sábado, 1 de enero de 2022

Un mensaje letal: todo da lo mismo


Por Héctor M. Guyot

Desde que ganó las elecciones legislativas de noviembre y abrió un horizonte para el país por el hecho de representar un obstáculo para el proyecto hegemónico del kirchnerismo, Juntos por el Cambio parece empeñado en dilapidar los frutos de ese triunfo y el capital que tanto trabajo le costó reunir. El problema es que cada metro que pierde lo gana el oficialismo en su batalla por la impunidad y el poder eterno, una lucha que emprende con la estrategia de convencer a la sociedad de que, como escribió Discépolo, “vivimos revolcaos en un merengue, y en un mismo lodo, todos manoseaos”.

Mientras neutraliza las causas que la desvelan mediante los oficios de jueces militantes, Cristina Kirchner busca imponer la idea de que nadie está limpio como para juzgarla por los hechos de corrupción con prueba irrefutable que investiga la Justicia: si todos somos pecadores, ¿de qué pecados me hablan? En su relato, ella y sus funcionarios procesados son las pobres víctimas de un sistema político envilecido en el que todos van por el queso, movidos por ambiciones inconfesables de las que nadie se salva. La oposición, olvidada del mandato de sus propios votantes, le regala argumentos. Es decir, por voluntad propia se revuelca en el mismo lodo. Además de representar una contradicción inadmisible con sus postulados, el mensaje que dio Juntos por el Cambio con su apoyo a la reelección de los intendentes bonaerenses es precisamente aquel que busca imponer el kirchnerismo: “Ellos son iguales a nosotros, o peores”. El éxito de la teoría del lawfare, que la vicepresidenta esgrime para borrar las causas que se le siguen, depende del arraigo que el oficialismo logre darle a esta resignada idea discepoliana.

"Eso representa la oposición para la mayoría de los argentinos que la votó: la aspiración a ser mejores. La esperanza de que podemos serlo"

Así como resulta maniquea toda división tajante entre bien y mal, sería simplista creer que el mero hecho de llevar puesta la camiseta de la oposición le confiere a un político el carnet de honesto. Juntos por el Cambio no representa al bien en su lucha contra el mal. Bastaría con que la mayoría de sus dirigentes tuviera como premisa la aspiración a construir una mejor democracia de la que hoy tenemos. Eso representa la oposición para la mayoría de los argentinos que la votó: la aspiración a ser mejores. La esperanza de que podemos serlo. Mejores en el respeto a la ley, a la condición sagrada de los bienes públicos y a la imprescindible alternancia en los cargos, para que los políticos sean en verdad servidores y no señores feudales que viven de esquilmar la riqueza que la sociedad produce. Si la oposición traiciona esa aspiración, habrá perdido su razón de ser. Y con eso, los votos que la sostienen.

Sería también ingenuo esperar de la clase dirigente un dechado de virtudes republicanas en un país cuyo sistema político se encuentra viciado desde hace décadas. En una nota de esta semana, Carlos Pagni describió cómo, en los sótanos del poder, los manejos y contubernios de turbios personajes para repartirse el botín del Estado a costa de la salud institucional no reconocen exclusividad de ningún color partidario. En nuestro país la política, el juego, el fútbol y la Justicia están vinculados por una red de intereses e influencias que operan al margen de la ley y cuya gravitación se mantiene más allá de la fuerza que circunstancialmente gobierne. Pero cuidado, no son todos lo mismo: durante el gobierno de Juntos por el Cambio muchos sindicalistas, empresarios y políticos que desde hace años se beneficiaban de este entramado mafioso cayeron presos y fueron juzgados. Luego, gracias a los anticuerpos de ese sistema corrupto, varios de ellos fueron liberados. De cualquier modo, aquí se impone un interrogante crucial. ¿La oposición –o parte de ella, para ser justos- mantendrá vínculos con estos poderes antidemocráticos en la sombra? ¿O prevalecerá en Juntos por el Cambio el impulso de constituir una fuerza capaz de consolidar en los hechos esa profunda transformación de la política a la que aspira la sociedad?

En este sentido, el Pro y el radicalismo tienen algo que aprender de la Coalición Cívica, cuyos dirigentes están más claramente embarcados en una transformación que haga honor al nombre que se dio el conglomerado opositor. Han sido ellos, con un fuerte protagonismo de las mujeres, quienes denunciaron con mayor contundencia ante la Justicia la corrupción rampante que marcó a los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner. Sería injusto obviar la lucha en este sentido de dirigentes del Pro y la UCR. Sin embargo, importantes referentes de estas dos fuerzas hoy parecen más preocupados por su ombligo que por asumir el mandato que buena parte de la ciudadanía les confió en noviembre.

Es difícil establecer un equilibrio entre el pragmatismo y los principios, cuando los hay. Se trata de dos términos en tensión. El primero, bien administrado, es un valor para cualquier político. Pero si en la oposición se relegaran los principios, el cambio que pregona será otra promesa incumplida cargada de un mensaje letal que el kirchnerismo sabrá amplificar: todo da lo mismo.

© La Nación

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