Por Héctor M. Guyot
El sainete del supuestamente anhelado acuerdo con el FMI pinta la naturaleza del Gobierno y exhibe los grises de una oposición que, en su bienvenida diversidad, carece por momentos de la cohesión que exige el presente. De algún modo, habla también del tipo de política que venimos cultivando en el país.
No debería sorprender que se haya frustrado el anunciado encuentro entre el oficialismo y Juntos por el Cambio, en el que el ministro Martín Guzmán iba a compartir el estado de las tratativas con el Fondo para renegociar la deuda. Nos cuesta aceptar que estamos ante un Gobierno que no practica la costumbre del diálogo. Cristina Kirchner impone su voluntad sin discutir sus decisiones con nadie. Está en su naturaleza. Ni entre los dirigentes de su propia tropa hay quien se le plante y se atreva a cuestionarla o contradecirla. A Cristina se la escucha, repiten sus soldados, algunos por considerarla una suerte de oráculo, y otros por simple y puro temor. Por intuición, o por haber leído a Laclau, la vicepresidenta hizo un método de esta característica de su personalidad. La obediencia que ella exige excluye toda posibilidad de interlocución con los demás. En ese terreno despejado, como una voz única, desplegó el relato. O, lo que es lo mismo, la estrategia de demonizar a toda fuerza o persona que no se pliegue a su deseo, en una confrontación permanente. El dilema remanido de si se debe dialogar o no con el Gobierno se resuelve entonces con un simple silogismo: Cristina Kirchner no sabe ni quiere dialogar. Es ella la que decide en el Gobierno. Ergo, no se ve resquicio por dónde ensayar un entendimiento con el Ejecutivo, aunque se quiera.
El Gobierno precisa del relato y la confrontación. Su fin, su razón de ser, es el poder. Lo necesita para lograr un primer objetivo: la impunidad de la vicepresidenta y muchos de sus funcionarios en las causas por corrupción. ¿Es posible gobernar bien de esta manera? No parece. Las dificultades para llegar a un acuerdo con el Fondo, la imposibilidad de dialogar con la oposición, demuestran que el kirchnerismo, una vez que obtiene el poder, no puede gobernar en beneficio de la sociedad que lo ungió. Su prioridad es otra. De allí el ataque con munición gruesa contra los miembros de la Corte Suprema, a los que busca voltear en una ofensiva avalada por el Presidente y sus ministros. Estamos ante un gobierno de franca inclinación autocrática en un sistema todavía republicano, con instituciones que crujen y tratan de aguantar el cimbronazo.
Ante esta imposibilidad de gobernar, de gestionar, el país se desliza por una pendiente que parece no tener fin. Sometido a la voluntad de su vicepresidenta, que además le va sembrando el camino de piedras, el Presidente se muestra atado de manos, pero baja la cabeza ante esta realidad. Tal vez le resulte cómodo. Al menos, sintoniza bien con su pereza para tomar decisiones. No por casualidad, el Gobierno no ha sido capaz de ofrecer el plan económico que le exigen como condición para iniciar el camino hacia un acuerdo.
Tal vez el exclusivo interés por el poder no le deja al oficialismo tiempo para trazar el esperado plan. Alberto Fernández tiene tiempo, eso sí, para viajar a Rusia cuando el dictatorial Putin está trenzado en una grave confrontación con Occidente y muy cerca de lanzar sus tanques sobre Ucrania. Y para visitar al opresivo régimen chino, cuya cerrazón propagó una pandemia que mató a millones de personas a lo largo del globo y cuya responsabilidad, en un mundo alienado, no parece desvelar a muchos. También, para concederle millonarios contratos por obras de vialidad a Cristóbal López. Entonces, a falta de gestión, a falta de plan, el Gobierno aplica relato: vamos a llegar al déficit cero a través del crecimiento. Sabemos, sin embargo, que lo que obtura la inversión y el crecimiento es precisamente el déficit, resultado de décadas de entender la política solo como la puja por el poder y el dinero y, en consecuencia, de engordar a un Estado que sirva a esos fines. Por aquí pasa el meollo del drama nacional.
También muchos dirigentes de la oposición parecen más preocupados por el poder, por posicionarse para las elecciones presidenciales del año que viene, que por los males que hoy aquejan a los argentinos. Cuando subordina los medios a ese fin, la política confirma la peligrosa idea de que hay una casta privilegiada que se sostiene con el esfuerzo de los que trabajan y tributan, ahogándolos.
Los periodistas ayudamos a consolidar la excesiva preponderancia de esta visión agonal de la política cada vez que soltamos, a diestra y siniestra, la pregunta maldita: “¿Y usted, aspira a ser presidente?”. Así no solo abonamos la mediocridad, alentando la fantasía de aventureros y oportunistas de poca monta, sino que también banalizamos el sistema democrático, homologándolo a un juego en el que la sociedad queda al margen y en el que vence la osadía del más inescrupuloso.
Todos contra todos y a ganar como sea. Mientras este sea el sentido común de la política argentina, será difícil revertir la cuesta abajo.
© La Nación
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