Por Jorge Fernández Díaz |
Si Putin dictara un decreto para que todos los rusos se lanzaran a la lava, muchos de ellos exclamarían: ‘Oh, Dios mío, pero ¿dónde la encontramos? ¡Sabio líder nuestro, no tenemos lava en nuestro jardín!’. Es que nuestra población se divide en dos: los que apoyan a Putin, y después todos aquellos que saben leer, escribir y llegar a conclusiones lógicas”. El corrosivo monólogo, que también lanza ironías contra figuras cristianas, es celebrado por decenas de personas en un pub de San Petersburgo, pero luego el joven comediante Alexánder Dolgopólov lo sube a Youtube y su performance satírica comienza a ser seguida por dos millones y medio de internautas.
La cosa pasa de castaño oscuro. Ya desde el poder le habían recordado discretamente las muy punitivas leyes vigentes contra las distintas formas del “sacrilegio”, y también le habían sugerido en voz baja que no hiciera más chistes sobre el zar; ahora enjutos agentes de civil comienzan de repente a preguntar por él en su barrio y en su trabajo. Dados algunos antecedentes ominosos acaecidos bajo ese régimen policial, Dolgopólov resuelve emigrar de Rusia temiendo por su libertad física y sobre todo por su salud: el humorista oficial de Moscú, quien realmente detenta el monopolio de la risa –tiene que entenderlo– es el propio Vladimir Putin. Es este nuevo líder del progresismo argento, amante como se ve del pluralismo y comandante mayor de un servicio de inteligencia que hace continuamente espionaje interno y que de vez en cuando incluso se carga con caramelos envenenados a algún enemigo o disidente, es este Perón estepario de los dorados corredores del Kremlin quien define también el género de las personas, incluso los declamados derechos LGBTQ: “Son perturbaciones socioculturales de Occidente –dice Putin–. Enseñar que un niño pueda convertirse en una niña y viceversa es monstruoso, y al borde de un crimen contra la humanidad”. También dedica algunos simpáticos chascarrillos feministas, que no dudo los “pañuelos verdes” del cristinismo sabrán valorar: “¿Qué necesita una mujer joven para mantener su figura? –se pregunta Putin en un acto–. Solo tres cosas: una máquina para hacer ejercicio, un masajista y un pretendiente”. Llama a defender la “fe y la etnia” del pueblo, como buen nacionalista religioso, y para las “almas bellas” y los ex izquierdistas trasnochados –por ejemplo, los idólatras del Socialismo del Siglo XXI, del Instituto Patria y de Palermo Lenin– derrama su aforismo predilecto: “Quien no se arrepiente de la muerte de la Unión Soviética no tiene corazón; quien quiera restaurarla no tiene cerebro”. ¿Admira el kirchnerismo alguna de todas estas ideas? No, tovarich, apenas siente envidia por su beligerancia antinorteamericana, su capitalismo mafioso, su apócrifa democracia de sesgo hegemónico y la posibilidad de que el líder supremo mande bañarse en lava y el pueblo dócil lo obedezca sin hacer preguntas.Tampoco siente el kirchnerismo fascinación por el régimen teocrático de Irán, que lapida mujeres y persigue homosexuales y ejecuta “infieles” y opositores. Solo que los iraníes forman parte de la entente bolivariana, y es por eso que les regalamos un Memorandum de Entendimiento o hacemos oídos sordos ante la situación límite de Narges Mohammadi, activista de derechos humanos a quien por el mero delito de protestar acaban de someter en Teherán a un juicio de “cinco minutos” y condenarla a ocho años de prisión y a 70 latigazos. Muy progre todo. Se podrían narrar al paso infinidad de atrocidades semejantes o peores, y añadir morbosamente las operadas por el régimen que reina con mano de hierro en la República Popular China, pero no hay pulso ni espacio para tanto despliegue. Baste decir que, a pesar de las flagrantes y calladas incoherencias, el kirchnerismo simpatiza con esos sistemas autoritarios, ultranacionalistas e iliberales, como en los inicios de los años 40 el justicialismo simpatizaba con los tres fascismos del Eje. En uno de los momentos más trágicos de la Humanidad los dirigentes peronistas eligieron no enfrentar a Hitler ni a Mussolini; luego se dedicaron a darles refugio a sus jerarcas más sangrientos y, finalmente, a pedirle tierno exilio a Francisco Franco. Mientras los flamantes líderes que surgen de la izquierda latinoamericana comienzan a ser un tanto remisos a someterse al “abrazo del oso” de los dictadores de Caracas, Managua y La Habana, nuestra monarca de la calle Juncal sigue leal a esos mismos esperpentos, aunque si le preguntaran cuál es su modelo de país no citaría probablemente a ninguno de ellos; tampoco a los sistemas ruso, chino o iraní. Ni siquiera aludiría a alguna de las distintas estaciones del cambiante pasado peronista. El modelo internacional del kirchnerismo es Santa Cruz, y todo lo que ese formato alcanzó a replicar en nuestra nación durante la gloriosa “década ganada”. La Pasionaria del Calafate, protagonista de esa experiencia única, siente que tiene mucho para enseñarle por lo tanto a los perejiles de América Latina y del mundo, y es por eso que derrama sus “clases magistrales” en cuanto foro amistoso participa. El último, sin embargo, no la mostró en su mejor momento. Comparada incluso con ella misma en aquellas logorreicas cadenas nacionales, esta versión mostró una especie de agotamiento creativo, una cierta precariedad intelectual. Su obsesión con el “neoliberalismo” –término mal utilizado con el que se quiere englobar un capitalismo competitivo y una democracia republicana– desnuda su concepción feudal y su estatismo de aldea, y viene a lavar una y otra vez su gran pecado de origen: aquella prolongada y fervorosa militancia en el Consenso de Washington; primero con Menem, a quien le perdonó incluso el indulto, y luego con Cavallo, el padre de la criatura y a la sazón el gran socio político de los Kirchner. Doce años inolvidables, y a tambor batiente. ¿Cuánta lejía retórica hace falta para limpiar esa mácula? Tanta quizás como la que se necesita para borronear su larga y absoluta indiferencia frente a los crímenes de lesa humanidad de la dictadura de Videla. Por lo demás, sus críticas a la OEA, que preside un hombre del verdadero progresismo (Luis Almagro), se explican simplemente porque esa organización ha denunciado los asesinatos y tormentos perpetrados por los cómplices regionales de la arquitecta egipcia. Sus denuncias contra los jueces (como nuevos golpistas) tienen por razón, ya se sabe, que muchos de ellos se han atrevido a probar en sede judicial cómo el kirchnerismo le robó repetidamente a su pueblo. La idea de que el narco crece cuando el Estado se achica parece una desconcertante autocrítica, puesto que ese negocio infame alcanzó su apogeo precisamente bajo sus últimas administraciones. El “Estado presente” se mostró ausente en los sectores más humildes, donde hoy mandan los popes del narcomenudeo: reclutan niños, otorgan créditos esclavos, aplican “justicia” y hasta construyen obras comunitarias. Quienes gobiernan nuestra decadencia desde hace tanto no son los funcionarios de la Casa Blanca, ni los burócratas del Fondo ni los especuladores de Wall Street, sino los eternos caciques políticos y sindicales del PJ –los otros pasan, ellos quedan–, y quienes nos colocaron en el actual podio de los tres países más inflacionarios del planeta –detrás únicamente de Venezuela y el Líbano– no han sido los “poderes concentrados” sino los poderes desconcertados de un modelo perimido. Esa es la verdad de la milanesa.
© La Nación
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