Por Fernando Savater |
Decía Emil Cioran que quien no muere joven, merece morir. No lo discuto, pero creo que ciertas personas viven tanto y tan incansablemente que se salen del cómputo habitual y ya no merecen la muerte. En una entrevista cuando iba a cumplir 100 años, el periodista preguntó a Ernst Jünger: “Ahora que es usted anciano...”. Jünger le interrumpió: “No, perdone: yo fui anciano, como antes fui niño, joven, maduro... Ya he dejado la vejez atrás, ahora tengo lo que bíblicamente se conoce por edad canónica”.
¿Puede uno salirse de la vejez por arriba, en vez de limitarse a no alcanzarla, como tantos? Entonces la muerte no llegará ―¡si llega!― como algo justificado sino como una interrupción impertinente, algo así como levantarse y abandonar el concierto en pleno allegro.
Un escándalo, como escandaliza ver la indiferencia homicida con que hemos asistido a la desaparición durante la pandemia de tantos ancianos y ancianas que probablemente disfrutaban en sus residencias mucho más de la vida que la mayoría de los tiernos imbéciles que les ignoran.
En Cry macho, su última (¿última?) película, el bravo Clint Eastwood ofrece su filosofía vital como de pasada, sin engolamiento. Aún recuerdo cuando hace años inquisidores de entonces protestaban contra un ciclo de sus pelis en TVE (“Anda, alégrame el día”), tratando de cancelarle avant la lettre.
Pero a Clint no se le cancela así como así: ahí sigue a sus 91 años (dos menos que centímetros rebasa del metro), seco, fiero, tierno. No oculta su edad ni se reduce a ella. Aún viaja a la aventura, aún pelea sin alardes, aún monta (con truco, pero...), aún enamora y se enamora. Al adolescente que rescata le educa sin grandes discursos, solamente con el ejemplo liberador de la amistad. Cuando una zorra se burla de él, comenta: “así se ríen las mujeres de uno si lleva la bragueta abierta”. Humor de veterano.
© El País (España)
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