Daniel Ortega y el embajador argentino en Nicaragua, Daniel Capitanich.
Por Héctor M. Guyot
En un país con una democracia más o menos normal, el kirchnerismo sería visto mayormente como una farsa que promueve el asombro y la risa. Tanto más hilarante cuando sus dirigentes pretenden hacer pasar la mentira por verdad y resultan desmentidos por la crónica diaria. El grado de hipocresía que demanda la ambición de revertir la naturaleza de la realidad queda así en evidencia y es ahí cuando uno tiende a ver las cosas con humor. Sería saludable abandonarse a ese impulso como quien se entrega a un espectáculo digno de verse.
Pero esos pasos de comedia encierran la carga de un verdadero drama: buena parte de la sociedad confundió el género de la obra y allí donde hay grotesco elige ver, apoyada en los mitos de la tradición peronista, una saga épica protagonizada por una heroína que ofrenda su vida a una gran causa. Esa ilusión, complementada con un truco electoral destinado a convencer a los incautos, permitió lo impensable: aquella facción que en una democracia más o menos normal sería un fenómeno marginal, materia de estudio de la psicología, en la Argentina volvió a crecer a fuerza de votos hasta recuperar las riendas del país en elecciones legítimas. Entonces, aunque el Gobierno ofrezca razones para creer que estamos ante un guión de los hermanos Marx, donde el disparate es la norma, nos vemos obligados a tomarnos en serio al kirchnerismo. Aunque más no sea, por su capacidad de daño a la democracia tal como la conocemos y por sus verdaderas intenciones, que esta semana volvieron a manifestarse con toda claridad.
Esta es la disculpa que puedo ofrecerle al lector por proponerle en este espacio, semana tras semana, variaciones sobre un mismo tema al ritmo de la actualidad. No lo hago como analista político, que no lo soy, sino con el ánimo de compartir mi perplejidad ante lo que ocurre y sobre todo movido por la impresión de que el kirchnerismo, desde el momento en que empieza a desconocer las reglas del juego y busca quebrar desde adentro el mismo sistema republicano que le permitió acceder al poder, representa un fenómeno que excede el análisis político. Es decir, no es un actor más dentro de la escena y por eso no debería ser tratado como tal.
Esta semana la titular del PAMI, Luana Volnovich, aportó a la farsa. No parece a primera vista un hecho serio, pero su escapada junto a su pareja y número dos del organismo a una exclusiva isla del Caribe muestra la distancia, proverbial en el oficialismo, entre lo que se dice y lo que se hace. Si le pertenece, la funcionaria puede gastar su dinero como le plazca. Pero está claro que eligió irse bien lejos de los padecimientos de la mitad de los argentinos, que viven en la pobreza, y de aquellos jubilados por cuya salud debe velar, desoyendo el pedido presidencial de que los funcionarios del Gobierno pasaran sus vacaciones en el país. Curioso: la muchachada de La Cámpora, que vino a hacer la revolución nac&pop, alimenta en sus actitudes la idea de que los políticos conforman una casta que disfruta, gracias al dinero de todos, de privilegios a los que el resto de los mortales no acceden.
Otra farsa de la semana también se desató en el Caribe. ¿A quién esperaba encontrar el Gobierno en la asunción de Daniel Ortega? ¿A Biden? ¿A Macron? Mientras se busca el favor de los Estados Unidos para llegar a un acuerdo con el FMI, la presencia del embajador Daniel Capitanich en Managua confirma que la Argentina está alineada con los regímenes más dictatoriales del globo, en un eje que incluye a Venezuela y a Cuba y llega hasta Rusia y China. Haber compartido ese acto con Mohsen Rezai, uno de los iraníes acusados de organizar el atentado contra la AMIA, es un escándalo, pero no una sorpresa. La reacción del Gobierno, cuando se supo esto, fue otra puesta en escena. La cercanía con el gobierno de Irán quedó plasmada en el Memorándum de entendimiento que firmó Cristina Kirchner, en cuya causa judicial la vicepresidenta fue sobreseída en octubre pasado, de modo insólito, antes de llegar al juicio oral. Hace ahora siete años, cuando estaba a punto de denunciarla en el Congreso por traición a la patria a causa de ese pacto, Alberto Nisman fue encontrado muerto. Asesinado, según dictaminó la Justicia.
Todo está relacionado con todo: ahora Luis D’Elía, a quien el fiscal Nisman denunció como pieza clave en el enlace con Irán, llama a una marcha contra los jueces de la Corte para el 1° de febrero. La marcha fue avalada por el presidente Alberto Fernández y por el viceministro de Justicia, Martín Mena. Se trata de los primeros cañonazos tras la declaración de guerra a la Corte que ensayó de modo farsesco Martín Soria, ministro de Justicia, en su reciente encuentro con los jueces supremos. Ante la prueba incriminatoria que nutre las causas por corrupción, el kirchnerismo busca aniquilar a la Justicia de raíz. Para eso, hay que disfrazar de clamor popular el desvelo de una sola persona. Ese desvelo, razón de ser de este cuarto gobierno kirchnerista, solo se aplacará con la destrucción de la ya castigada institucionalidad argentina. De allí a Venezuela, un paso. La farsa devenida drama.
© La Nación
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