Nadie aclaró si se postula reincidir con las mismas medidas o, lo más probable, sólo se usa el nombre de aquel paquete porque se le atribuye una resonancia positiva y casi nadie se acuerda de que fue un fracaso. El discurso político del kirchnerismo sostiene, sin aportar pruebas, que la Corte actual es golpista. Si es por el número de miembros (que a lo largo de la historia subió y bajó varias veces y se lo menea cada vez que se habla de mal funcionamiento, cuando en verdad se especula con mayorías políticas) la Corte que frenó la reforma judicial kirchnerista en 2013 no tenía cuatro miembros como la actual, tenía siete.
Dijo ayer la actriz Cristina Banegas, quien leyó un documento de los organizadores del acto junto con su colega Luisa Kuliok, que la Corte debe irse. “El pueblo se moviliza porque ha decidido luchar para democratizar la justicia”, explicó a un auditorio de bulliciosos contingentes de los gremios de la construcción, Camioneros, SUTEBA, bancarios y del Sindicato Obreros Marítimos Unidos, con Omar “Caballo” Suárez al frente, procesado a la espera de un veredicto.
Como al final no hubo en el acto figuras importantes del gobierno nacional, un nítido repliegue dispuesto a último momento por el presidente, lo que quedó fue una manifestación no desdeñable de sectores kirchneristas y aliados, alentados, probablemente, por la procesada más célebre de la Argentina.
Además de Peñafort había otras figuras muy cercanas a Cristina Kirchner, como la intendenta Mayra Mendoza.
No hay duda de que la Justicia, en particular el fuero penal, funciona mal ni que el ciudadano de a pie está lejos de ser un gran beneficiario de la administración de servicios judiciales. Pero la protesta fue dirigida contra la Corte, que según el presidente Alberto Fernández tiene “un problema de funcionamiento”. Fernández de eso sabe.
Tal vez en lugar de mirar un fotograma haga falta prestarle atención a la película entera. El kirchnerismo siempre tuvo enemigos rotativos. Esta rutina de arrojarle dardos venenosos al enemigo que impide la felicidad del pueblo, cualquiera fuere, ya va por la tercera década. No puede sorprender. Aunque la figura de los dardos tal vez derroche sutileza tratándose de kirchnerismo, porque puede pasar -como en 2010, cuando la antipatria era Clarín- que se invite a purgar el odio con el ritual nada metafórico de escupir en Plaza de Mayo las fotos de un seleccionado de periodistas. Con los años han mejorado los modales. De los miembros de la Corte ayer sólo se dijo que eran delincuentes con toga y atorrantes (juez Ramos Padilla), pero nadie escupió ninguna foto.
Clarín, el campo, los medios, la oposición, los de las cuatro por cuatro, los que veranean en Miami, los que compran dólares, la clase media, los que viven en Puerto Madero, los caceroleros, los “capitalinos”, ciertos jueces. En la mayoría de las caricaturizaciones enemigas, claro, entran de una u otra forma las propias figuras señeras del grupo denunciante. Un juego de espejos que exuda un descaro descomunal pero que igual que otros absurdos del siglo XXI se vino integrando al paisaje.
Jactanciosos miembros de esa clase media a la que fustigan, así como viven en Barrio Norte, en Puerto Madero y son millonarios encantados, desde el poder crucificaron jueces a los que antes arrullaron. Acomodar en la mira a los enemigos que rotan es una acción política desacoplada de dogma alguno. No hay dogma, no interesa la coherencia, no incomoda la contradicción, basta el relato.
Enemigo es el que no se subordina, el que desafía las necesidades de la líder, el que no puede ser controlado. Después de diecinueve años es llamativo que la retórica profiláctica del kirchnerismo pueda ser tomada en serio. Para descifrar por qué la Corte se volvió ahora deleznable más bien convendría recordar que hace apenas 47 días declaró inconstitucional la ley de Cristina Kirchner del año 2006 por alterar el equilibrio interno del Consejo de la Magistratura exigido por la Constitución. He aquí otro absurdo naturalizado, que parece quedar afuera de la discusión central: ¿cómo es posible que a la Corte le haya llevado 16 años sentenciar que esa reforma estaba mal hecha, lo que equivale a decir que durante 16 años se permitió que el Consejo decidiera sobre los jueces en forma desequilibrada? Por alguna razón el presidente no incluye esta queja en su reproche de mal funcionamiento.
¿Miraremos el lado equivocado de las cosas? Como en el viejo chiste del contrabandista infatigable que iba y venía en la frontera con Bolivia empujando una carretilla. Una vez cruzaba la frontera llevando arena, otra naranjas, la siguiente maíz, luego carbón, y así, sin que los funcionarios aduaneros advirtieran que lo que les pasaba alegremente por delante de las narices no era otra cosa que un contrabandista de carretillas.
El kirchnerismo no se titula en esta temporada enemigo de la Corte por razones principistas ni permanentes ni metodológicas, como invoca. Mucho menos porque piense cambiar la Corte, agrandarla, mejorar su funcionamiento, “democratizarla”. Sabe muy bien que no está en condiciones de hacerlo, no tiene la fuerza parlamentaria ni tampoco el consenso social necesarios.
Para el kirchnerismo, cuyo logro más extravagante consiste en haber convertido las causas de corrupción de un grupo en una cuestión principista colectiva, el propósito esquivo de controlar a la Corte se volvió más acuciante a medida que las complicaciones judiciales de Cristina Kirchner ascendían. En simultáneo los métodos toscos del ministro de Justicia Martín Soria, puesto precisamente para dormir o evaporar las causas de la corrupción kirchnerista, no dieron resultado.
Hay en definitiva, tres posibilidades con el acto de ayer. Que inaugure una campaña dirigida a desprestigiar a la Corte, que desahogue al kirchnerismo que llama presos políticos a los ex funcionarios y dirigentes juzgados por casos de corrupción o que sólo haya servido para poner en evidencia la debilidad argumental del cuestionamiento a los miembros del más alto tribunal.
© La Nación
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