Por Julio María Sanguinetti |
El triunfo de Gabriel Boric en Chile, superando a una opción de extrema derecha, reanima los clásicos comentarios simplificadores sobre “las olas”. Ahora sería otra ola de izquierda, que se sumaría a los gobiernos de Perú, México y aun la Argentina, si la ubicamos en ese territorio donde a su gobierno le gusta revistar.
Las expectativas que genera la posibilidad de un retorno de Lula en Brasil ratifican la idea, pero abren la pregunta sobre de qué, realmente, estamos hablando.
Para empezar digamos que el panorama de la izquierda pura y dura aparece dominado por un Estado constitucionalmente totalitario (Cuba) y dos dictaduras ( Venezuela y Nicaragua).
¿La tendencia es esa…?
Ni México ni Perú ni la Argentina se instalan en esa deriva. Les expresan simpatía, cada tanto sacan alguna declaración amistosa, pero no transitan su camino. Navegan en una suerte de complicidad ambigua, pero procuran acuerdos con los Estados Unidos y no han intentado reelecciones a la manera de Ortega o Evo Morales. La libertad de prensa, si bien se amenaza esporádicamente, no deja de tener vigencia y ese es el punto cardinal, desde que en ella descansa la garantía de todos los demás derechos.
Cuando hablamos de “olas”, entonces, hablamos de cosas muy diferentes y la simplificada expresión se puede prestar a numerosos equívocos. Como el de ubicar, por oposición, en la derecha, a todo aquel régimen o candidato al que no se le pone la etiqueta de izquierda. Nuestro país, sin ir más, lejos, Uruguay, hoy es gobernado por una coalición típicamente de centro, donde convive un ancho espectro republicano que va desde una centroderecha a una centroizquierda, como es el matizado panorama habitual de las democracias occidentales.
Por cierto, han irrumpido, como en Europa, verdaderas expresiones de derecha. Algunas exitosas, como la de Bolsonaro en Brasil, otras frustradas, como en la reciente elección chilena, emblemática de estos tiempos en blanco y negro. En este caso, la creciente polarización puso a la ciudadanía por delante de una opción de hierro entre un candidato de rígida derecha y la izquierda de un joven surgido de la militancia estudiantil, con una fuerte retórica progresista, pero que en la campaña expresó respeto a las formas democráticas y viene confirmando ese talante en los pasos que ha dado hasta ahora.
En el caso chileno hubo un largo proceso de descontento político y social, que desplazó a la derecha liberal tradicional y a las opciones de centro y centroizquierda de la democracia cristiana y el socialismo, titulares de cinco gobiernos que democratizaron al país luego de la dictadura de Pinochet. Las opciones extremas llegaron a la segunda vuelta, en la que ambos candidatos intentaron seducir a la opinión moderada. Fue más convincente Boric, y ahora tiene por delante el desafío de una nueva Constitución y la administración de cambios que tendrán que pasar por un Parlamento sin clara mayoría a su favor. Su responsabilidad es muy grande, no solo ante Chile, sino ante una América Latina que tiene una mirada fija en su derrotero.
La cuestión está, al final de cuentas, más que entre los rótulos simplificadores de derecha e izquierda, entre libertad y despotismo, Estado de Derecho o tentación autoritaria. Ese es el punto de distinción fundamental.
¿López Obrador es de izquierda? Puede serlo mirado desde cierto ángulo, pero su relación amistosa y cooperativa con los Estados Unidos lo pone en las antípodas del relato cubano o chavista. Perú es un enigma aún, pero lo primero que hizo fue sacudirse al comunismo que lo había llevado al Palacio…
El posible retorno de Lula podrá suponer un retorno izquierdista por oposición al actual gobierno, pero ¿sacudirá las estructuras brasileñas? Todo indica que no. Ya gobernó y su descrédito vino por la corrupción que organizó su partido y no por desmanes institucionales. Cada vez mira más hacia el centro y su mayor desafío será íntimo, si se deja ganar por el resentimiento de lo que le tocó vivir o procura reconciliar a un país tan fragmentado hoy.
Volviendo al principio. Más allá de discursos, si hace diez años no vivimos realmente una ola de derecha, tampoco estamos en la víspera de otra hacia la izquierda. Lo que institucionalmente importa es el respeto a las reglas del Estado de Derecho. Ahora bien: si ponemos la mirada más en perspectiva y enfocamos la perspectiva de desarrollo de nuestro continente, quedamos más atribulados. No se advierte una real conciencia del desafío que marca el cambio civilizatorio que estamos transitando. Se sigue analizando el tema del empleo en una perspectiva anacrónica, que la pandemia hundió en la obsolescencia. El desafío de una educación renovada se ha hecho acuciante, ya no solo importante sino urgente. Entreverados en los vericuetos y las pulseadas de la puja distributiva, cuesta encaminar inversiones, públicas y privadas, de infraestructura o de cultura que cimienten un verdadero desarrollo. Cuando las commodities nos abrieron, en 2004, la primavera maravillosa de los precios internacionales, todo fue miel sobre hojuelas. Diez años después el viento cambió y todo se estancó. Ahora, junto a la pandemia, vaya paradoja, estamos viviendo un tiempo de buenos precios para la exportación, sea petrolera o agrícola, que nos está ayudando para cruzar el desierto. Desgraciadamente, está claro que no alcanza.
Más a la izquierda o más al centro, lo que importa es la institucionalidad democrática. Pero hemos entrado en una nueva civilización y nuestra América, la latina, no nos ofrece el empuje de los cambios necesarios.
El mundo es digital y nuestras respuestas analógicas no son aceptadas por los algoritmos del nuevo tiempo.
© La Nación
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