Por Jorge Fernández Díaz |
En Isla Negra las arenas estaban permanentemente húmedas durante aquel otoño de 1994 y el océano Pacífico batía de manera inclemente esa costa gris y cansada. Así lo apunta en sus excepcionales memorias literarias Juan Cruz Ruíz, que en aquel año fungía como director global de Alfaguara y que llevaba de visita a la legendaria residencia de Pablo Neruda a dos grandes estrellas narrativas de su propia editorial: la chilena Marcela Serrano y el español Arturo Pérez-Reverte. En esa visita a los dominios del gran poeta, los acompañaba también Carlos Ossa, director de Santillana en Chile y chaperón de Serrano.
Luego de examinar la abigarrada finca del autor de Los versos del capitán, el grupo decidió almorzar en el único restaurante de la zona, un local más bien modesto, con manteles de hule, servilletas de papel y un menú limitado. Marcela Serrano le preguntó al camarero por un plato de pescados frescos y de pronto pegó un grito de escándalo: “¡Carlos, no hay limones!”. Ossa, que quería consentir a su prima donna en todo, se quedó mudo. “¡No hay limones!”, insistió ella, en plan reproche, como si el editor fuera un mayordomo y el gran culpable de esa falta fundamental. Y entonces Pérez-Reverte lanzó una carcajada, y alguien dejó caer la frase decisiva: “Los escritores desayunan egos revueltos”. Hasta Marcela terminó riendo de la ocurrencia.
Este articulista ha lidiado durante décadas con el sumo narcisismo de algunos escritores, y sabe que suele ser más patético aun que la intensa vanidad de ciertos políticos. En la oposición muchos desayunan egos revueltos y así nos va, pero nada se compara con el culto y la adoración hacia sí misma que, a la manera de los sobrenaturales caudillos latinoamericanos, practica e impone ante su grey la monarca de la calle Juncal. Algunas de sus decisiones, rodeadas de secretismo y tomadas sin consultar a nadie, no responden únicamente a proteger su capital simbólico, que por lo demás funciona como una mera extensión de su personalidad, ni tampoco a su impostada identidad ideológica, sino a la irresistible pulsión por ocupar siempre el centro (ser la novia en la boda y el niño en el bautismo) y sabotear la estrategia de su propio gobierno y dislocar el sistema. Cristina Kirchner, asumiéndose como un mito viviente e inmune a las objeciones (un aspirante a autócrata carece de autocrítica) juega desaprensivamente al bowling con todo el arco político y derriba incluso los bolos de su mismísima escuadra.
La Pasionaria del Calafate regresó de su aristocrático descanso en el sur y cortó de raíz las conversaciones con la oposición; no solo dejó pedaleando en el aire al principal interlocutor del Presidente –Gerardo Morales–, sino que le ordenó al ministro de Interior que viajara a Jujuy y confortara públicamente a Milagro Sala, archienemiga del gobernador, y también invitó a varios lenguaraces a que salieran a denigrarlo por los medios: había que dinamitar todos los puentes. Alberto Fernández se quedó así sin su primera foto de la semana –el acompañamiento a regañadientes de los principales opositores y, sobre todo, del flamante titular de la Unión Cívica Radical–, y después asistió impotente a la operación mediante la cual su jefa borroneaba y le quitaba protagonismo a la segunda imagen: aquella en la que Santiago Cafiero departía amigablemente con el secretario del Estado Antony Blinken. Esa postal tan buscada por Balcarce 50 podía, en realidad, caerles muy mal a los susceptibles duques de la reina, mosqueados y predispuestos a entender que con ello su gobierno giraba a la derecha, le hacía el juego a la partidocracia vendepatria y gorila, y confraternizaba con el imperialismo norteamericano. El imperialismo ruso, en cambio, les parece más que interesante y los métodos y prerrogativas de su temible zar les resultan simpáticos y aspiracionales, y ojalá se zampen ahora de un bocado a Ucrania: se lo tienen bien merecido. Esta vez nuestra zarina utilizó una epístola para recordarle al “pueblo peronista” que el culpable de todos los males de la Tierra seguía siendo Mauricio Macri y para sugerir que el Fondo se empaca ciega y aviesamente contra el proyecto de los emancipadores. Un digestivo, suministrado ese día clave, para que su tropa procese mejor la “defección” de su canciller y los intentos del cuarto gobierno kirchnerista, que como Penélope teje de día y desteje de noche. Su boicot al jefe del Estado no se detuvo allí; su largo brazo frenó reproches presidenciales a Luana Volnovich –la revolucionaria de los tórridos mares del Caribe– y el eventual desplazamiento de su tierno novio, que además es un buen partido –al menos gana un salario jugoso gestionando la miseria de los jubilados–, castigo que pretendía ejecutar Alberto Fernández para atenuar un poco el bochorno y fortalecer su autoridad. Tampoco pudo ser.
Cuando ya había limado suficientemente la figura presidencial, Cristina Kirchner avanzó con asuntos personales; ordenó al viceministro de Justicia, uno de sus hombres de confianza, que apoyara una marcha golpista contra la Corte Suprema y aceptó gustosa la adhesión de notorios gangsters del sindicalismo, conocidos por sus extorsiones y sus abultadas fortunas. Progresismo y mafia es un tema apetitoso para futuros ensayistas, puesto que se trata de un fenómeno vincular de gran auge en nuestro país. Más tarde, ella habilitó que importaran remesas de Pfizer para vacunas pediátricas: parece que el demoníaco laboratorio multinacional ya no exige en canje los glaciares ni media Patagonia, algo que sin embargo consiguió para sí mismo el popular terrateniente Lázaro Báez. Después propició una campaña feroz contra la ministra de Educación porteña por atreverse a sugerir que muchos chicos pobres habían desertado para siempre de las aulas durante la cuarentena eterna, y logró que sus militantes se rasgaran las vestiduras y la acusaran de “estigmatizante”; militaron las escuelas cerradas, abandonaron así a los pibes más humildes a la calle y al negocio narco, y ahora mandan al Inadi y a psicopatear perejiles por las redes. Dominan a la perfección el género de la comedia patética.
Finalmente, la doctora le pidió al servicial senador Parrilli que anunciara una nueva versión de Fútbol para Todes, no solo porque cuando no hay pan al menos debe haber circo y porque se necesita proselitismo de manera urgente, sino también porque es imperioso recrear de cualquiera manera el perfume de la “era dorada”. Es central para la gran dama defender el mito de su última presidencia, que como todo el mundo sabe fue un paraíso terrenal. Necesita ser reivindicada por esa gestión lastimosa y crear un relato indiscutible. Pero los números no cierran y la memoria no es tan corta.
Cada vez que la arquitecta egipcia se va veinte días a su “lugar en el mundo” y se llama a silencio, el jefe del Estado se entusiasma y hace planes como si detentara realmente el poder. Y cada vez que ella retorna a la calle Juncal no puede evitar patearle los soldaditos. Lo hace como correctivo táctico, pero el ademán contiene también algo de impulso ególatra: yo soy la única que tiene la razón y la única que manda. La base de la praxis populista es el narcisismo de su líder carismático. Entre eso y el trastorno narcisista que describe la psiquiatría hay un paso muy breve. La doctora desayuna egos revueltos. Y la sociedad argentina, agotada de tanta incoherencia, sin cash ni expectativas (como pedía Néstor), y con el dólar incendiando las noticias, ya tiene los egos al plato.
© La Nación
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