Por Arturo Pérez-Reverte |
Una novela nueva, al menos en mi caso, significa lecturas y relecturas, viajes, cine, libretas que se llenan de notas. Trabajo acumulativo y paciente con arreglo a un plan: personajes y situaciones, estructura, previstos de antemano. Hay autores con un talento extraordinario para navegar sin saber a dónde van, pero no es lo mío. Yo necesito cartas náuticas antes de izar las velas y empezar a moverme. Desde que le doy a la tecla nunca he escrito nada a ciegas.
Durante el año o el año y medio que ahora tardo en contar una historia –viajar menos por la pandemia ayuda bastante–, el margen de improvisación resulta amplio, porque es mucho lo inesperado que surge en el camino. Sin embargo, siempre hay un hilo central, una trama. Una disciplina. Un rumbo al que vuelves cuando algo te complica la ruta.
He dicho o escrito alguna vez que siempre fui un novelista feliz, sin excesivas ambiciones y sin complejos. Desde hace treinta y cinco años, cada día que paso en mi casa trabajo un mínimo de cinco horas. A doña Inspiración, de apellido Repentina, no la conozco, o no me fijé nunca demasiado en ella, pues siempre que llama a la puerta me encuentra ocupado, trabajando. Con las musas que susurran párrafos inmortales no tuve suerte. Y es lo que diferencia, supongo, al artista que no soy del artesano de la tecla que sí soy: un narrador profesional que vive de eso. Alguien que no pretende cambiar la historia de la Literatura en cada página, sino que sólo aspira a ser eficaz. A contar bien contada una buena historia.
Eso sí, tengo una ventaja. Déjenme ustedes tirarme algún pegote. Y esa ventaja es la imaginación. La cosa, supongo, viene de cuando era un crío que leía e iba al cine –la tele no la conocí hasta los doce años–. Después de cada tebeo, libro o película, pasaba días dentro de ellos, convertido en Ned Land, Hopalong Cassidy, sir Kenneth el del Leopardo, Ulises, el Capitán Blood, Ojo de Halcón o quien se pusiera a tiro. Tanto entraba en sus historias que llegaba a sentirme de verdad uno de ellos, adoptando sus armas, su lenguaje, sus maneras, sus amores y hasta sus defectos. Incluso buscaba enemigos asociados con los de mis héroes, como un hermano marista apodado El Poteras, protagonista de mutuas antipatías escolares, que durante años fue mi Moriarty particular; y a quien, asumiendo yo una personalidad intermedia entre Fantomas y Rocambole, procuré fastidiar cuanto pude hasta que me expulsaron del colegio.
Todo cambió con el tiempo, claro. Después, mi trabajo me ancló a una realidad áspera en la que, como todo el mundo, perdí unas cosas y obtuve otras. Y al cabo, con la mirada que eso me dejó, escribo novelas. Eso resuelve mi vida y le da independencia, pero sobre todo suscita –soy afortunado– la felicidad de la que hablaba antes. Me devuelve el hábito infantil de sumergirme en historias, personajes, vidas alternativas que no son sólo paralelas a la real, sino que se superponen a ella; que la sustituyen a veces de un modo asombroso. Me permite, en fin, seguir jugando.
Les doy mi palabra de honor –qué pocos la dan ahora, por cierto– de que es verdad lo que digo. Durante la escritura de cada novela vivo más en el mundo de esa novela que en el real. O quizá lo que pasa es que la novela se convierte en más real que la propia vida. Cuanto leo, pienso, hago, sueño, imagino, tiene que ver con la historia en la que ando envuelto. Anoche mismo, por ejemplo, me sentí vilmente cobarde al despertar de una pesadilla, porque el protagonista de la novela que ahora escribo se enfrenta a una situación parecida. Me muevo por lugares sobre los que trabajo no con mi mirada, sino con la de los entes de ficción que sitúo en ese escenario. Observo el mundo asumiendo los defectos o virtudes, los miedos y las pasiones, las incertidumbres y las certezas de los personajes que bullen en mi cabeza. Ellos acaban siendo más auténticos que otros, pretendidamente reales, con los que tropiezo a este lado de la trama. Duermo con ellos pensando qué harán por la mañana cuando me siente ante el teclado, y me despierto siendo ellos, sumergido en su mundo. Preguntándome, y ése es el desafío, si conseguiré contarlo en los dos o tres folios que en los días buenos son el botín de la jornada. Y cuando, cada vez con más desgana, me asomo al mundo pretendidamente real y arrugo el ceño ante lo que de él no me gusta, pienso que tengo la suerte de poseer una vida paralela; ese rumbo que me permite esquivar los escollos y las sombras. Sólo el acto de leer se aproxima a esa clase de evasión, pero nada es comparable al propio libro que día tras día vas leyendo en tu cabeza.
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