Por Arturo Pérez-Reverte |
Europa no sólo era Roma. Aunque menos civilizados, otros pueblos existían en el norte y el este, más allá de las cordilleras alpinas y los Cárpatos. Cuanto más lejos estaban del Mediterráneo, más brutos eran y menos información hay sobre ellos. Hasta un período comprendido entre los siglos III y I antes de Cristo apenas existen rastros escritos que iluminen las brumas y las sombras de su historia. Son los antiguos textos latinos y la arqueología moderna los que aportan información, y así sabemos que eran poblaciones dispersas de granjas y aldeas dedicadas a la agricultura, el pastoreo, la caza y la pesca: variopinta multitud de rudos estados étnicos y confederaciones tribales cada uno a su aire, dominados por aristocracias rurales.
Todo muy primitivo y de aquí te pillo aquí te mato, con un toque cultural más bien celta, de carácter guerrero, donde eran frecuentes el saqueo y hacer la puñeta al vecino, y también los grandes desplazamientos de poblaciones medio nómadas impulsadas hacia mejores tierras por el hambre o la codicia, con lo que implicaba de conflictos, esclavitudes, degüellos y otros bonitos usos sociales de la época. Eso fraguó poco a poco en nuevas formas de vida, y hacia el siglo II a. C. empezaron a ponerse de moda los oppida (palabra que nos viene del latín) y los viereckschanzen (del alemán: fuertes cuadrados), que eran recintos fortificados donde se trabajaban metales, florecía la artesanía y circulaba moneda. También, por esa época, los gobiernos de consejos de ancianos, que eran los de toda la vida, dieron paso a pequeñas monarquías de reyes o régulos que cortaban el bacalao con mayor autoridad y eficacia (era el más bestia de la tribu quien solía hacerse con el poder), hasta el punto de que algunos de esos pueblos, los situados más al sur, empezaron a verse las caras con la pujante Roma, que si te invado y que si no, iniciándose un animado período de paces y guerras fronterizas, trifulcas, áspera vecindad y cambiantes alianzas.
Pero lo que alteró de verdad el paisaje de la Europa bárbara (o extranjera, según el viejo concepto griego, vista ahora desde la óptica romana), fue la gran invasión de cimbrios y teutones: movimiento migratorio muy bestia, al filo de los siglos II y I a. C., posiblemente con origen en la actual Dinamarca y el norte de Alemania (según el historiador Plutarco, cimbrio significaba bandido, y por ahí fue el ambiente). Cientos de miles de personas, incluidos mujeres y niños, empezaron a moverse hacia el oeste y el sur en busca de tierras, precedidos por salvajes grupos guerreros que saqueaban todo lo que estaba quieto y mataban o esclavizaban cuanto se movía; y a los que se sumaban, haciendo de la necesidad virtud, otros grupos étnicos de las regiones por las que pasaban dando estopa. Estos invasores nórdicos tenían el pelo rubio y los ojos azules, vestían con pieles y sus hábitos eran de lo más primitivo: mientras las señoras se ocupaban de casa, campos y ganado, los maridos iban de caza, a la guerra, o se dedicaban al oficio más útil en un pueblo guerrero como el suyo, que era la herrería, o sea, la fabricación de espadas, lanzas y puntas de flecha (no es casualidad que en Alemania abunde hoy el apellido Schmidt, asociado con schmied, herrero). Aquellos fulanos no tenían reyes, ni falta que les hacía, pues su sistema de gobierno era electivo sin transmisión familiar, en plan parecido, hilando grueso, a lo que hoy sería un presidente de república. Sus dioses (Thor, Freya y algún otro) nada tenían que ver con los de griegos y romanos: eran deidades tan toscas como quienes los adoraban, y el más pintón resultaba, naturalmente, el de la guerra, que se llamaba Woden, u Odín, y vivía en un palacio del cielo llamado Walhala, donde iban los hombres (y supongo que también las mujeres, aunque no hay pruebas) valientes cuando palmaban. Por influjo de esa gente, y de ese modo, se fueron definiendo un centenar de años antes de Cristo los pueblos de la Europa occidental no romana: cimbrios y teutones dando por saco de un lado para otro (hasta que el general romano Mario los escabechó en las batallas de Aquae Sextiae y Vercellae), germanos en el alto Rhin, galos en la actual Francia, celtíberos en Hispania, belgas en Bélgica, helvecios en lo que hoy es Suiza… El militar, político e historiador Julio César (del que hablaremos cuando toque) iba a describirlos pocos años después en sus Comentarios a la Guerra de las Galias. Los bárbaros, como digo. Las aún indecisas fronteras de una Roma todavía republicana, pero en la que empezaban a pasar cosas raras, con una guerra civil calentita y a punto de nieve. El porvenir de Europa iba a jugarse allí, entre pitos y flautas, y venían de camino episodios apasionantes. Así que no se pierdan ustedes el próximo.
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